ARGENTINA: UN CICLO POLÍTICAMENTE AGOTADO.

 


Texto completo de las exposiciones realizadas por Jorge Castro y Pascual Albanese en la reunión del centro de reflexión para la acción política Segundo Centenario realizada el pasado martes 6 de septiembre en la Universidad de Ciencias Empresariales y Sociales (UCES).
PASCUAL ALBANESE

Esta parte de la exposición tal vez habría que subtitularla “De lo general a lo particular”. Dentro del marco general que acaba de describir nuestro amigo Castro, cuál es la situación específica de Argentina ?. Habría que decir, a riesgo de incurrir tal vez en una obviedad, que desde el colapso del gobierno de la Alianza, la crisis de diciembre del 2001, la Argentina atraviesa una situación verdaderamente inédita. El dato central de esa situación inédita es la ambivalencia que está reflejada por un peronismo convertido, por un lado, en partido dominante, al ocupar virtualmente la totalidad del espacio de la decisión política del país, pero que a la vez es incapaz, por su crisis de conducción y por sus contradicciones internas, de transformar dicho predominio en una auténtica hegemonía, vale decir en la capacidad política para determinar un rumbo estratégico acompañado por el consenso de los distintos sectores de la sociedad.

En algún sentido, este panorama, que ya se remonta, reiteramos, a enero del 2002, o sea desde hace ya más de tres años y medio, presenta cierto paralelismo, aunque las comparaciones en estos casos siempre son peligrosas, con la situación del peronismo y de la Argentina después de la desaparición física del general Perón, desde el 1ª de julio de 1974 y hasta el golpe militar del 24 de marzo de 1976. Porque con Perón el peronismo pudo ser, al mismo tiempo, partido dominante y partido hegemónico, a partir de una estrategia de unidad nacional. Muerto Perón, el peronismo se convirtió en realidad en un campo de batalla, incapaz de imprimir una dirección política en la Argentina. Todas las contradicciones de la Argentina se jugaban y se dirimían dentro del Movimiento Nacional Justicialista. La dicotomía entre “Patria Peronista” y “Patria Socialista” reflejaba con patente claridad este fenómeno. En las actuales circunstancias de la Argentina, podemos decir que efectivamente también hay un ciclo políticamente agotado, una suerte de tierra de nadie sin que lo nuevo haya aparecido todavía con claridad.

Porque una importante particularidad del caso específico de la Argentina es que el nuestro fue históricamente un país bipartidista. Durante la primera mitad del siglo XX, ese bipartidismo fue conservadores y radicales. A partir de 1945, ese bipartidismo fue peronismo y radicalismo, más allá de las periódicas intervenciones militares. Pero ese esquema de bipartidismo radicales y conservadores hasta el 45, peronistas-radicales después del 45 estalla en diciembre del 2001 cuando el colapso del gobierno de la Alianza virtualmente barre al radicalismo como un actor relevante del sistema político argentino. Desde ese momento, la caída de la Alianza genera una monumental frustración colectiva que dejó sin representación política al conjunto de la clase media de los grandes centros urbanos que en la Argentina forman de manera casi exclusiva y excluyente lo que suele llamarse la opinión pública.

La consecuencia entonces del colapso de la Alianza, y su impacto sobre una clase media urbana que perdió todo canal de representación política ya empezó a insinuarse en las elecciones legislativas de octubre del 2001 en el denominado “voto bronca”, pero derivó, a partir de diciembre de ese año, en un estallido de furia, llamémosle entre comillas “antipolítica”, manifestado en la consigna de “que se vayan todos”, y luego también en un estado de descreimiento generalizado en un sistema político que había perdido su naturaleza bipartidista, ya que, ante la implosión del radicalismo, había quedado de hecho monopolizado por el peronismo. O, dicho de otra manera, se había generado “de facto” un sistema político en que esa clase media urbana se consideraba, más que excluida, lisa y llanamente expulsada.

Dentro de este contexto es que se desarrollaron las elecciones presidenciales del 27 de abril del 2003, que tuvieron la característica singular de que el peronismo presentara tres fórmulas presidenciales, dos de las cuales obtuvieron el primer y segundo lugar en las urnas, situación provocada en función de la estrategia del entonces presidente Eduardo Duhalde de evitar, suspendiendo las elecciones internas del Partido Justicialista, lo que se entendía como casi segura victoria en esa oportunidad de Carlos Menem. En esa elección del 27 de abril del 2003, las tres fórmulas del justicialismo obtuvieron un poco más del 62% de los votos. Las fórmulas no peronistas obtuvieron en su conjunto el 38% de los votos. Hubo dos de ellas, encabezadas por Ricardo López Murphy y por Elisa Carrió, dos importantes figuras emigradas del radicalismo, que en conjunto alcanzaron el 32% de los votos.

