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DE CRISIS POLÍTICA A CRISIS DEL ESTADO NACIONAL , |
Texto de las exposiciones de Jorge Raventos
, Pascual Albanese
y Jorge Castro
en la primera reunión mensual del ciclo 2003 del centro de reflexión para la acción política Segundo Centenario, llevada a cabo el día 3 de marzo de 2005 |
Jorge Raventos
El gobierno terminó el año 2004 y ha comenzado el 2005 políticamente a la defensiva, afrontando estallidos críticos en diversos puntos de su sistema de poder.
Sostiene Paul Virilio que cada tecnología tiene implícita su propia catástrofe: “el barco contiene en sí el naufragio y el tren, el descarrilamiento". Parafraseándolo, podría decirse que cada política contiene su propio tipo de crisis.
La crisis que sufre el gobierno nace en el origen, con la naturaleza de su acceso: 22 por ciento de los votos, las dos terceras partes “prestados” por el aparato del justicialismo bonaerense; con bajísima representatividad en las provincias argentinas.
Esa fragilidad original impulsó al gobierno a buscar su apoyo en la opinión pública, esto es en la clase media de las grandes ciudades, en primer lugar Buenos Aires y a tomar distancia del peronismo. El gobierno procuró compensar su falta de votos con encuestas y titulares de los diarios. Es decir, se ha visto forzado a vivir en una especie de presente perpetuo con la preocupación de salir siempre bien en la foto.
La mirada periodística, su instantaneidad, su fugacidad es íntimamente contradictoria con una política de Estado, que si, por cierto, debe actuar en el presente, necesita hacerlo en el marco de una visión estratégica, de mediano y largo plazo. Y de una visión integradora del presente y el futuro… y también de ese pasado hecho presente que son las tradiciones vivas de la sociedad, los rasgos de identidad que una nación transmite de generación en generación mientras acepta los desafíos de vincularse activamente con el mundo.
Esa mirada espasmódica de la realidad, suscitada en el gobierno por la necesidad de satisfacer diariamente a la opinión pública para redimir su pecado original, la fragilidad electoral desde la que ascendió, explica muchos de los bandazos que hemos visto en estos dos años. El último: la suspensión de los subsidios a Southern Winds, que 17 meses atrás fueron presentados como una panacea para resolver desde problemas de desocupación a temas de monopolio aeronáutico, y que ahora se borran de un plumazo en un retorno a la situación inicial, sólo explicable por el pánico de aparecer pegados al llamado narcogate, algo que por supuesto difícilmente se resuelva de ese modo, si es que puede resolverse.
También esa visión guiada por la imagen periodística del día siguiente es lo que explica la larga ausencia presidencial en la crisis desatada por el incendio de la discoteca de Once.
El “despegue”, esa palabra que Felipe Solá convirtió en consigna, el “no quedar pegado” a ciertos hechos fue transformado en una política.
Una política defensiva, claro está.
No quedar pegado a Cromagnon y a Ibarra.
No quedar pegado al narcogate.
No quedar pegado a la derrota del Justicialismo en Santiago del Estero.
El gobierno no sólo quiere parecer sordo, ciego y mudo ante ciertas consecuencias de sus políticas. También aspira a que la sociedad lo sea.
En una situación en que la propaganda oficial asigna todo al Presidente (vean si no los affiches o los cortos publicitarios: todo lleva la firma de la Presidencia), las malas noticias, consecuencias de la política, siempre son asignadas a otros. A algunos ministros (recuerden la campaña contra Lavagna cuando cayó por unos días la contratación del Bank of New York), a la Fuerza Aérea, al FMI, al interventor en Santiago del Estero (como si la intervención hubiera nacido de un repollo y la derrota del PJ no hubiera estado precedida por el involucramiento personal y financiero del gobierno central).
Despegar es la consigna. La culpa la tiene el otro.
Otra característica de la crisis que soporta el gobierno reside en que los movimientos espasmódicos reconocen, sin embargo, algunos puntos fijos, algunas constantes. La búsqueda de culpables se traduce en confrontación, y ésta generalmente apunta en un solo rumbo: la –cada vez más lejana, para desdicha oficial- década del 90, las Fuerzas Armadas y de seguridad, la Iglesia, la libertad económica…y el peronismo, al que se castiga oblicuamente bajo el mote de “vieja política”.
