Las elecciones norteamericanas y nosotros.

 


Texto completo de la contribución de Andrés Cisneros el pasado 13 de agosto en el Seminario sobre: “Las Elecciones den EE.UU. y sus consecuencias para la Argentina y la Región,” desarrollado en Buenos Aires, en la sede de la UCES (Universidad de Ciencias Empresariales y Sociales)
Cada cuatro años un montón de argentinos inquietos por el futuro de nuestro país, nos juntamos y hacemos lo mismo: especular concienzudamente sobre las inminentes elecciones norteamericanas y, por sobre todo, si el hecho de que gane uno u otro candidato va a significar alguna diferencia para nuestro destino.

La experiencia indica que se trata de un ejercicio inútil. En el mejor de los casos, de un ejercicio por lo menos insuficiente: promesas de campaña y después no cambia mucho.

Todos los candidatos, de los dos partidos aseguran invariablemente lo mismo: que si los eligen se ocuparán de América latina mucho más que antes y pasarán a tratarnos como socios estratégicos de un destino venturoso.

Aclaremos que no es que los políticos norteamericanos mientan más que los de cualquier otra parte. Seguramente agradecen el voto de los latinos. Pero de los latinos que viven, y sobre todo que votan allí, no de nosotros. Y es bastante lógico que así sea. Es el círculo de intereses entre votante-y-votado, en el que nosotros no entramos para nada.

Si gana Kerry seguramente habrá cambios propios de los matices personales y, dado que la tendencia de Bush al unilateralismo ha sido muy marcada, alguna corrección a ese respecto. Pero nada indica un cambio significativo respecto de América Latina.

Es un lugar común decir que los EE.UU. no tienen una política completa, estructurada para América Latina.

Repasemos un poco la Historia.

A lo largo de sus 228 años de existencia, EE.UU. produjo al menos siete propuestas de política exterior para América Latina.

Veamos rápidamente una por una:

1. La doctrina Monroe: funcionó como el estatuto anti-europeo de una potencia americana que fijaba un control territorial justificado en la doctrina de su propia seguridad nacional;

2. El panamericanismo: a esa consolidación estratégica le siguió la expansión económica y comercial en el continente;

3. Los tiempos del “New Deal” con la política del “buen vecino,” con su sistema de premios y castigos según la conducta de cada uno en la II Guerra Mundial;

4. La Alianza para el Progreso, que murió junto con Kennedy;

5. La doctrina de la seguridad nacional de la Guerra Fría, en que Washington privilegió la lucha contra el comunismo antes que la democracia en A. Latina;

6. El Consenso de Washington, en que EE.UU. vuelve a valorar la democracia entre nosotros, y propugna la apertura de los mercados. Los nuestros, especialmente.

7. Finalmente el momento actual dominado por la propuesta del ALCA. Ninguna de estas siete propuestas históricas tuvo la entidad de un proyecto verdaderamente asociativo.

En todos los casos se trató claramente de lo que proyecta un Estado hegemónico sobre una región a la que considera no como su socia sino como su zona de influencia.

En general, la historia nos muestra que ningún hegemón resulta popular en su zona de influencia. El caso de los EE.UU. y nuestra región no aparece como una excepción a esa constante.

¿Y cómo es el sentimiento argentino respecto a los EE.UU.?

La historia de las relaciones entre ambos países se encuentra muy bien explicada en el texto de un libro clásico de Joseph Tulchin, cuyo título expresa admirablemente la situación: “Argentina y EE.UU.- Historia de una desconfianza.”

Contamos con encuestas de Gallup, del CARI y del CSIS que acreditan que en la Argentina se registra el índice de antinorteamericanismo más alto de la región y uno de los más altos y permanentes del mundo. Al mismo tiempo, la mayoría de la gente opina que el país con el que más debemos estrechar relaciones son los EE.UU.

¿Cómo se entienden estos dos datos aparentemente contradictorios? En mi opinión, se entiende que admiramos al país pero no siempre a sus políticas exteriores

En la encuesta más reciente, de Gallup, sobre el tema clave más reciente, que es la invasión a Irak, un tema en que numerosas opiniones públicas del mundo compitieron y compiten todavía en ver cuál es la que más censura a este punto de la política exterior norteamericana, de 38 países de todos los continentes, el rechazo en Argentina es el más alto de todos (89%). Solo Suiza tiene un punto más, pero en el promedio queda delante la Argentina porque aquí hay menos porcentaje de apoyo a Bush que en Suiza.

¿Qué es lo que pasó? ¿Por qué esto es así? Los estudiosos señalan dos grandes causas para este sentimiento.Una Subjetiva y otra objetiva.