Visto retrospectivamente, el motivo principal por el que Menem, virtual triunfador en esa primera vuelta, que era a la vez una elección abierta interna del justicialismo, resignó su postulación, fue la intención de evitar de que esa clase media de los grandes centros urbanos, mayoritariamente antiperonista, quedara erigida en los hechos como el árbitro de la contienda interna del justicialismo, hipótesis que, de concretarse, hubiera sellado su suerte en esa segunda vuelta electoral. El resultado de esa retirada fue el encumbramiento del gobierno de Kirchner con un porcentaje muy escuálido de votos y una debilidad de origen que no hace falta en este caso recalcar, con el agravante en este caso de que esa debilidad de origen se veía de alguna forma incentivada por el hecho de que, de ese 22,5% de los votos, la mayoría tampoco era propia, sino prestada, y correspondía al aparato justicialista de la provincia de Buenos Aires que encabezaba Eduardo Duhalde.

De ahí que el gobierno de Kirchner, que en realidad fue en principio la expresión de una corriente minoritaria del peronismo, que reivindica su origen en la década del 70, ese gobierno que nacía de alguna forma perseguido por el estigma de ilegitimidad, desarrollaría una estrategia de acumulación de poder fundada, precisamente, en cosechar el respaldo de esa opinión pública formada por esas clases medias de esos grandes centros urbanos, una franja que combina su tradicional recelo frente al peronismo con esa furia antipolítica originada en el fracaso del gobierno de la Alianza.

En esa búsqueda constante del apoyo de esa opinión pública, esa clase media de los grandes centros urbanos, Kirchner utilizó una retórica de confrontación permanente, signada por ataques permanentes contra las Fuerzas Armadas, contra sectores empresarios, contra dignatarios de la Iglesia Católica y también contra vastos sectores del peronismo, empezando naturalmente por el propio Menem, y - a fin de consolidar la construcción de esa base de poder propia - avanzó asimismo en una política de alianzas hacia sectores de centro izquierda y de izquierda, en particular en el caso de la izquierda con unos grupos “piqueteros”, de los cuales Luis D Elía pasó a ser de alguna forma, no en el más importante, pero tal vez sí en el ejemplo paradigmático.

Habría que decir sobre este punto que el episodio de la cesión del edificio de la Escuela de Suboficiales de Campo de Mayo para que la Federación de Tierra y Viviendas, que encabeza D Elía, realizara un plenario de sus activistas constituyó en los hechos algo bastante semejante a aquel famoso “Operativo Borrego” de mediados de 1973, durante la efímera presidencia de Héctor Cámpora, cuando los cuadros de la denominada “Tendencia Revolucionaria”, la organización de superficie de “Montoneros” a la que Perón expulsara después de la Plaza de Mayo, y la conducción del Ejército Argentino (conducción que poco tiempo después fue relevada por Perón) realizaran actividades conjuntas, no en Campo de Mayo sino en los campos inundados del interior de la provincia de Buenos Aires.

Durante toda esta primera etapa del gobierno de Kirchner que culmina ahora, esa búsqueda constante de respaldo de la opinión pública contó, además, con el auxilio inapreciable de esta fuerte recuperación económica experimentada por la Argentina al calor de la estabilidad y crecimiento económico mundial que tan sintéticamente y tan bien nos acaba de describir nuestro amigo Castro. Esta coyuntura internacional sumamente favorable obviamente sirvió para consolidar ese poder y para generar también una cierta imagen de ausencia de oposición política en la Argentina, más allá de que esta imagen pueda ser más o menos acertada. Importa señalar, por ejemplo, que el gobierno de De la Rúa no cayó como consecuencia de la acción de la oposición, sino por la implosión de su propia base de sustentación política,. O sea de la Alianza, y por el violento estallido de la opinión pública, que modificó esencialmente el panorama político.

