El gobierno de Néstor Kirchner consagró, nomás, legislativamente los superpoderes que procuraba, es decir: la capacidad de sortear las decisiones del Congreso en materia presupuestaria y modificar a gusto el destino y el monto de los gastos y la inversión del Estado nacional. La aprobación de la nueva norma por parte de la mayoría oficialista y sus fuerzas satélites implica una nueva cesión de atribuciones del Legislativo al Ejecutivo y tal vez –deberá pronunciarse la Corte Suprema- un paso contrario a la Constitución Nacional. |
En términos políticos, y a juzgar por la experiencia de los últimos tres años, el manejo (sin plazo de vencimiento) de este mecanismo para usar los recursos nacionales se traducirá en mayor discrecionalidad en el empleo del sistema de premios y castigos con que el oficialismo acumula fuerzas con vistas a los comicios de 2007. El gobierno es débil cuando se trata de afrontar a acción directa de sectores que se le animan (trátese de vecinos ambientalistas, productores del campo, gremios movilizados o ciudadanos que reclaman seguridad) pero ha demostrado invariablemente su capacidad para acumular (hasta el exceso) poder institucional, cooptar gobernadores o alcaldes de otras fuerzas y hacerse de herramientas que le permiten manejar poderes ajenos o vigilar a líderes de la oposición. Así, el gobierno ha conseguido hasta el momento avanzar en el terreno en el que se siente (y es) más fuerte, aún cuando haya debido recular, conceder, replegarse y esperar una oportunidad mejor donde no duda de su propia debilidad. Hasta ahora se ha beneficiado de la desarticulación de las fuerzas que enfrenta, de su falta de coordinación e inteligencia común, de la distancia ( y a menudo el divorcio) que existe entre los movimientos de reclamos específicos y los partidos y corrientes que se postulan como alternativa, así como de las brechas que se abren entre estas (y que el gobierno probablemente alienta y ensancha).
El surgimiento de la candidatura virtual de Roberto Lavagna reveló una fisura en el bloque de poder sobre el que se apoyó Néstor Kirchner desde su entronización, en 2003. Ese bloque ya estaba fisurado por la ruptura entre el Presidente y su principal sostén en aquellos comicios de tres años atrás, Eduardo Duhalde. La emergencia de Lavagna como desafiante del poder de Kirchner testimonió que importantes sectores, que en su momento se alinearon bajo el modelo surgido de la devaluación del año 2002, están preparados para apartarse de la administración actual, de su estilo de gobierno y sus amistades externas (empezando por el venezolano Hugo Chávez). Sin el oxígeno que surge de esa predisposición, los movimientos de Lavagna serían inexplicables.
Así, la lectura de esas señales, debería haber sido interpretada por las fuerzas opositoras como el surgimiento de una oportunidad. Y, como advirtió Juan Perón, "la oportunidad suele pasar muy ligero. ¡Guay de los que carecen de sensibilidad e imaginación para percibirla!".
Por ahora no se observa que la oposición haya tomado nota de la oportunidad. Sus diferentes expresiones se muestran empeñadas tan sólo en consolidar su propia identidad, pero no en establecer necesarios puentes y coordinaciones entre sí. Actúan como si para cada una de ellas tuviera idéntica importancia la rivalidad recíproca que la puja común con el oficialismo. Todas actúan, de ese modo, como cómplices funcionales de la estrategia del gobierno, que se apoya en el clásico divide et impera.
Es probable que las catástrofes políticas que destruyen periódicamente la continuidad institucional y la transmisión intergeneracional de las experiencias incidan en la falta de agudeza para adquirir "la sensibilidad e imaginación" que permite identificar las oportunidades. Por ejemplo, es posible que se haya extraviado el sentido de una experiencia que, más de tres décadas atrás, impulsaron dos grandes jefes políticos, Juan Perón y Ricardo Balbín; dos hombres que tenían muchísimos motivos para desconfiarse mutuamente pero que decidieron esas suspicacias porque eran inoportunas para lo que dictaba el momento: la enemistad absoluta con un régimen tiránico.
En 1970, cuando ya el general Roberto Marcelo Levingston había sucedido al general Juan Carlos Onganía a la cabeza del gobierno militar de la época, Balbín y Perón (éste, a través de su delegado personal, Jorge Daniel Paladino) junto a líderes políticos de otras fuerzas (la Democracia Progresista, el conservadurismo, el Partido Socialista, el bloquismo sanjuanino) emitieron una declaración que fue el punto de partida de un amplio movimiento de reivindicación institucional: La Hora del Pueblo. Allí exigían el respeto de la soberanía popular y formulaban las bases de un sistema político equilibrado, respetuoso de la Constitución y del principio republicano de convivencia de mayorías y minorías. No se trataba de un frente electoral (de hecho, el peronismo se agruparía electoralmente en el Frente Justicialista de Liberación y Balbín sería candidato competidor con la boleta de la UCR). Era un acuerdo de toda la oposición a la tiranía; un gesto levantado de todas las fuerzas que estaban dispuestas a trabajar en común para recuperar la república democrática. La Hora del Pueblo jugó un papel de enorme importancia en la búsqueda de reconciliación de los argentinos y de la canalización pacífica de los enfrentamientos entre peronismo y antiperonismo. El abrazo entre Perón y Balbín sería un símbolo de ese momento político virtuoso.
La oposición a Kirchner no consigue, ahora, elevarse por encima de la lógica cerradamente electoral que determina el gobierno. Cada candidato o caudillo de la oposición (Mauricio Macri, Roberto Lavagna, Jorge Sobisch, Margarita Stolbizer, Raúl Alfonsín, Patricia Bullrich, Elisa Carrió, Ricardo López Murphy, Hermes Binner, por citar sólo a algunos) parece jugar al Don Pirulero, atendiendo su propio juego o el de la fuerza o coalición que integra, antes que a la situación político-institucional de conjunto. Esa conducta sin duda beneficia al oficialismo y se perfila como una contribución al éxito electoral de Néstor Kirchner o del candidato que él disponga.
Perón y Balbín, 36 años atrás, pusieron los caballos delante del carro: antes de disputarse recíprocamente una victoria, sabían que debían crear las condiciones para que alguno ganara en elecciones libres y que eso implicaba una enemistad absoluta y compartida y un trabajo en común. La enemistad con la tiranía, el trabajo por restablecer la República democrática
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Jorge Raventos , 06/08/2006 |
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