El gobierno busca por tal camino la simpatía de ese sector de la opinión pública que suma neo y arqueogorilas, progres adocenados (me refiero a la especie página 12) y “liberals” bienpensantes. Con esos materiales el oficialismo quiso construir las columnas de la “transversalidad”, un nuevo edificio político que ahora parece destinado a correr la suerte del Albergue Warnes.
Lo cierto es que, desde diciembre, el gobierno, que, según las encuestas que contrata, parecía deslizarse por un piso bien pulido, ha comenzado a tropezar con obstáculos importantes.
La crisis en la Capital Federal, tras el incendio de la discoteca Cromagnon, ha arrasado al más importante de los aliados transversales del Presidente, el intendente Ibarra, y con él las bases de política porteña con que el gobierno nacional aspiraba a conquistar el distrito.
Con 193 muertos sobre sus espaldas, con las consecuencias de cinco años de gestión apoyada en círculos familiares y amicales, esquirlas de la Alianza, Ibarra parece hoy condenado políticamente mientras la Capital se “conurbaniza” y vive una intervención maquillada a través de la activa figura de Juan José Alvarez, hombre de la provincia de Buenas Aires y ex intendente de Hurligham.
Con los comicios de octubre a la vista, hoy parece difícil imaginar que el gobierno nacional consiga en el distrito una performance que pase del tercer puesto. Lo que deberá leerse como una derrota, no como un mero traspié: atrapar la ciudad de Buenos Aires fue el primer objetivo extrapatagónico que se propuso el gobierno nacional y, de hecho, lo consiguió en 2003 cuando Ibarra venció en el ballotage a Mauricio Macri.
El hallazgo de 60 kilos de cocaína trasladados desde Ezeiza a Barajas por un avión de una compañía subsidiada y controlada por el Estado desató otra fase crítica.
Nuevamente la consigna fue: despegar de los hechos, lo que no prosperó. No resultaba sencillo porque entre la detección del contrabando y la primera reacción oficial mediaron 150 días, que podrían haber sido más si la noticia no hubiera aparecido en el diario La Nación el 12 de febrero.
A partir de ese momento la cuestión no fue sólo el contrabando, sino explicar el por qué del largo silencio y la extensa inacción oficial. La primera fase del despegue residió en culpar a la Policía Aeronáutica e intervenirla. Como esa medida no lograba tranquilizar a la opinión pública y el sismógrafo de las encuestas seguía enloquecido, el gobierno incrementó la carga: disolvió la Policía Aeronáutica y, como dicen los diarios, “decapitó a la Fuerza Aérea”. Fue una “decapitación” que avergonzaría a un verdugo orgulloso de su oficio: el corte cayó a la altura del pecho y se llevó a 13 brigadieres, la mayoría héroes de Malvinas; la mayoría sin ningún vínculo funcional con el control aeroportuario.
El sábado (27 de febrero), en una revista, Horacio Verbitsky ofreció un maquillaje ideológico para esa carnicería: “ la Fuerza Aérea tiene pendiente una rendición de cuentas (por la década del 70)… y este puede ser el momento”, dijo.
El motivo auténtico fue la necesidad oficial de apuntar el escándalo hacia otro lugar y el argumento oficial (“ocultamiento”) tendía a encontrar una coartada para los cinco meses de silencio e inacción del gobierno. Se trataba de una épica fuga hacia delante.
Sin embargo, ese argumento es uno de esos que justifica el dicho “el pez por la boca muere”. Porque si de ocultamiento se trataba, pronto se sabría que muchos organismos oficiales conocían desde muy temprano del contrabando. A saber: la Embajada argentina en España (que fue anoticiada a mediados de septiembre); INTERPOL argentina, la Policía Federal y el Ministerio del Interior, que lo sabía ya en octubre; la SIDE y la Aduana; la Justicia y probablemente el ministerio del ramo, la Policía Aeronáutica. Es conjeturable que, durante su visita a Madrid, en diciembre, el propio Jefe de Gabinete, Alberto Fernández, y la senadora Cristina Fernández de Kirchner, recibieran algún dato, sea de parte del Embajador Carlos Bettini, sea de alguno de los funcionarios de inteligencia que actúan en España, entre los cuales se cuenta el hermano del Secretario de Derechos Humanos, Eduardo Luis Duhalde.