De allí que la ruptura entre Kirchner y Duhalde adquiera una vital trascendencia. La cuestión no reside para nada en las intenciones de los protagonistas, sino en las consecuencias de sus actos. Lo verdaderamente importante es que ha quedado fracturada la coalición gobernante en la Argentina. En ese sentido, esta ruptura tiene una enorme significación política, equivalente a la que tuvo en octubre del 2000 la renuncia de Carlos Alvarez a la vicepresidencia de la República. Porque entonces, como ahora, saltó por los aires la coalición que gobernaba la Argentina. Conviene en este punto también subrayar que en la Argentina la regla política básica es que la decadencia y la caída de los gobiernos no es fruto de la acción de la oposición, sino de la articulación de las coaliciones de poder gobernantes. No solamente ocurrió así con el gobierno de la Alianza. Incluso cabe afirmar que la derrota electoral del peronismo en octubre del 99 tampoco fue consecuencia del surgimiento de la Alianza como alternativa opositora, sino el resultado de los conflictos desatados en torno a la sucesión presidencial entre Menem, Duhalde y el ex ministro de Economía Domingo Cavallo. Más atrás en el tiempo, inclusive, cabe recordar que fue en realidad la derrota de la guerra de Malvinas el verdadero detonante del colapso del régimen militar instaurado en 1976.

En este caso específico, no importa aquí demasiado entrar en los detalles sobre lo que Kirchner o Duhalde quisieron, sino más bien analizar lo que Kirchner y Duhalde hicieron y produjeron a partir de lo que hicieron. Lo más importante que hasta ahora se ha producido como definición política en esta tal vez desteñida campaña electoral que está viviendo la Argentina fue la afirmación de la señora Hilda González de Duhalde en el sentido de que el peronismo habrá de elegir, entre comillas, “otro presidente” en el 2007. Porque esta alternativa descarta tajantemente el apoyo del “duhaldismo” a la reelección de Kirchner y abre, otra vez, una danza de precandidaturas. En ese sentido, éste es un comentario lateral, la participación del Ministro de Economía Roberto Lavagna, junto al cardenal primado Jorge Bergoglio, en el acto de presentación en Buenos Aires de un libro de Guzmán Carriquiry, un laico católico uruguayo que ocupa un lugar de privilegio en la estructura del Vaticano, que tendrá lugar mañana en el Auditorio del Banco Río, constituye toda una señal política, más allá de las opiniones sobre el contenido de esa señal.

Lo cierto es que se ha vuelto a abrir la lucha interna dentro del peronismo. De un lado está Kirchner, con una estrategia de alianzas que reconoce dos vertientes fundamentales. La primera de esas vertientes es un heterogéneo conglomerado de sectores del denominado “progresismo” y de expresiones de la izquierda. La segunda vertiente consiste en un conjunto de adhesiones de adentro del peronismo, recogidas no tanto en función del compromiso con una identidad y un proyecto político como a partir del uso discrecional del aparato del Estado. Del otro lado, no está solamente el “duhaldismo”, sino la mayoría del peronismo, lo que podríamos caracterizar de alguna manera como su “corriente central”, sumida actualmente en un estado de aguda horizontalización de poder, sin un liderazgo claro ni una candidatura presidencial definida para el 2007.

El resultado previsible de esta situación es que, casi con independencia de los resultados electorales de octubre próximo, la puja por la sucesión presidencial del 2007 no va a librarse, como piensan por ejemplo Ricardo López Murphy y otros, entre un peronismo unificado, liderado por Kirchner, y una gran coalición opositora de centro-derecha. La disputa central será, en realidad, previa a esa definición electoral y volverá a darse nuevamente dentro mismo del peronismo, entre dos sectores que habrán de tejer sendas redes de alianzas políticas hacia fuera del justicialismo, una de ellas volcada hacia la izquierda y la otra hacia el centro-derecha.

En el corto plazo, el gobierno ha planteado las elecciones legislativas de octubre del 2005 como un plebiscito orientado a avalar su gestión y remediar su debilidad de origen. El centro de este plebiscito está en la provincia de Buenos Aires. La incógnita básica a develar no es tanto el resultado general de la elección, sino la identificación de adónde va a parar el voto peronista de la provincia de Buenos Aires. En este caso específico, entonces, no sólo importa determinar el ganador de la elección, casi seguramente la senadora Cristina Fernández de Kirchner, con independencia del porcentaje de voto, sino la diferencia de votos que exista entre la candidata oficial y la señora de Duhalde y, muy especialmente, el veredicto de las urnas en los denominados segundo y tercer cordón del Gran Buenos Aires, que es la zona que alberga a la base social tradicional del peronismo y constituye el núcleo duro de su base electoral.