La subjetiva arranca con la Doctrina Monroe (“América para los Americanos”) y el rechazo argentino: “América para la Humanidad”.

Hubo un tiempo en que Argentina pudo considerarse en condiciones de competir con EE.UU., al menos por el liderazgo regional. Le fue muy mal en esa competencia y después de un siglo de malas relaciones el ánimo recíproco no es de los mejores.

La tendencia natural a echarles a los demás los fracasos propios tiene un alto desarrollo en la Argentina, y este caso no fue una excepción.

Por su parte, EE.UU. se cobró puntualmente los desafíos de la Argentina en esos cien años.

El punto de inflexión más citado es la inmediata posguerra del 45, en que Washington tomó a la Argentina como ejemplo para dar un escarmiento e impidió y boicoteó por todos los medios a su alcance la posibilidad de que Argentina cobrase las enormes acreencia de la Guerra de manera tal que pudiera aplicarlas a su desarrollo como potencia industrial de América del Sur, a diferencia de Brasil, que recibió un enorme apoyo en esa dirección.

Antes de dar este punto por terminado, permítanme leerle una frase textual:

“El Brasil, desde los primeros días de la revolución que la separó de la madre patria, puso particular empeño en aproximarse políticamente a los EE.UU. de América, adhirió luego a la doctrina Monroe y procuró así concluir, sobre la base de esa doctrina, una Alianza ofensiva y defensiva con la “Gran Nación del Norte, como ya entonces la llamaban los próceres de la Independencia brasileña- para concluir con la reafirmación y ampliación de la amistad que felizmente une a Brasil y los EE.UU., y que es deber de la generación actual cultivar con el mismo empeño y ardor con que la cultivaran nuestros mayores.”

Esto no lo dijeron ni Guido Di Tella ni Carlos Escudé . .Lo dijo José Maria da Silva Paranhos hijo, más conocido como el barón de Rio Branco, el más notable canciller que tuvo Brasil, fallecido en funciones en 1912 y que allí es tenido por el estratega histórico de su reracionamiento con el mundo, por una especie de Alberdi de su política exterior.

Brasil siempre se comportó en consecuencia. Así, en la inmediata posguerra, cuando EE.UU. lanzó el Plan Marshall para apoya a Europa y castigaba a países como Argentina, Brasil –que no había permanecido neutral- percibió dos de cada tres dólares de la ayuda económica norteamericana de posguerra para la región.

Este es un resumen de aspecto Subjetivo, de nuestra mala relación con EE.UU.

El aspecto Objetivo de nuestra relación con los EE.UU. pasa por los siguientes datos:

a) Nuestras economías siempre fueron competitivas, no complementarias;

b) Nuestra ubicación geográfica no supone ninguna amenaza y ninguna ventaja para los EE.UU. y sus intereses en el mundo;

c) No somos, no conseguimos ser, el país líder de la región, o al menos de América del Sur, o aunque más no fuere del Cono Sur, como para que les interese una interlocución con nosotros como representantes de algún agrupamiento regional;

d) Tampoco pueden utilizarnos como país de alternativa en la Región, para contrabalancear al más grande de nosotros, que es Brasil. Si alguna vez lo intentaron, está claro que no lo consiguieron;

e) No estamos tan cerca ni nuestros emigrantes clandestinos alcanzan un índice crítico para sus políticas de población;

f) Afortunadamente no somos ni grandes productores de drogas ni enclaves del terrorismo trasnacional.

En suma, no estamos en condiciones de aportarles nada que necesiten imperiosamente ni privarlos de nada que les resulte indispensable. No podemos aportarles ningún beneficio significativo ni es grande ningún daño que podríamos causarles.

En el lenguaje de hoy en día: con la Argentina no pasa mucho. Lo malo es que no nos pasa nada con la potencia más grande que el mundo haya conocido jamás y respecto de la cual ninguna Cancillería del planeta en su sano juicio supone que puede diseñar su política exterior sin tomarla en cuenta.

En realidad creo que sí hay una Cancillería que está haciendo eso, pero es mejor que cada uno la descubra por su propia cuenta.

En suma, que en términos objetivos, padecemos una asimetría económica y estratégica con los EE.UU., agravada, en lo subjetivo, por cien años de malas relaciones políticas con ese mismo país.

Yo creo que el caso de la relación entre Argentina y EE.UU. sirve muy bien para diferenciar entre lo que el mundo académico llama el “hard power” y el “soft power”. El poder duro, de imposición, y el poder suave, de persuasión.