Y por cierto, lo sabía la conducción de la compañía aérea Southern Winds, a través de la cual no puede haberlo ignorado el Secretario de Transporte, Ricardo Jaime, de quien Juan Maggio, el número uno de SW, dijo: “Es nuestro jefe”.
Así, el argumento del ocultamiento debería aplicarse, para ser consistente, a esa amplia cadena de silencios. Y si el pecado atribuido a la Fuerza Aérea mereció tanto castigo, el gobierno aparecía –aparece- alentando la impunidad al no aplicar idéntica penitencia a responsables instancias gubernamentales que son sus amigos o colaboradores íntimos..
Más delicado aún: en un gobierno tan centrado en la iniciativa, el permiso o el temor al presidente, lo que se instala es la sospecha de que es muy improbable que el Presidente ignorara lo que tantos de sus amigos sabían bien.
Por eso, en relación con el narcogate, ahora el esfuerzo pasa por despegar aunque más no sea al Presidente.
La confesión de Aníbal Fernández de que, aunque su ministerio conocía el caso desde hace sólo le comunicó al Presidente lo que sabía cuando ya corría febrero, debe ser comprendida como un verdadero sacrificio en protección del primer mandatario.
La inopinada solicitud de retiro de monseñor Baseotto al Vaticano y la insistente intención de transformar el episodio en una noticia de primera plana (notoria en la prensa más oficialista, que no escatima esfuerzos por abrir un debate con la Iglesia) tiene un sentido intrínseco y otro utilitario. El gobierno busca tapar el tráfico de cocaína con ruido mediático y genera crisis contenidas en su propia naturaleza.
Debe recordarse que monseñor Baseotto no formuló declaraciones públicas, sino que envió una carta privada al ministro de salud. Era necesario publicitar la misiva para generar el escándalo y de eso se encargaron las usinas oficiales.
El gobierno, igual que con la sangría de la Aeronáutica, no consiguió tapar el narcogate ni acallar las sospechas sobre las responsabilidades oficiales. Pero sumó otro motivo de crisis con la Iglesia Católica, inquieta, como otras confesiones, por la prédica abortista y las políticas antirreligiosas que se despliegan desde ámbitos oficiales.
La derrota de la boleta justicialista en los comicios de Santiago del Estero, anteayer, abre otro flanco crítico al oficialismo. Una vez más, la consigna presidencial fue: despegarse. Una maniobra tan obvia, ya, que aparece en los diarios: “El ministro del Interior –se leía ayer en (casi) todos los matutinos – le solicitó al triunfador, Gerardo Zamora, que no nacionalizara su victoria y no mencionara a Kirchner entre los derrotados”. El gobierno parece de a ratos adherir al solipsismo de George Berkeley: cierro los ojos y el mundo no existe. ¿Cómo no contar al gobierno nacional como derrotado principal después de que decidió intervenir Santiago del Estero, promovió el desprestigio partidario con la acción del Interventor y del secretario nacional de Derechos Humanos, y envió a sus primeras espadas, munidas con chequeras y alimentos para encarar la elección como otra aventura del clientelismo?
Donde seguramente no dejará de registrarse esta derrota del gobierno es en las filas del justicialismo, que ha visto cómo esa combinación atroz de discurso “progre” y prácticas clientelistas determinó la pérdida de una provincia tradicionalmente considerada como propia.
El gobierno se encuentra ahora en una situación en la que su transversalidad es un fracaso y en el justicialismo se incrementan la desconfianza y los cuestionamientos.
Merece un párrafo la situación bonaerense en la que la batalla desatada entre el duhaldismo y el gobernador Felipe Solá encubre el enfrentamiento cada día menos solapado entre Eduardo Duhalde y el Presidente por el control sobre el distrito más numeroso del país.
Con tantos frentes abiertos, el gobierno aspiraba y aspira a recuperar fuerzas vendiendo con tonos de gesta lo que caracteriza “la mejor negociación en la historia del mundo”: la de la deuda pública.
Veamos los datos, que suelen ser más elocuentes que los adjetivos.
A fines de 1999 la deuda pública neta total era de US$ 110 mil millones y equivalía al 39% del PBI. A fines de 2001 la deuda pública total neta era de US$ 134 mil millones y equivalía al 50% del PBI. A fines de 2003, después de la devaluación, pesificación asimétrica y confiscación parcial de los depósitos bancarios, la deuda pública neta total era de US$ 157 mil millones y representaba el 122% del PBI .