En definitiva, en coincidencia con estos comicios legislativos está aquí en juego una elección interna abierta en la provincia de Buenos Aires dentro de la fuerza política que, no necesariamente por sus virtudes intrínsecas sino por ausencia de cualquier otra alternativa viable, constituye hoy el eje del sistema de poder en la Argentina. Simultáneamente las encuestas anticipan una casi segura derrota del oficialismo en la ciudad de Buenos Aires, que es el segundo distrito electoral de la Argentina y, lo que es aún más significativo que eso, el centro neurálgico de esa opinión pública de la clase media de los grandes centros urbanos que constituye hasta ahora, paradójicamente, la apoyatura principal del gobierno de Kirchner. Dentro de este escenario electoral, corresponde computar también una previsible derrota de la estructura oficial del Partido Justicialista en Santa Fe que es el tercer distrito electoral del país, probables cuatro victorias del radicalismo en Mendoza, en Chaco, en Catamarca y en Río Negro y muy posibles triunfos de Carlos Menem en La Rioja, de Adolfo Rodríguez Saa en San Luis y de Jorge Sobisch en Neuquén.

Resulta entonces fácil de prever que, con la defección previsible de los legisladores del “duhaldismo”, el oficialismo perderá en diciembre su mayoría parlamentaria automática en la Cámara de Diputados de la Nación. Esto implica que, fracasada la estrategia del plebiscito, a fin de este año no habrá prórroga de la ley de emergencia económica ni renovación de los denominados superpoderes. En términos prácticos, Kirchner perderá poder institucional y su sobrevivencia política quedará sujeta a la lógica de la negociación, un recurso que constituye precisamente la antítesis de esa estrategia de confrontación sobre la que construyó su imagen pública y su identidad política.

En este escenario, también hay que incluir la alternativa de una probable crisis de gobernabilidad en la provincia de Buenos Aires, como producto del enfrentamiento interno del peronismo bonaerense, y una segura crisis de gobernabilidad en la Capital Federal, en virtud de la combinación entre el resultado electoral del distrito, negativo para el oficialismo, y la evolución judicial de la causa contra Aníbal Ibarra por la tragedia de Cromagnon. Dos aliados políticos muy importantes de Kirchner, como son Felipe Solá e Ibarra, tendrán que afrontar antes de fin de año, después de las elecciones, sendas pruebas de fuego. Todo este panorama estará desplegado dentro de un marco regional que, como señalaba Castro, marca, con la agudización de la crisis política brasileña, una cierta oleada de ingobernabilidad que recorre América del Sur.

En el corto plazo, antes y después de las elecciones de octubre, la fragilidad electoral de carácter estructural de la Argentina, que alienta a la tendencia a la acción directa por parte de la totalidad de los actores sociales, se reflejará muy probablemente en tres escenarios principales, los movimientos piqueteros, los conflictos sindicales y la cuestión militar. Los movimientos piqueteros habrán de intensificar su capacidad de movilización. Más allá de cualquier especulación política, hay que decir que, en términos de poder adquisitivo, en virtud del aumento de los precios de la canasta básica de alimentos, que es sensiblemente superior al incremento del índice general del costo de vida, el subsidio de $ 150 del plan jefas-jefes de hogar, concedido en enero del 2002, equivale hoy a la mitad. Por otra parte, y siguiendo en el terreno de la acción política, hay que decir que el aliento oficial a determinados grupos piqueteros oficialistas no hace otra cosa que incentivar la ofensiva política de los denominados entre comillas “piqueteros duros”.

Los conflictos sindicales se multiplican principalmente por los reclamos salariales. La razón es simple y la acaba de señalar Castro: la economía argentina tiene ahora niveles de producción semejantes a los de 1998. Sin embargo, los niveles salariales son muy inferiores a los de 1998. Esto implica que la desigualdad en la distribución del ingreso ha crecido sensiblemente en los últimos años y, muy particularmente, a partir de la devaluación monetaria de enero del 2002 La consecuencia inevitable es que los trabajadores argentinos, a través de sus organizaciones sindicales o a veces al margen de ellas, empiezan a reclamar, paradójicamente habría que agregar, el regreso a los niveles salariales de la década del 90. Esto es precisamente lo que está en juego en la multiplicidad de conflictos sindicales que apreciamos hoy, que van desde el sector privado, en el caso como el de los petroleros o la pesca en Mar del Plata, al sector público, desde el Hospital Garraham hasta los judiciales en la provincia de Buenos Aires o en la ciudad de Buenos Aires, o hasta lo sucedido con Marta Argerich anoche en el Teatro Colón.

