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Frazadas cortas y cacerolas activas. |
"Para todo problema complejo hay una respuesta simple. Que es incorrecta." Umberto Eco. |
En la madrugada del viernes 11 de enero el presidente Eduardo Duhalde soportó su primer cacerolazo. El barullo metálico se hizo oir tanto frente a la Casa Rosada como ante los portones de la Residencia de Olivos que, quizás por cábala, el jefe de Estado ha preferido no ocupar como vivienda. Unas horas antes, el ministro de Economía Jorge Remes Lenicov había anunciado las nuevas reglas del llamado corralito bancario, que resultaron más rígidas que las que en su momento había implantado Domingo Cavallo.
Esas normas no podían sino irritar a los sufridos depositantes que se lanzaron a la calle tan pronto alcanzaron a digerir plenamente su contenido: cuentas corrientes y cajas de ahorro convertidas manu militari en plazos fijos, imposibilidad de hacer compras o pagos con los depósitos acorralados, plazos de devolución extensos (quizás quiméricos) y condiciones confiscatorias.
El "antimodelo"
El antimodelo duhaldista, que se había inaugurado con la ruptura de la convertibilidad y la devaluación del peso, comenzaba a exhibir algunas de sus primeras consecuencias. Habrá otras. Si a la depresión productiva se le suma esta inmovilización casi total de los ahorros (de efectos fatales sobre el consumo), parece difícil que pueda pensarse en algún tipo de reactivación. Más bien habría que prepararse para una recesión más aguda que, como es habitual, tendrá como primeras víctimas propiciatorias a las pequeñas y medianas empresas y se hará sentir sobre las tasas de empleo y desempleo.
El efecto cascada se derramará sobre la recaudación impositiva, que seguramente seguirá encogiéndose (cayó un 28 por ciento en diciembre), y golpeará al sector público, que sólo podrá cumplir limitadamente con sus erogaciones imprescindibles (entre ellas, la coparticipación federal y el gasto social) a costa de más ajuste o, llegado el caso, con una emisión de dinero menos controlada que la que prevé hoy la secretaría de Hacienda.
Entretanto, la devaluación y la ruptura de la convertibilidad (que, en rigor, ya venía escorada desde la gestión de Domingo Cavallo) han generado otras consecuencias negativas. Una, el default de la mayoría de las provincias, que no pueden afrontar sus obligaciones dolarizadas con recursos en pesos devaluados que, además, se han vuelto más escasos. Segundo, la pulverización de los contratos (del Estado con empresas y particulares, así como los que vinculaban entre sí a intereses privados). Tercero, la disminución del poder adquisitivo de salarios, jubilaciones e ingresos fijos en pesos, en general. En fin, habrá una incidencia inevitable sobre el relacionamiento internacional de Argentina: es difícil suponer que los países de origen de las relevantes inversiones extranjeras que el país recibió en la última década observarán pasivamente la quiebra de las reglas de juego que rigieron esas inversiones. Como es difícil suponer que otros inversionistas potenciales puedan entusiasmarse con un país que se declara en cesación de pagos, pone en discusión los contratos, limita fuertemente el derecho de propiedad e implementa dudosas políticas de intervencionismo estatal.
Por cierto, en el gobierno hay gente que ha comenzado a reparar con preocupación en tantas probables consecuencias negativas. El propio Eduardo Duhalde reclamó retoques que alivien la rigidez del corralito bancario. Puede maquillarse, claro, pero la dificultad reside en que hay poco margen para actuar sobre los efectos sin atacar el núcleo del problema, es decir, manteniendo la política que eligió como propia la coalición duhaldista-alfonsinista-frepasista de gobierno. "Estoy muy seguro de lo que hago", había declarado el jueves el Presidente. La devaluación y la quiebra de la convertibilidad no eran inevitables: fueron definidas expresamente como línea política antimodelo.