De este total, el 80 por ciento —115.000 millones— quedaría regularizada, mientras subsistiría una deuda con el Club de París y varios países a renegociar, así como acreedores por unos 20.000 millones de dólares que no ingresaron al canje y que seguirán apostando a cobrar más, insistiendo con sus reclamos ante los Tribunales del exterior. A eso habrá que agregar lo que resulte de los litigios en curso abiertos ante el CIADI, el tribunal arbitral del Banco Mundial, por empresas privatizadas, al que el oficialismo pretende desconocer.
Así, con 141.000 millones, la Argentina queda con una deuda pública equivalente al 80/85 por ciento del PBI. Luego de haber pagado vencimientos por más de 10.000 millones de dólares, es muy superior al 57 por ciento del PBI que existía en 2001. Y, por cierto, muy superior al 39 por ciento del PBI de fines de 1999, cuando Carlos Menem le entregó el gobierno a Fernando De la Rúa.
Está por verse aún si el mundo reconocerá como concluido el canje sin un compromiso de negociación con los tenedores de bonos que en esta instancia no se incorporaron .
La suma que quedó afuera (unos 20.000 millones de dólares) es, por sí sola, muy próxima al total del default de Rusia, el segundo en monto después del argentino.
Empeñado ante todo en conservar buenas marcas en las encuestas de opinión pero sin una política sustentable y sin otra visión dominante que la confrontación permanente y el peso barato, la crisis no es algo que puede sucederle al gobierno. Es algo que ya está ocurriendo.
Sin embargo, la nueva deuda está más repartida en el tiempo (hasta 2046), colocada en una proporción mayor en pesos y a menores tasas de interés, mientras la que existía al momento del default estaba dolarizada y avanzaba a tasas exorbitantes. Pero con dos "detalles": ahora habrá que pagar, con quita, una deuda que no se estaba pagando y de los 115.000 millones de dólares que están regularizados, entre el 2005 y 2010 hay vencimiento por 70.000 millones de dólares.
Para hacer frente a esa deuda, las necesidades fiscales son muy exigentes. Por ejemplo, este año hay vencimientos entre intereses y deuda de capital por 13.000 millones de dólares (más de 7% del PBI) y otros 12.500 millones en el 2006.
Si los organismos financieros refinancian sus vencimientos, los pagos se reducirían. Pero aún así habría que hacer frente a vencimientos por 8.000 millones de dólares o 4,5% del PBI. Otra parte de los vencimientos —Préstamos Garantizados, Boden, Bogar— está en manos del sistema financiero argentino y de las AFJP, por lo que también podrían ser refinanciados. Está previsto que la mitad de los aportes que reciben anualmente la AFJP —unos 2.000 millones de pesos— se destinen a la compra de deuda pública nueva.
Por eso, tras el canje una cuestión clave será la reapertura de la negociación suspendida con el FMI y la colocación de deuda nueva para ir pagando la que vence. Como es habitual en esas negociaciones, a cambio de refinanciar los vencimientos, el FMI pondría compromisos. Estos podrían ser —según ya lo han insinuado en Washington— un superávit fiscal alto, el cierre de la renegociación de los contratos con las privatizadas, la sanción de la ley de coparticipación federal, el rediseño de los bancos públicos y otras medidas llamadas de "reforma estructural".
El Gobierno podría sortear esas exigencias limitando el acuerdo a corto plazo -un año— que le permita refinanciar los vencimientos a cambio de metas fiscales y monetarias (superávit fiscal, emisión, inflación), sin compromisos "cualitativos" como los de las privatizadas o a la reforma del sistema financiero.
Otro factor clave es qué va a pasar con el dólar. Si el peso se aprecia, como todos descuentan, con el mismo superávit fiscal el Gobierno podrá comprar más dólares para pagar los vencimientos. Y además, con relación al PBI, la deuda se irá achicando por el doble efecto de los pagos y la revalorización del peso. Pero la apreciación del peso potencia en dólares la deuda en moneda nacional. Aunque en mayor medida impacta el ajuste del CER si la inflación sigue subiendo y el dólar queda aplanado.
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Jorge Raventos , 04/04/2005 |
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