Ellos tienen los dos poderes, sobre nosotros y sobre todo el mundo. Nosotros, ya lo vimos, no tenemos poder de amenaza ni de imposición, nos queda solo el de persuadir, el de convencer, en este caso a Washington, que, por alguna razón que no está muy claramente a la vista, a los EE.UU. les conviene una Argentina desarrollada y gravitante antes que este país quebrado y marginal en que nos hemos convertido. Y que les conviene tanto a ellos, que debieran hacer un esfuerzo importante para ayudarnos en esa dirección.

Hay que reconocer que semejante proyecto debe despertar algunas dudas, visto desde los EE.UU.

Veamos la Historia reciente.

Desde el punto de vista Objetivo, después de la Segunda Guerra Mundial –en la que permanecimos neutrales- hicimos lo mismo en la Tercera Guerra Mundial, la Guerra Fría: nos metimos en No Alineados, único país de América, excepto Cuba, claro está.

En contra de las advertencias norteamericanas, invadimos Malvinas, entrando en guerra con un país de la NATO, aliado histórico de los EE.UU. Poco tiempo antes casi vamos a la guerra con Chile, después de desconocer arbitrajes internacionales.

Desde entonces hasta ahora pasamos por toda la gama: gobiernos que guardaban distancia de los EE.UU., gobiernos de muy buena relación con EE.UU. y gobiernos bastante hostiles a los EE.UU.

Resultado en la columna Subjetiva: tenemos una de las opiniones públicas más antinorteamericanas del mundo.

Argentina tiene dos problemas: hacia adentro, de gobernabilidad. Hacia fuera, de inserción en el mundo.

Se trata de las dos caras de un mismo problema: no habrá gobernabilidad interna si no nos vinculamos al mundo que se globaliza.

Hay un aire de familia, una vinculación necesaria entre el regreso al diálogo político en lo interno aquí, en la Argentina, y la correcta identificación de nuestros aliados en el mundo.

Hay una relación directa entre la recuperación del manejo eficaz de nuestras variables fiscales y monetarias y el regreso de los flujos internacionales de inversión. Hay, en suma, una oportunidad –no un peligro- entre nuestra inserción en el mundo y nuestro éxito como Estado nacional independiente.

La única manera de generar un proyecto nacional sustentable es pensarnos desde el mundo, pensarnos “en” el mundo. Hoy por hoy, ser nacionalista exige mirar hacia fuera, aumentar nuestra vinculación con el mundo y disminuir nuestro aislamiento.

No existe una opción más dañosa, un camino más seguro a la pérdida de la autonomía y la dominación por el extranjero que el rechazo de la inserción en el mundo. Si nuestro camino pasa por Alan García, Chávez y Castro y no por, Brasilia, Montevideo y Santiago y también Washington , nuestro destino de decadencia será irreversible.

En la década de los noventa, ambas partes, Argentina y EE.UU., a punto de cumplir cien años exactos de malas relaciones, establecimos un espacio de lucidez mutuamente beneficiosa.

En esos diez años llevamos el promedio de crecimiento del Producto Bruto a niveles constantes nunca antes alcanzados en el siglo veinte. Crecieron nuestras exportaciones, nuestras importaciones y nuestra adquisición de tecnología. Disminuyeron sensiblemente los índices de pobreza y los salarios promedio triplicaban a los de hoy, con mucho mayor poder adquisitivo.

Dimos un salto cualitativo enorme en el proceso de integración y pasamos de tratar a nuestros vecinos como hipótesis de conflicto a hipótesis de cooperación. Concertamos una alianza estratégica con Brasil, introdujimos la cláusula democrática en el Mercosur y solucionamos con Chile absolutamente todos los conflictos limítrofes pendientes. Con todos lo vecinos, convertimos a América del Sur en el territorio más grande y más poblado del planeta libre de armas nucleares, químicas y bacteriológicas. También juntos redujimos nuestros presupuestos militares al índice más bajo de todo el mundo como porcentaje del PBI.

E hicimos punta en la participación de Cascos Azules con las Naciones Unidas, espacio de liderazgo entonces bien ganado que hoy, por supuesto, ha pasado a manos de Brasil.

No hicimos todo eso sin errores, sin excesos y, lamentablemente, sin el veneno de la corrupción, desgracia colectiva de la cual toda América latina está tratando de liberarse.

Pero hicimos la prueba, mostramos resultados y el camino quedó abierto para quienes quieran hacer la lectura correcta: ordenarnos en lo interno y buscar en el mundo a las alianzas que más convengan a nuestro desarrollo.

