|
Las elecciones norteamericanas y nosotros. |
Al cierre de esta edición, continuaba desarrollándose el escrutinio del referendo venezolano, por lo que ese tema será analizado en la siguiente entrega. Hoy transcribimos un extracto periodístico de la conferencia de Andrés Cisneros en la UCES (Universidad de Ciencias Empresariales y Sociales) el pasado 11 de agosto, cuyo texto completo puede encontrarse aquí . |
Cada cuatro años nos ilusionamos con que un cambio en la presidencia norteamericana supondrá beneficios para nosotros. Nunca sucede así, y no sucederá tampoco ahora.
Nada indica en estas elecciones la cercanía de un cambio significativo respecto de América Latina.
A lo largo de sus 228 años de existencia, EE.UU. produjo al menos siete propuestas de política exterior para América Latina: La doctrina Monroe;: el panamericanismo; el “New Deal” con la política del “buen vecino;” la Alianza para el Progreso, que murió junto con Kennedy; la doctrina de la seguridad nacional de la Guerra Fría; el Consenso de Washington. Finalmente el momento actual dominado por el ALCA.
Ninguna de estas siete propuestas históricas tuvo la entidad de un proyecto verdaderamente asociativo: apenas el estatuto de un hegemón sobre su zona de influencia.
La naturaleza de estas relaciones se encuentra muy bien explicada en el texto de un libro clásico de Joseph Tulchin, cuyo título expresa admirablemente la situación: “Argentina y EE.UU.- Historia de una desconfianza.”
Hubo un tiempo en que Argentina pudo considerarse en condiciones de competir con EE.UU., al menos por el liderazgo regional. Nos fue muy mal y después de un siglo de malas relaciones el ánimo recíproco no es de los mejores. Por su parte, EE.UU. se cobró puntualmente los desafíos de la Argentina en esos cien años. El punto de inflexión más citado es la inmediata posguerra del 45, en que Washington tomó a la Argentina como ejemplo para dar un escarmiento e impidió y boicoteó nuestras posibilidades de cobrar las enormes acreencia de la Guerra de manera tal que pudiéramos aplicarlas al desarrollo como potencia industrial de América del Sur, a diferencia de Brasil, que recibió un enorme apoyo en esa dirección.
Este es un resumen de aspecto Subjetivo, de nuestra mala relación con EE.UU.
El aspecto Objetivo de nuestra relación con los EE.UU. pasa porque no estamos en condiciones de aportarles nada que necesiten imperiosamente ni privarlos de nada que les resulte indispensable. No podemos aportarles ningún beneficio significativo ni es grande ningún daño que podríamos causarles.
Desde el punto de vista Objetivo, después de la Segunda Guerra Mundial –en la que permanecimos neutrales- hicimos lo mismo en la Tercera Guerra Mundial, la Guerra Fría: nos metimos en No Alineados, único país de América, excepto Cuba, claro está.
En contra de las advertencias norteamericanas, invadimos Malvinas, entrando en guerra con un país de la NATO, aliado histórico de los EE.UU. Poco tiempo antes casi vamos a la guerra con Chile, después de desconocer arbitrajes internacionales.
Desde entonces hasta ahora pasamos por toda la gama: gobiernos que guardaban distancia de los EE.UU., gobiernos de muy buena relación con EE.UU. y gobiernos bastante hostiles a los EE.UU.
No existe una opción más dañosa, un camino más seguro a la pérdida de la autonomía y la dominación por el extranjero que el rechazo de la inserción en el mundo. Si nuestro camino pasa por Alan García, Chávez y Castro y no por, Brasilia, Montevideo, Santiago y también Washington , nuestro destino de marginalidad será irreversible.
En la década de los noventa, ambas partes, a punto de cumplir cien años exactos de malas relaciones, establecimos un espacio de lucidez mutuamente beneficiosa.
En esos diez años llevamos el promedio de crecimiento del Producto Bruto a niveles constantes nunca antes alcanzados en el siglo veinte. Crecieron nuestras exportaciones, nuestras importaciones y nuestra adquisición de tecnología. Disminuyeron sensiblemente los índices de pobreza y los salarios promedio triplicaban a los de hoy, con mucho mayor poder adquisitivo. Éramos receptores, no expulsores de gente que buscaba trabajo.
Dimos un salto cualitativo enorme en el proceso de integración y pasamos de tratar a nuestros vecinos como hipótesis de conflicto a hipótesis de cooperación.
Concertamos una alianza estratégica con Brasil, introdujimos la cláusula democrática en el Mercosur y solucionamos con Chile absolutamente todos los conflictos limítrofes pendientes. Con todos lo vecinos, convertimos a América del Sur en el territorio más grande y más poblado del planeta libre de armas nucleares, químicas y bacteriológicas. También juntos redujimos nuestros presupuestos militares al índice más bajo de todo el mundo como porcentaje del PBI. E hicimos punta en la participación de Cascos Azules con las Naciones Unidas, espacio de liderazgo entonces bien ganado que hoy, por supuesto, ha pasado a manos de Brasil.
La permanencia aún hoy de la Argentina como Aliado Extra-Nato de los EE.UU. y el reiterado apoyo de Washington en las negociaciones con el Fondo Monetario constituyen evidencias de que aún contamos con capital remanente de esos años de buena relación.
