Estados Unidos y la crisis política argentina. (Segunda Parte)

 

Texto de la exposición de Jorge Castro en el Foro Segundo Centenario, el 2 de abril de 2002.
La posición norteamericana

Esa prioridad estratégica colocada en la lucha contra el terrorismo transnacional, que en el plano regional sudamericano tiene su epicentro en Colombia, y la construcción de un sistema de seguridad global, que incluye naturalmente a América Latina, de ninguna manera significa que Estados Unidos no preste atención a lo que sucede en la Argentina.

El miércoles 28 de marzo pasado, cuando el presidente Eduardo Duhalde viajaba a Monterrey, para participar de la reunión cumbre sobre la asistencia financiera internacional a los países pobres, una verdadera catarata de declaraciones de los máximos funcionarios del gobierno de los Estados Unidos llovió sobre la Argentina.

Ese mismo día, el presidente George Bush, el Secretario de Estado Colin Powell, el Secretario del Tesoro Paul O'Neill, la consejera de seguridad nacional Condoleeza Rice, y la subdirectora del Fondo Monetario Internacional Ann Krueger, representante norteamericana en el directorio de ese organismo, coincidieron con llamativa unanimidad en dos puntos fundamentales: la voluntad política de brindar apoyo a la Argentina y la necesidad de que el gobierno argentino avanzara sin dilaciones en la implementación de un plan sustentable que contemplara las reformas drásticas necesarias para salir de la crisis.

La interpretación inequívoca de esas declaraciones fue que el segundo de dichos puntos condicionaba la implementación efectiva del primero. Por lo tanto, la iniciativa quedaba nuevamente del lado argentino. Hasta entonces, no cabía esperar novedades provenientes de Washington. Mientras tanto, la Argentina quedaba librada a su propia suerte. Eso es lo que ocurre hoy.

No se trató por supuesto de un súbito exabrupto del gobierno republicano. Ya a principios de enero, Bush envió a la Argentina al embajador Mc Cormarck, que encabeza el Centro de Estudios de la Presidencia, que depende directamente de la Casa Blanca, en una misión especial para interiorizarse en profundidad de la situación argentina. Entre las recomendaciones formuladas por Mc Cormack, figuró la creación de una unidad especial del gobierno norteamericano, integrada por delegados del Departamento del Estado, de la Secretaría del Tesoro, de las agencias de inteligencia y de otros departamentos de la administración, encargada de realizar un seguimiento permanente de la evolución de la crisis argentina.

Esa misma semana, en la habitual reunión semanal de esa unidad especial interagencias, se había prestado especial atención al caso argentino, a partir de un informe especial elaborado por una misión especial de la CIA que había estado en Buenos Aires. Las conclusiones de esa reunión fueron la base de las declaraciones públicas formuladas inmediatamente después por el presidente Bush y sus principales colaboradores.

En rigor de verdad, tampoco puede decirse que en esas declaraciones públicas haya algo particularmente nuevo en materia de contenido. Ya a mediados de enero último, en un discurso pronunciado en la sede de la Organización de Estados Americanos, en el que expuso la política hemisférica de los Estados Unidos, Bush había realizado precisiones verdaderamente significativas acerca de su opinión sobre la crisis argentina.

En muy apretada síntesis, dicha apreciación básica consiste en que los problemas que afectan actualmente a la Argentina no son la consecuencia de las reformas estructurales realizadas en la década del 90, sino el resultado de las reformas estructurales que aún no se hicieron. Para Bush, la tan mentada "sustentabilidad" de un programa económico está directamente vinculada con la capacidad de impulsar mayores niveles de integración de la Argentina en la economía mundial.

Unos días después de ese discurso de Bush, el subsecretario del Tesoro John Taylor, en una audiencia especial sobre la crisis argentina que tuvo lugar en el Congreso norteamericano, señaló que, a su juicio, hubiera sido preferible la alternativa de la dolarización.

No hace falta afinar demasiado el análisis para concluir en que esa caracterización sobre el significado de la "sustentabilidad" económica difiere notablemente del diagnóstico formulado y de muchas de las medidas adoptadas por el gobierno argentino.


Estados Unidos actualiza el diagnóstico

Lo cierto es que puede concluirse que el gobierno norteamericano ha ido afinando progresivamente su diagnóstico sobre la Argentina. Según la versión actualizada de ese diagnóstico, la actual situación argentina no es equiparable a las anteriores crisis sufridas por muchos otros países emergentes, como las que atravesaron sucesivamente México en diciembre de 1994, los países del sudeste asiático a partir de julio de 1997, Rusia en agosto de 1998, Brasil en enero de 1999 y Turquía en el año 2000.

Aunque cada una de ellas tuviera características específicas, el común denominador de todas esas crisis registradas en el mundo emergente fue el atraso relativo que experimentaban esos países en relación a la creciente aceleración del ritmo de la globalización de la economía mundial. Son las crisis propias de la era de la globalización, que es por definición una era de crisis.

En todos esos casos, la asistencia financiera internacional impulsada desde los organismos multilaterales de crédito, atada siempre al cumplimiento de un determinado paquete de medidas económicas, podía constituir un incentivo suficiente para superar la crisis, como efectivamente ocurrió.

Según esta versión actualizada del diagnóstico de los Estados Unidos, la crisis argentina no tiene esa raíz internacional. No es que no incidan los factores externos. Esos factores siempre están presentes y también por supuesto lo están en el caso argentino. Pero la nota distintiva de la crisis que atraviesa la Argentina, aquella característica peculiar que la diferencia de las demás crisis experimentadas en el mundo emergente durante los últimos años, es que se trata de una crisis fundamentalmente interna, de orden político-institucional, que se manifiesta en la incapacidad de manejo de las variables fiscales y monetarias. Es, ante todo, una crisis de gobernabilidad, cuya dinámica provoca la absoluta pérdida de la confianza nacional e internacional en el presente y el futuro de la Argentina.


