Estados Unidos y la crisis política argentina. (Tercera Parte)

 

Texto de la exposición de Jorge Castro en el Foro Segundo Centenario, el 2 de abril de 2002.
La estabilidad monetaria como reivindicación social

El pueblo argentino sabe de sobra que la estabilidad monetaria es una condición necesaria no sólo para el crecimiento económico sino también para la paz social. Ya en 1973, Perón nos decía que "con la inflación, los salarios suben por la escalera y los precios por el ascensor". En aquélla época, los aumentos salariales todavía funcionaban, aunque fuera tarde y mal, como elemento compensatorio de la suba de precios. Hoy, en medio de la recesión más brutal de la historia económica argentina y con una tasa de desocupación que supera ya el 22 %, el ascensor sube pero la escalera no funciona. O, lo que es aún peor, cuando lo hace es en sentido descendente.

En este contexto particular, los salarios públicos y privados y los haberes de los jubilados se han constituido en las dos principales variables de ajuste de la economía argentina. Porque son los dos únicos factores que permanecen ajenos a la fuerte tendencia hacia la indexación general de la economía argentina desatada a partir de la devaluación. El incremento de los precios pasa a ser entonces, sinónimo de la reducción de los salarios reales y de la remuneración de los jubilados.

Es cierto que las estadísticas conocidas hasta ahora en relación a los precios al consumidor señalan la existencia de una inflación que cabría calificar de relativamente "moderada", medida en relación a la magnitud de la devaluación experimentada por el peso. Los aumentos de precios tropiezan con el escollo de la recesión. De allí que en los primeros tres meses de este año hayan cerrado sus puertas más de 50.000 locales comerciales, atenazados entre el fuerte incremento sufrido por los precios mayoristas y la virtual imposibilidad de trasladar dichos aumentos a una población cada vez más comprimida en su capacidad de compra.

Pero esa relativa "moderación" encuentra una seria contrapartida. A diferencia de otras etapas de la historia argentina, cada punto de inflación representa hoy una pérdida neta en el ya altamente deteriorado nivel de vida de los sectores de ingresos fijos.

Por otra parte, la experiencia indica que, con el tiempo, la brecha entre los precios mayoristas y los minoristas tiende a achicarse. En ese sentido, la inflación "moderada" es también inflación reprimida.

Con un agravante: la canasta básica familiar, que mide el verdadero nivel de consumo de los sectores socialmente más desprotegidos, viene aumentando muy por encima del índice general de precios. La diferencia principal estriba en el tema de los alimentos. Según una estimación realizada por ADELCO, sólo en el pasado mes de marzo la canasta básica de consumo familiar aumentó un 13,7 %.

Un estudio realizado días pasados por la consultora "EQUIS", dirigida por el sociólogo Artemio López, señala que por cada punto adicional de aumento del índice general del costo de vida entrarían en condición de pobreza otras 160.000 personas. Según ese mismo informe, en el mes de marzo ya habrían caído en esa situación otro medio millón de argentinos. En julio de 1989, la estampida inflacionaria elevó el nivel de pobreza de la población argentina al 47 %. En ese punto y momento, los saqueos generalizados a los supermercados y pequeños comercios forzaron el alejamiento de Raúl Alfonsín, como en diciembre pasado forzaron también la caída del gobierno de la Alianza. En la actualidad, sin hiperinflación, sólo con el actual ritmo "moderado" de incremento de precios, estamos a semanas de repetir esos índices de pobreza, que en aquellas circunstancias provocaron una verdadera eclosión social.

Todo esto implica que la inflación de hoy es más regresiva que nunca en términos sociales. Golpea con más fuerza sobre la franja de menores ingresos de la población, hasta el punto de que cualquier política social, limitada encima por la brutal escasez de recursos presupuestarios, corre el peligro de convertirse en lo que Perón llamaba "tirar un frasco de tinta en el océano". Alcance con decir que durante los últimos doce meses de gobierno de la Alianza, antes de la devaluación y de sus consecuencias en materia de precios, 10.000 argentinos por día fueron sumados al sector de la población ubicado debajo de la línea de pobreza.

Esta situación no puede ser motivo de sorpresa para nadie. En un país fuertemente exportador de alimentos como la Argentina, dólar barato quiere decir comida barata. Y dólar caro significa mayores privaciones alimentarias para los sectores de menores recursos.

Esa relación económica está cargada de consecuencias políticas. Está largamente demostrado que uno de los secretos del éxito político de Menem en su primera presidencia fue el hecho de que la estabilización de la economía argentina, luego del colapso hiperinflacionario de 1989, redundó en un inmediato mejoramiento del nivel de vida de los sectores de menores ingresos.

Tanto fue así que una parte considerable del apoyo recibido por Menem para su reelección presidencial en mayo de 1995, cuando recibió incluso un mayor porcentaje de votos que en 1989, estuvo determinado por el temor de una amplia franja de la opinión pública ante el peligro de una devaluación monetaria. Todavía cuatro años más tarde, la consigna de "un peso, un dólar" constituyó un factor decisivo en la victoria obtenida por Fernando De la Rúa frente a Eduardo Duhalde en las elecciones presidenciales de octubre de 1999.

No estamos frente a una rareza ni una particularidad exclusiva de la Argentina. Algo similar sucedió también en Brasil. Fernando Henrique Cardoso ganó la presidencia por el éxito del "Plan Real", que había puesto en marcha durante el gobierno de Itamar Franco, cuyo resultado fue también una rápida elevación de la capacidad de consumo de los sectores populares. Y la reelección de Cardoso, como la de Menem, estuvo vinculada con aquel logro originario.

