La virtud de la hegemonía americana .

 


Artículo publicado en Cuadernos de Pensamiento Político nº 1 Págs. 161 a 174, Madrid, Octubre, 2003.
Introducción
Las nuevas condiciones de la seguridad
La voluntad de América
No hay alternativas a los Estados Unidos
Un imperio post-imperial

La voluntad de América

Es innegable que los Estados Unidos de hoy son la hyperpuissance que decía el ministro de exteriores francés, Hubert Védrine. En el terreno militar, en el económico, en el cultural y en la voluntad política de actuar en el mundo. No siempre ha sido así. Durante años el ideal americano era, cuando se veían arrastrados u obligados a luchar, replegarse y volver a casa cuanto antes. A pesar de la popularización de debates acerca de América como Imperio, su mera idea y enunciación actúa como revulsivo en las elites políticas e intelectuales americanas, incluso en este momento. Su Historia y tradiciones hacen de la tentación del “compromiso selectivo” (selective engagement) una opción política atractiva y constante.[xi] Lo auténticamente extraordinario es lo opuesto, la vocación de una presencia global y hegemónica de carácter permanente.

A Ronald Reagan el marco fijo, congelado por décadas, de la confrontación Este-Oeste no le permitió materializar una visión de Estados Unidos como potencia dominante. Simplemente, su “Imperio del Mal”, tal y como calificó en su día a la URSS, representaba un freno objetivo, por muy decrépito que ya estuviera. George Bush padre nunca se sintió tentado por aventuras globales o imperiales, su gusto por la estabilidad y el orden se lo impedía y aunque con el final de la Guerra Fría estuvo cerca de poder planteárselo, pensó que la responsabilidad primordial del nuevo orden internacional no debía recaer en los Estados Unidos, sino en una ONU revivida, libre del tradicional veto soviético. Su rechazo de la Defense Planning Guidance, elaborada por Paul wolfowitz en 1992 y en la que se argumentaba a favor de una estrategia de supremacía, resulta paradigmático a la vez que chocante.

Clinton llegó a la Casa Blanca con un entorno nacional e internacional envidiable. Su economía le permitía alardear de una política de reducción del déficit acelerada mientras que el país daba un salto cualitativo hacia la sociedad de la información y las nuevas tecnologías. En el ámbito internacional, los Estados Unidos disfrutaban lo que el agudo comentarista Charles Krauthammer definió como “el momento unipolar”[xii]. Sólo América gozaba de todos los pilares modernos del poder, en lo militar, en lo económico y en la voluntad política. Al menos teóricamente, porque la práctica, finalmente, iría por otros derroteros. De hecho, la degradación política, moral y personal del presidente Clinton haría que Estados Unidos estuviera sobrado de cualquier cosa, excepto de voluntad política en el terreno estratégico e internacional. Bajo grandes declaraciones y planteamientos, la realidad de las dos Administraciones clintonitas era la de un poder poco atento, de actuaciones intermitentes, escasamente motivado para comprometer a los Estados Unidos y muy diluido en el complejo entramado de las instituciones multilaterales. El tardío y limitado compromiso con las guerras de la antigua Yugoslavia provocó una situación de horror de difícil solución; la política misilera contra Bin Laden no le produjo ningún resultado, como trágicamente se vio después; y la estrategia de esporádicos aguijonazos aéreos a Saddam Hussein tampoco le llevó a sitio alguno, articulando y sosteniendo una política de contención cada vez más erosionada.[xiii]

George W. Bush, Bush hijo, tampoco dio muestras durante la campaña electoral del año 2000, de querer desarrollar desde la Casa Blanca una política de primacía, hegemónica o imperial. Más bien todo lo contrario. Sus planteamientos de entonces se sustentaban en las ideas del más puro realismo. Tal como dejó por escrito quien sería su Consejera de Seguridad Nacional, Condoleezza Rice, los Estados Unidos actuarían allí donde sus intereses vitales o estratégicos se vieran en peligro y no se dejarían caer en la sobreexplotación clintoniana de los soldados americanos, desplegados en medio mundo en misiones de apoyo a la paz de dudoso carácter y beneficio y sí de claros costes y contraindicaciones para América.[xiv] Nada en las palabras del candidato o de sus asesores podía llevar a pensar que Estados Unidos, con Bush hijo como presidente, iba a dejar de ser el “sheriff reticente” bien ilustrado por el hasta hace muy poco Director del Policy Planning Staff de Colin Powell, Richard Haass.[xv] Pero sucedió el 11-S y eso cambió la visión y la actitud del presidente americano. Hoy las tropas estadounidenses están presente en dos tercios de los países reconocidos por la ONU y en los dos últimos años han librado dos guerras, Afganistán e Irak.