A cuatro años de abandonar esa política exterior, el interrogante de cómo construir poder usando el relacionamiento internacional como punto de apoyo, sigue siendo un reclamo sin respuesta por parte de la clase política argentina.
En 1994, cuando se lanzó la Cumbre de las Américas, el contenido no era el ALCA solamente. Eran el ALCA y tres cosas más: consolidar la democracia, luchar contra el terrorismo y el narcotráfico y combatir la pobreza con cambios estructurales en nuestro sistema de distribuir la riqueza. Esta última asignatura pendiente constituye la mayor amenaza a nuestra gobernabilidad.
La creencia norteamericana de que ayuda a nuestro desarrollo cada vez que sus empresas hacen buenos negocios en América latina puede ser correcta pero también insuficiente: la opinión pública, por lo menos la argentina, tomará a cada uno de esos negocios como una renovada exacción imperial en que el componente extranjero se llevará la parte del león a cambio de unas monedas para nosotros.
La gente sabe perfectamente que la reinstalación exitosa de la democracia y los derechos humanos le debe bastante a la presión internacional, también norteamericana. Pero también sabe, o cree saber, que Washington ejerció esa presión recién después de que, durante más de dos décadas, tolerase –cuando no sostuviese- a gobiernos dictatoriales, a menudo criminales, todos postergadotes de la democracia y perseguidores de los movimientos populares, mientras acompañasen a EE.UU. en su paradigma de entonces de la lucha contra la amenaza comunista. Antes, no.
Algo semejante ocurre con el ALCA. Después de que el mundo nos ayudó a recuperar nuestra Democracia, la gente cree que con eso no basta. Que, como ya nos pasó a nosotros, desgraciadamente no es verdad que “Con la democracia se vota, se come y se cura…”. Es muy bueno tenerla, y gracias por la ayuda, pero ya que estamos en campaña proselitista norteamericana, para América latina, y especialmente para Argentina, podemos decir que, hoy por hoy, “es la economía, estúpido.”
Hoy, la tarea principal de nuestros gobernantes en materia de política exterior consiste en convencer a los EE.UU. de que no existe mejor ataque preventivo que el de privar al terrorismo mundial de sociedades insatisfechas que les sirvan de santuarios a favor del creciente sentimiento antinorteamericano.
EE.UU. puede hacer muchas cosas solo. Pero no puede hacer todas las cosas solo. Allí podemos conectar nuestros recíprocos intereses. El acompañamiento de Argentina en Irak no sería significativo. En Haití o en Cuba, sí. Así se construye una política exterior.
Tomemos el caso cubano. Lula votó en abstención y ambos, Washington y Brasilia dieron vuelta la hoja y pasaron a discutir otros temas pendientes. Procedieron como lo que son, aliados maduros que tienen diferencias aceptables.
Nosotros votamos igual. Pero, además, nuestro Canciller viajó a Cuba, afirmó que “no le constaban las violaciones de los derechos humanos” en la isla, no se entrevistó con la oposición a Castro y declaró que, a más de un año en el cargo, el Secretario de Estado norteamericano nunca lo había invitado a Washington a discutir la agenda. Y que él (el doctor Bielsa), no piensa mover un dedo para que ello ocurra y que, después de todo, “es una suerte, porque nosotros a ellos les importamos muy poco.”
Apenas semanas después, desde China, declaró que “lo tenía harto” el Subsecretario de estado para América Latina de los EE.UU. No hemos encontrado declaraciones comparables de los cancilleres de Uruguay o Chile –que, ellos sí, se han reunido varias veces con Colin Powell- y no resulta fácil imaginar para qué sirve semejante sobreactuación, y si suponemos que conductas así terminan saliendo gratis. Crece la certeza de que Lula está haciendo las cosas bastante mejor.
Para quienes todavía no lo sepan, la sección que en el Departamento de Estado se ocupa del Cono Sur, no se llama “Cono Sur”…se llama “Brasil y Cono Sur.”
¿Cuál sería la posible política estructural, la alianza permanente que nos permitiera acompañar a EE.UU. sin pérdida de la dignidad y, al mismo tiempo, facilitando nuestro desarrollo?
Por ejemplo, comprometerse a luchar de verdad, efectivamente, contra el terrorismo trasnacional ¿Supondría una sumisión al imperio y un daño a la soberanía argentina?
Y luchar a fondo contra el narcotráfico, ¿Resultaría también un alineamiento vergonzoso? ¿Perderíamos dignidad nacional por eso?
Ordenar nuestras cuentas, gastar menos de lo que producimos y distribuir mejor la riqueza entre los propios argentinos, ¿Constituirían también concesiones inaceptables de vasallaje imperial?
Porque sucede que ése es el trípode de nuestra única alianza posible con EE.UU.: ayudarlo a combatir a sus enemigos esenciales –el terrorismo y las drogas- y por ese camino facilitar nuestro propio desarrollo nacional.
Si conseguimos eso, ya no estaremos, como el purrete lumpen de Horacio Ferrer, la ñata contra el vidrio, tratando de adivinar lo que pasa adentro, en un mundo del cual dependemos para casi todo y en el que hoy no podemos influir en casi nada.
|
Andrés Cisneros , 16/08/2004 |
|
|