La permanencia aún hoy de la Argentina como Aliado Extra-Nato de los EE.UU. y el reiterado apoyo de Washington en las negociaciones con el Fondo Monetario constituyen evidencias de que aún contamos con capital remanente de esos años de buena relación.

A cuatro años de abandonar esa política exterior, el interrogante de cómo construir poder usando el relacionamiento internacional como punto de apoyo, sigue siendo un reclamo sin respuesta por parte de la clase política argentina.

Se escuchan, si, explicaciones que van como un péndulo, desde el ordenarnos un poco para que regresen las inversiones hasta infinitas apelaciones a la dignidad nacional nunca más mancillada con relaciones genuflexas que nos entregaban de pies y manos a la voracidad imperial, etc, etc…

Pero no se escucha una propuesta integral de cómo insertarnos en el mundo y, a partir de esa inserción, apalancar nuestra economía para crecer y desarrollarnos como estado independiente.

En 1994, cuando se lanzó la Cumbre de las Américas, el contenido no era el ALCA solamente. Eran el ALCA y tres cosas más:

1) luchar contra el narcotráfico y el terrorismo; 2) consolidar las democracias en América Latina; y 3) no menos importante, reducir la pobreza en el marco de las transformaciones estructurales que generarían “ganadores” y “perdedores,” y la situación de estos últimos se debía atender, so pena de afectar la gobernabilidad y la misma democracia si se generaban mayores desigualdades sociales.

De esos cuatro puntos, la democracia ya está instalada, la lucha contra el terrorismo y la droga sigue como tema permanente y todo el tiempo estamos hablando del ALCA. De lo que se habla poco y nada es de la parte que toca al combate de la pobreza, combate que debiera ser algo más que esperar por la teoría del “derrame” allá por las calendas griegas. Y eso constituye nuestro mayor problema interno, la más seria amenaza a nuestra gobernabilidad

La creencia norteamericana de que ayuda a nuestro desarrollo cada vez que sus empresas hacen buenos negocios en América latina puede ser correcta pero también insuficiente: la opinión pública, por lo menos la argentina, tomará a cada uno de esos negocios como una renovada exacción imperial en que el componente extranjero se llevará la parte del león a cambio de unas monedas para nosotros…

Hasta que la gente no perciba que una alianza con los EE.UU. conduce a cambios estructurales que incluyan la manera en que se reparten los beneficios, con razón o sin ella, continuarán profesando un sólido sentimiento antinorteamericano.

La gente sabe perfectamente que la reinstalación exitosa de la democracia y los derechos humanos le debe bastante a la presión internacional, también norteamericana. Pero también sabe, o cree saber, que Washington ejerció esa presión recién después de que, durante más de dos décadas, tolerase –cuando no sostuviese- a gobiernos dictatoriales, a menudo criminales, todos postergadotes de la democracia y perseguidores de los movimientos populares, mientras acompañasen a EE.UU. en su paradigma de entonces de la lucha contra la amenaza comunista. Antes, no.

Algo semejante ocurre con el ALCA. La gente lo percibe como una nueva oportunidad de maximizar negocios dentro de la estructura económica tradicional. No visualiza al ALCA –como no visualiza a EE.UU.- como un aliado o una herramienta para cambiar profundamente a nuestras economías. Puede que no tengan razón, pero ésa es la manera en que se lo ve.

Y exigen a los gobernantes que, así como alguna vez desde Washington nos ayudaron a recuperar nuestra democracia, hoy establezcamos con ellos relaciones en que nos ayuden a concretar un verdadero desarrollo equitativo e independiente.

Después de que el mundo nos ayudó a recuperar nuestra Democracia, la gente cree que con eso no basta. Que, como ya nos pasó a nosotros, desgraciadamente no es verdad que “Con la democracia se vota, se come y se cura…”. Es muy bueno tenerla, y gracias por la ayuda, pero ya que estamos en campaña proselitista norteamericana, para América latina, y especialmente para Argentina, podemos decir que, hoy por hoy, “es la economía, estúpido.”

Pero no es lo mismo requerir a EE.UU. que se comprometa hoy con nuestro desarrollo económico tal como lo hizo en su momento con nuestro desarrollo democrático.

La clave del problema político entre ambos consiste ahora en encontrar la manera de hacerles percibir que el desarrollo económico y el crecimiento de la autonomía de un país como la Argentina son funcionales y no disfuncionales a sus intereses económicos y comerciales, ya que muchos de ellos se verían afectados, como es el caso evidente de los agropecuarios.

Hoy, la tarea principal de nuestros gobernantes en materia de política exterior consiste en convencer a los EE.UU. de que, ahora, el desarrollo económico -como antes la democracia- de un país como la Argentina constituyen factores estratégicos para la seguridad nacional norteamericana, hoy doblemente atacada por el terrorismo y el tráfico de drogas.