Con su enorme potencial y sus despliegues en medio mundo, visto desde fuera es verdad que Norteamérica parece un Imperio. Sin embargo es una potencia hegemónica mal preparada para aceptarse como tal. El debate sobre la guerra y el futuro de Irak es un buen ejemplo de la división interna, incluso en la misma Administración Bush sobre el papel y la naturaleza del compromiso americano. El debate sobre Irak en Washington es, en realidad, no tanto el planteamiento de lo que América debe hacer allí, sino de lo que América debe ser. Y hay dos escuelas básicas en liza a este respecto. La primera es la de los realistas, quienes justificaron el ataque por lo que el régimen de Saddam suponía de amenaza, real o futura. Personas como el vicepresidente, Dick Cheney, o el Secretario de Defensa, Donald Rumsfeld, podrían adscribirse a esta corriente de pensamiento. Para ellos lo importante era eliminar una fuente de inseguridad para los Estados Unidos. Una vez resuelto este problema, porque Irak sin Saddam, por muy inestable que sea, ya no presenta el mismo dilema para la seguridad nacional americana, lo importante es acabar cuanto antes con la misión. No importan las condiciones de la post-guerra y de la estabilización en tanto no favorezcan un nuevo dictador con las mismas ambiciones que el depuesto Saddam Hussein. Pero para ellos lo importante son las ambiciones, no la naturaleza del poder en Bagdad. Para los realistas, por tanto, el papel de los Estados Unidos en Irak está casi acabado y el deber nacional es seguir luchando contra el terrorismo global en otras partes del mundo. Esa es la verdadera guerra e Irak ha representado sólo un capítulo, una batalla, de la misma.

El otro núcleo de pensamiento es el de los imperialistas democráticos, más popularmente conocidos como neoconservadores. Para estos, lo verdaderamente importante de derrocar a Saddam (aunque lo urgente fuesen sus capacidades y ambiciones en el terreno de las armas de destrucción masiva) era el factor de liberación y democratización que traería de la mano el cambio de régimen por la fuerza. Un Irak democrático y libre no sólo resultaría beneficioso para los sufridos ciudadanos iraquíes, sino que se convertiría en la semilla del cambio político y social en toda la zona de Oriente Medio, de Palestina a Arabia Saudí. La batalla última contra el terrorismo de alcance global, aunque de origen esencialmente musulmán y, sobre todo, saudí, se tiene que librar por fuerza en esta zona y sólo con un cambio profundo y no cosmético, similar al de la Alemania y el Japón de 1945, alimentado por los Estados Unidos con ideas, dinero y tropas se podría avanzar hacia un mundo más seguro. Para esta escuela, la estabilidad ya no es sinónimo de seguridad. De hecho, Oriente Medio es posiblemente la zona más estable del planeta desde hace años, pero eso no obsta para que también sea la fábrica de mayor riesgo para el resto del mundo en la forma del terrorismo islámico. Dentro de la Administración, al subsecretario de Defensa, Paul Wolfowitz, se le asocia con esta opción y desde fuera, prácticamente todo los neoconservadores la subscriben y encuentran un buen altavoz en las páginas del Weekly Standard de Bill Kristol.

Ahora bien, una cosa es el consenso generalizado sobre Estados Unidos, el Golfo Pérsico y el Oriente Medio, y otra es el papel de América como Imperio global. Las reticencias a aceptar el término imperio son claras e importantes incluso entre los neoconservadores más puros. En un reciente debate en la sede del American Enterprise Institute entre el historiador británico Niall Ferguson y el ensayista americano Robert Kagan, era curioso ver cómo el primero pedía que Washington asumiese lo que significa ser una potencia imperial y el segundo intentaba establecer fronteras nominalistas sobre lo que es y significa ser una superpotencia, una potencia hegemónica y un imperio.[xvi]


Notas

[xi] Para una elaboración teórica y sofisticada del “compromiso selectivo” pueden consultarse dos obras de reciente aparición: Art, Robert: A grand Strategy for America. Ithaca (NY), Cornell University Press 2003; y Hirsh, Michael: At War with Ourselves. Oxford/Nueva York, Oxford University Press 2003.
[xii] Krauthammer, Charles: “The unipolar moment”, Foreign Affairs, vol. 71 nº 1, 1991.
[xiii] Una de las críticas más feroces y recientes de la continua actitud de Clinton puede encontrarse en Minister, Richard: Losing Bin Laden: How Bill Clinton's Failures Unleashed Global Terror, New York, Reignerer Publishing 2003.
[xiv] Rice, Condoleezza: “Campaign 2000: Promoting the National Interest” en Foreign Affairs, enero/febrero 2000.
[xv] Haass, Richard: The reluctant sheriff: The United States and the world after the Cold War. Nueva York, Council on Foreign Relations 1997.
[xvi] The United States Is, and Should Be, an Empire, a debate en www.AEI.org, 17 de julio de 2003.


Continúa
Rafael L. Bardají , 20/05/2004

 

 

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