Una propuesta propia

La única verdad es la realidad. Y la realidad, que es inmune a todas las ideologías, y mucho más a las imprecaciones adversas y a los raptos de indignación moral, nos indica que la Argentina no tiene por delante dos alternativas sino una sola: la reinserción internacional en el mundo de la economía globalizada. Tiene, sí, dos opciones: hacerlo o no hacerlo. En el primer caso, podrá salir de la crisis. En el segundo, la crisis se agravará. La respuesta no está en el abecedario. No hay plan "B", "C" o "Z" que permita eludir esa disyuntiva.

La conclusión salta a la vista. La superación de la actual crisis argentina requiere, ante todo y sobre todo, la definición y puesta en marcha de una propuesta política coherente orientada hacia la inserción en el mundo. Sin ese requisito, resulta impensable conseguir la asistencia financiera externa indispensable para salir adelante.

Cabe recordar que, en términos políticos, la negociación con el FMI constituye, en las circunstancias excepcionales de la Argentina de hoy, la vía obligada para reanudar los vínculos económicos con los países del Grupo de los Siete, encabezado por Estados Unidos. No sólo la Casa Blanca, sino todos y cada uno de los gobiernos del G-7 reclaman seguir ese camino.

La idea de que, en las condiciones planteadas, un acuerdo con el FMI no es políticamente viable, y que el país tiene que imaginar una vía alternativa frente al inevitable fracaso de esa negociación, representa una gravísima equivocación. En todo caso, la conclusión que corresponde extraer es exactamente la inversa: la situación argentina demanda una recomposición del poder político acorde con la exigencia perentoria de restablecer en plenitud sus vínculos políticos y económicos con la comunidad internacional.

Esto no quiere decir que el país esté fatalmente condenado a suscribir sin observaciones de ninguna naturaleza, a modo de un contrato de adhesión, un pliego de medidas elaboradas por los técnicos de los organismos financieros internacionales.

Nadie nos prohíbe elaborar una propuesta propia, que atienda a las condiciones históricas, sociales y culturales específicas de la Argentina. Siempre, claro está, que su contenido sea capaz de suscitar la confianza interna y externa. Porque ése es el límite que separa a la creatividad política y económica de la mera ilusión.

La experiencia indica que los organismos multilaterales de crédito suelen ser bastante irreductibles en materia de objetivos y metas, pero mucho más flexibles en relación a la determinación de los instrumentos idóneos para alcanzarlos.

Así ocurrió, por ejemplo, en 1991, cuando el FMI terminó cediendo en su reticencia inicial ante la firme voluntad política expresada por el gobierno de Carlos Menem en el sentido de avanzar en la implantación del régimen de convertibilidad monetaria.

Constituye un serio error suponer que se trata de aceptar o de rechazar los planteamientos formulados por los funcionarios del FMI. Menos todavía de intentar "promediarlos" políticamente con criterios totalmente opuestos. Una actitud de esas características sólo puede conducir a una frustración de las negociaciones iniciadas o, como ya sucediera otras veces en los últimos años, a un acuerdo de carácter precario y de cumplimiento imposible.

Antes que afrontar un fracaso en las tratativas con el FMI, que acarrearía consecuencias políticas impredecibles, es preferible, por no decir urgente, encarar una reformulación integral de la propuesta de la Argentina, que contemple como punto de partida una fuerte inyección de confianza a partir de la recuperación de la estabilidad monetaria, mediante la adopción de una nueva convertibilidad, en camino hacia el establecimiento de un acuerdo estratégico con los Estados Unidos que permita avanzar en la alternativa de la dolarización.

Resulta obvio que una iniciativa de esta naturaleza choca con el consenso imperante hoy en los organismos multilaterales de crédito alrededor de las supuestas ventajas de los sistemas de cambio flotante. Pero conviene precisar que dicho consenso de la tecnocracia internacional no incluye necesariamente a la administración republicana ni tampoco a la Reserva Federal. Así lo demuestran sobradamente las opiniones de Taylor a favor de la dolarización y la visión coincidente sobre este tema de varios de los principales economistas y "think tanks" vinculados al Partido Republicano. Alcanza con mencionar a economistas como Steve Hanke, del Cato Institute, Roger Dornsburch y Jefrey Sachs, a instituciones académicas como la Heritage Foundation, a importantes personalidades del mundo financiero de Nueva York como Steve Forbes y a publicaciones del prestigio y la influencia de "The Wall Street Journal".

Afortunadamente, el pensamiento norteamericano no es demasiado afecto a las teorías generales. Prefiere el análisis "caso por caso". La Argentina está en perfectas condiciones para explicar ante quien resulte necesario que no somos Indonesia, ni Brasil, ni México, ni nos parecemos a ningún otro de los países emergentes del sudeste asiático que tuvieron que devaluar sus monedas durante la crisis financiera internacional iniciada en junio de 1997.

No sería la primera vez que esto ocurre. Así sucedió en 1991 y el FMI terminó por aceptar los argumentos argentinos a favor del régimen de convertibilidad, que garantizó al país una década de estabilidad monetaria y crecimiento económico. En esta emergencia, no estamos ante un tema de debate ideológico, ni de una discusión académica entre distintas teorías económicas o monetarias. Estamos frente a una cuestión de supervivencia nacional.

Tercera Parte
Jorge Castro , 02/04/2002

 

 

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