Devaluar no era inevitable
El prestigioso economista Steve Hanke, un conocedor a fondo de la economía argentina, refuta en un artículo difundido esta semana por "National Post Online" a quienes sostenían que la devaluación era imprescindible para dotar de competitividad a la economía argentina. "Es una afirmación sin sentido - proclama Hanke. Un signo clásico de pérdida de competitividad por sobrevaluación de la moneda es la caída de las exportaciones. Pero las exportaciones argentinas crecieron todos los años de la década pasada, salvo en 1999, cuando Brasil tuvo problemas con su propia moneda. Durante los primeros diez meses de 2001 las exportaciones superaron en un 4 por ciento las del año anterior. Si el resto de la economía hubiera crecido tanto como las exportaciones durante los últimos dos años - argumenta Hanke -, Argentina no estaría en recesión ni su gobierno se encontraría en bancarrota". Y concluye: "Argentina no tenía un problema cambiario. Más bien tenía un problema bancario, además de uno político".
El problema bancario estaba, en principio, concentrado en algunas instituciones públicas, con carteras deterioradas por el crédito político o el financiamiento de gasto público excesivo. El conjunto del sistema, sin embargo, se mantenía en buenas condiciones, como admitió el viernes Jorge Todesca, actual viceministro de Economía: "Entre diciembre de 2000 y diciembre de 2001 los bancos devolvieron 17.000 millones a sus ahorristas sin problemas", aunque las dificultades oficiales terminaron afectándolos. "El Estado necesitaba plata - explicó Todesca - y los obligó de una manera u otra a entregarle 5.619 millones". Fueron arrasados, también, por la crisis de confianza, que se manifestó en varias actitudes: en la búsqueda de refugio en el dólar, en el retiro creciente de depósitos y en las transferencias de bancos de menor confiabilidad a los que podían ofrecer más solidez. Las sucesivas (y paulatinamente más duras) versiones del corralito y los avances sobre las normas preexistentes, con el objetivo de salvar a las instituciones en problemas y la excusa de evitarle dificultades al conjunto de los bancos, expandió la crisis y colocó al sistema bancario ante una letal situación de desconfianza. Apunta esta semana "The Economist": "Después de esto, ni los depositantes ni los inversores tendrán apuro para colocar dinero en un banco en la Argentina. Y un sistema bancario en bancarrota significaría que no habría cédito ni recuperación".
Frío en el Fondo
Los técnicos más sensatos del nuevo oficialismo están bien advertidos de estas dificultades, pero resolverlas parece más arduo que concretar la cuadratura del círculo. Esperan ayuda crediticia de los organismos internacionales, pero el Fondo Monetario Internacional acaba de señalar que la condición para empezar a discutir ese tema es "la presentación de un programa consistente". La estadounidense Anne Krueger, poderosa número 2 de la entidad mundial, lo puso en estos términos: "El equipo económico argentino debe diseñar un plan en el que todas las medidas individuales estén eslabonadas de manera que se pueda entender cómo cada una funciona con la otra a mediano y largo plazo". La funcionaria subrayó su rechazo a los sistemas cambiarios duales (dólar oficial y dólar libre) y enumeró los puntos que debían contemplarse en el programa: la política de cambios, la protección del sistema bancario, el fortalecimiento de la posición fiscal, una política monetaria que evite la inflación y la reestructuración de la deuda.
¿Surgirá el plan que pide el FMI de la mesa de concertación que el gobierno ha convocado bajo la sombrilla protectora de la Iglesia? Los voceros oficiales aseguran que en ese ámbito se formarán comisiones tripartitas (gobierno, gremios, empresarios) que, según abundó el jefe de la CGT, Rodolfo Daer, "en no más de veinte, veinticinco días" deben producir conclusiones para "una propuesta consensuada de plan económico". Tres a cuatro semanas parecen un plazo larguísimo para la velocidad a la que se desplaza la crisis. No está claro, por otra parte, quién representará en esa mesa a protagonistas fundamentales: ahorristas, banqueros, desempleados, empresas endeudadas, firmas a las que se les modifican los contratos, por citar a algunos.
El gobierno de Eduardo Duhalde, previsto para durar dos años, atraviesa sus primeras semanas de ejercicio jaqueado por una situación dramática, en parte heredada y en parte creada por la medicina que él mismo aconsejó largamente y ahora ha puesto en práctica.
Como el movimiento se demuestra andando, su éxito o su fracaso dependerán de que el diagnóstico y el remedio hayan sido los correctos. La única verdad es la realidad.
Artículo publicado el domingo 13 de enero de 2002 en "La Capital" de Mar del Plata. |
Jorge Raventos , 15/01/2002 |
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