La política exterior norteamericana y el entero carácter nacional norteamericano han funcionado siempre en la lógica del amigo/enemigo.

Y Septiembre 11 ha dejado en claro por empezar dos cosas: que el nuevo enemigo es el terrorismo y que se trata de un enemigo que circula, literalmente, por el mundo entero. Un poder sin centro y sin territorio.

Y una tercera cosa: que no existe mejor ataque preventivo que el de privar al terrorismo mundial de sociedades insatisfechas que sirvan de santuarios en base al caldo de cultivo del creciente sentimiento antinorteamericano.

Desde ese punto de vista, el momento en que se da esta elección presidencial en EE.UU. parece sumamente oportuno, porque, gane quien gane, EE.UU. tendrá que sopesar, tendrá que re-pensar si continúa con su marcado unilateralismo de estos cuatro años de Bush.

Y cuando lo hagan, cuando verifiquen que el mundo no puede hacer casi nada sin ellos, pero que EE.UU. tampoco puede hacerlo todo en soledad, allí estará, esperando, el espacio en la agenda internacional en el que pueda anotarse un protagonista del tamaño y las características de la Argentina.

En las cosas que Washington puede arreglárselas solo, podemos acompañarlo. O no acompañarlo. Si no lo hacemos, podemos perder ventajas pero no necesariamente sufrir consecuencias.

En las cosas que EE.UU. no puede hacer solo, en esos casos, podemos construir alianzas puntuales, con aportes seguramente menores pero que serán valoradas. Allí también podemos decir que sí, o que no, pero los costos y beneficios van a ser distintos.

El acompañamiento de Argentina en Irak no sería significativo. En Haití o en Cuba, sí. Así se construye una política exterior.

Tomemos el caso cubano. Lula votó en abstención y ambos, Washington y Brasilia dieron vuelta la hoja y pasaron a discutir otros temas pendientes. Procedieron como lo que son, aliados maduros que tienen diferencias aceptables.

Nosotros votamos igual. Pero, además, nuestro Canciller viajó a Cuba, afirmó que “no le constaban las violaciones de los derechos humanos” en la isla, no se entrevistó con la oposición a Castro y declaró que, a más de un año en el cargo, el Secretario de Estado norteamericano nunca lo había invitado a Washington a discutir la agenda. Y que él (el doctor Bielsa), no piensa mover un dedo para que ello ocurra y que, después de todo, “es una suerte, porque nosotros a ellos les importamos muy poco.”

Apenas semanas después, desde China, declaró que “lo tenía harto” el Subsecretario de estado para América Latina de los EE.UU. No hemos encontrado declaraciones comparables de los cancilleres de Uruguay o Chile –que, ellos sí, se han reunido varias veces con Colin Powell- y no resulta fácil imaginar para qué sirve semejante sobreactuación, y si suponemos que conductas así terminan saliendo gratis.

Sospecho que Lula está haciendo las cosas bastante mejor. Para quienes todavía no lo sepan, la sección que en el Departamento de estado se ocupa del Cono Sur, no se llama “Cono Sur”…se llama “Brasil..y Cono Sur.”

Ya vimos la política del “caso por caso”.

¿Cuál sería la posible política estructural, la alianza permanente que nos permitiera acompañar a EE.UU. sin pérdida de la dignidad y, al mismo tiempo, facilitando nuestro desarrollo?

Por ejemplo, comprometerse a luchar de verdad, efectivamente, contra el terrorismo trasnacional ¿Supondría una sumisión al imperio y un daño a la soberanía argentina? Y luchar a fondo contra el narcotráfico, ¿Resultaría también un alineamiento vergonzoso? ¿Perderíamos dignidad nacional por eso?

Ordenar nuestras cuentas, gastar menos de lo que producimos y distribuir mejor la riqueza entre los propios argentinos, ¿Constituirían también concesiones inaceptables de sojuzgamiento imperial?

Porque sucede que ése es el trípode de nuestra única alianza posible con EE.UU.: ayudarlo a combatir a sus enemigos esenciales –el terrorismo y las drogas- y por ese camino facilitar nuestro propio desarrollo nacional.

Cuando consigamos eso, ya no estaremos, como el purrete lumpen de Horacio Ferrer, la ñata contra el vidrio, tratando de adivinar lo que pasa adentro, en un mundo del cual dependemos para casi todo y en el que hoy no podemos influir en casi nada.

Muchas gracias
Andrés Cisneros , 16/08/2004

 

 

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