No resulta difícil predecir entonces que, en pocos meses más, quizás en semanas, la estabilidad monetaria habrá de convertirse nuevamente, y con razón, en la principal de las reivindicaciones sociales del pueblo argentino. Esto tendrá serias implicancias de orden político, que habrán de impactar, en primer lugar, dentro del propio peronismo, que se verá compelido a buscar una respuesta eficaz a ese desafío.

Para ilustrar hasta qué punto la inestabilidad económica tiende a generar cambios sustantivos en la opinión pública, baste recordar que, hace unos pocos días, "Página 12" difundió los resultados de una encuesta, realizada por Enrique Zuleta Puceiro, que indicaba que mientras el 40 % de los consultados estaba a favor de que un equipo de expertos internacionales colaborara en la gestión de áreas centrales del gobierno, sólo un 37 % se pronunciaba en contra de esa alternativa.

El desafío de la productividad

Este requisito de estabilidad monetaria, concebido como punto de partida para el crecimiento económico, en nada está reñido con la búsqueda de la competitividad internacional de la economía argentina. Porque la competitividad de una economía no surge de un artificio monetario. Depende del aumento incesante de la productividad, que está en relación directa con la existencia de un sistema financiero sólido y con una apertura internacional que permita la constante incorporación de nuevas tecnologías de producción.

La cuestión ilustra sobre las características letales que puede tener un error de diagnóstico. En este caso particular, revela la absoluta falsedad de toda la literatura económica empeñada en identificar los problemas de competitividad internacional de la Argentina con el supuesto atraso del tipo de cambio vigente durante la era de la convertibilidad.

Si la competitividad internacional de una economía dependiera centralmente de la paridad cambiaria imperante, la Argentina de junio de 1989, en pleno período de hiperinflación y devaluación diaria de la moneda nacional, hubiera sido, sin lugar a dudas, el país más competitivo del mundo.

Sobresale en esta visión equivocada la ausencia de toda referencia a la importancia absolutamente decisiva que tiene en esta materia el aumento de la productividad, que en términos de mediano y largo plazo constituye el único sustento real para la elevación de los niveles de competitividad internacional de un sistema económico.

En esta nueva economía surgida de la formidable revolución tecnológica de nuestra época y de la consiguiente globalización del sistema productivo, la competitividad es sinónimo de mayor productividad. Sin un aumento incesante en los niveles de productividad, todo incremento de la competitividad es meramente ilusorio o, en el mejor de los casos, apenas constituye una estrella fugaz.

En términos prácticos, el indispensable incremento de la productividad de la economía argentina está directamente relacionado con dos factores principales: las posibilidades de conseguir financiamiento, es decir, el costo del capital, y la capacidad para la incorporación de nuevas tecnologías en todos y cada uno de los eslabones de la cadena productiva, tanto sea en la industria como en el agro como en los servicios.

El costo laboral, que vía disminución de los salarios es el único costo que se reduce automáticamente con la depreciación de la moneda, no es de ninguna manera un componente decisivo del denominado "costo argentino".

La experiencia mundial de los últimos años revela que la creciente distancia entre Estados Unidos y sus rivales de la Unión Europea y Japón no tiene nada que ver con la evolución de la cotización de sus respectivas monedas. Muy por el contrario, en ese período el dólar no sólo que no se depreció sino que se revaluó fuertemente en relación a las antiguas monedas nacionales europeas y al euro y también frente al yen.

La apreciable ventaja que, en términos de poderío económico, viene ganando Estados Unidos es el resultado de que el aumento de sus índices de productividad son considerablemente superiores a los de sus competidores. Y la razón de ser de esta diferencia reside en la fortaleza y la fluidez del sistema financiero norteamericano y en el hecho de que, a lo largo de toda la década del 90, y muy especialmente a partir de 1997, los Estados Unidos fueron el país del mundo que proporcionalmente más invirtió en las nuevas tecnologías en relación a su producto bruto interno. La Unión Europea y Japón están considerablemente atrás en esa carrera.

De allí que la urgente salida del "corralito financiero" y la indispensable reestructuración del sistema bancario argentino, acompañados por una estrategia que incentive la incorporación de nuevas tecnologías en todo nuestro aparato productivo, sean los dos factores decisivos para mejorar los índices de productividad de la economía argentina y, de esa manera, sus niveles de competitividad internacional.

Sorprende comprobar que los teóricos del paradójicamente denominado "grupo productivo" no presten la debida atención a estos dos temas prioritarios. Insisten en visualizar al sector financiero como un enemigo de la producción, en vez de concebirlo como un socio y un aliado indispensable. No hay economía sin crédito. Defienden también una política que condena al país al atraso tecnológico, en detrimento de las exigencias de mayor productividad que surgen del avance de la globalización.

La auténtica Argentina productiva, la única verdaderamente posible y sustentable, es aquélla que posibilite un aumento permanente en el nivel de exportaciones, que sólo puede basarse en el incremento incesante de la productividad.

Y, como puede deducirse fácilmente del análisis realizado por Castells y por Negri y Hardt acerca de las causas del éxito histórico de la experiencia de Estados Unidos, que es el país líder en la carrera mundial de la productividad que caracteriza a la economía globalizada de nuestra época, en el caso específico de la Argentina esa revolución de la productividad requiere reformas institucionales orientadas hacia la creación de instituciones flexibles y fuertemente descentralizadas.

Cuarta Parte
Jorge Castro , 02/04/2002

 

 

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