El tercer elemento que es la cuestión militar está exacerbada por la estrategia de confrontación política que desarrolla el gobierno, incentivada inclusive por su utilización posible como argumento propagandístico de carácter electoral. Se expresa en la información periodística sobre el reacondicionamiento de ciertas cárceles de la Argentina, para poder depositar allí a oficiales que serían detenidos en función de los juicios por violación a los derechos humanos durante el régimen militar, pero tiene también un correlato que se puede considerar, en este sentido, inédito: el martes de la semana pasada, hace siete días, solamente lo publicó un diario de la ciudad de Buenos Aires, hubo una movilización de mujeres de militares con cacerolas frente a la sede del Tercer Cuerpo del Ejército, en Córdoba, para reclamar en ese caso por aumentos salariales. Anoche hubo un acto significativo en el Círculo Militar, en el cual se conmemoró la muerte del subteniente Berdina en Tucumán, en un combate contra el ERP. Hace pocos, días la Academia Nacional de Derecho, que es una muy vieja entidad tradicional del foro argentino, emitió una muy extraña, por lo poco frecuente, declaración pública, en la cual objeta nada menos que la constitucionalidad de los fallos de la Corte Suprema de Justicia que establecieron la inconstitucionalidad de las denominadas “leyes del perdón”, tanto la Ley de Obediencia Debida como del Punto Final. Esto es: la Academia Nacional de Derecho objetó la constitucionalidad de los fallos de la justicia argentina que son los que determinan precisamente los juicios por los cuales este gobierno acaba de ordenar un reacondicionamiento de cárceles para eventualmente depositar allí a los militares que resulten detenidos, en particular antes de las elecciones del mes de octubre.

Estos tres elementos combinados, entonces, movimientos piqueteros, conflictividad sindical y cuestión militar, están ya arriba de la mesa. Se están por cumplir, el próximo 17 de octubre, 60 años de vida del peronismo. En 1945, Perón lo dijo en reiteradas oportunidades, había en la Argentina una revolución pendiente. La discusión en ese entonces era cuál iba a ser el signo de esa revolución. Si iba a ser un signo internacionalista y clasista o si iba a ser un signo nacional. Y ésa fue la definición a partir de la cual nació, creció y se desarrolló el Movimiento Nacional Justicialista. Con las enormes diferencias que marca la historia y el paso de los años, en función de este análisis que antes desplegaba nuestro amigo Castro sobre la situación revolucionaria que se empieza a suscitar en América del Sur, cabría decir también que en la Argentina de hoy hay, por el agotamiento de un ciclo histórico y político, una revolución pendiente y que, como en 1945, esa revolución pendiente tiene dos signos posibles. Uno de esos signos está claramente expresado en el modelo que expresa el coronel Hugo Chávez en Venezuela. Es claramente un modelo de estatismo económico, un modelo anti globalización y un modelo que, en términos prácticos, combina la administración política de la pobreza como forma de política social, de manera de establecer un mecanismo de centralización del poder tanto político como económico. La consecuencia final de todo eso, más allá de cualquier evaluación ideológica, es a largo plazo menor prosperidad, más miseria, mayor desigualdad social. En el modelo de Chávez, por así decirlo, que de alguna forma se refleja en la estrategia del gobierno actual, el propósito es hacer con el peronismo lo mismo que sucedió con el radicalismo en diciembre del 2001, es decir, eliminarlo como actor político relevante de la política argentina y, a partir del vacío generado por esa desaparición del peronismo como actor político unificado, desplegar precisamente esa estrategia llamémosle “chapista”. El otro signo posible, que realmente rescata el sentido profundo y originario del peronismo, está planteado en aquella frase de Perón sobre que “sólo la organización vence al tiempo”. Porque lo que está en juego en este momento en la política argentina es una estrategia desarrollada desde poder que tiende a generar una mayor disolución institucional en un país de instituciones de por sí débiles, de instituciones frágiles, de instituciones desprestigiadas, y en el cual, en función de la situación política imperante, es probable que la primera institución política a reconstruir sea precisamente el propio Movimiento Nacional Justicialista como garantía de gobernabilidad posible para la Argentina. Por eso es que también adquiere importancia y gravedad la decisión judicial conocida el día de hoy de la jueza María Servini de Cubría de intervención del Partido Justicialista a nivel nacional.

En este esquema, en el cual confrontan, vamos a decirlo sintéticamente y para abreviar, el modelo “chavista”, por un lado, y una revolución posible encarada en función de la historia y el sentido fundacional del peronismo, habría que decir que de un lado está la estrategia de confrontación y del otro lado está la estrategia de unidad de los argentinos. Porque lo contrario de un jacobinismo de un signo ideológico determinado no es un jacobinismo de un signo ideológico opuesto, sino una estrategia de unidad fundada en un proyecto de nación volcado al futuro. El 23 de octubre próximo es un hito, es un hito importante, pero es sólo un hito. La historia después continúa.
Jorge Castro y Pascual Albanese , 03/10/2005

 

 

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