El viernes 30 de junio, en inusual escenario, se cerró un paréntesis político para la Argentina. Ese día, en un estadio de Berlín, la selección nacional de fútbol fue eliminada del campeonato mundial y así –dolorosamente- expiró una pausa que, en algún sentido, el gobierno había usufructuado astutamente como situación de piedra libre para avanzar en algunos temas polémicos.
Así, los penales malogrados por Cambiasso y Ayala o, si se quiere, la conservadora decisión estratégica previa de Pekerman de cuidar (avara e infructuosamente) un resultado, terminaron creando dificultades al gobierno de Néstor Kirchner, que ahora deberá pagar un precio más alto para hacerse de ciertos resortes que, según las opiniones críticas, implican un deslizamiento hacia la suma del poder público en manos presidenciales.
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Pocas semanas atrás, la mayoría de las fuerzas no kirchneristas procuraron una convergencia para evitar las reformas del Consejo de la Magistratura impulsadas por el oficialismo, que implicarían –según ellas- un improcedente (e inconstitucional) control del Poder Ejecutivo sobre la Justicia. El gobierno, no sin esfuerzo, consiguió neutralizar en el Congreso la coincidencia opositora.
Pareció que esa frustración disuadiría a los restantes partidos de nuevas tentativas en la misma dirección y, de hecho, desde entonces pareció que cada partido y fuerza se dedicaba, como Don Pirulero, a atender su propio juego. Pero desde ese momento dispersivo hasta ahora ocurrieron algunas novedades. Una de ellas, y no la menos importante, ha sido la irrupción de Roberto Lavagna en el paisaje político-electoral que se proyecta hacia el año próximo.
Esa aparición permitió detectar en la opinión pública una expectativa que hasta ese momento sólo excepcionalmente se recortaba en el horizonte: la de que se consolide una candidatura de alternativa al kirchnerismo con probabilidades de vencerlo o, de mínima, con capacidad para contrapesar su influencia y ejercer el control de gestión.
No es que Mauricio Macri, Ricardo López Murphy, Elisa Carrió, algunos hombres de la UCR, el socialismo o el peronismo no kirchnerista no aspiraran a cumplir esas tareas o que, inclusive, no tomaran esa posta de a ratos. Sucede, sí, que –por algún fenómeno que los politólogos se encargarán de explicar oportunamente- recién con la aparición del nombre de Lavagna la opinión pública imaginó como probable la construcción de una fuerza (una fuerza necesariamente coaligada) capaz de reunir el vigor suficiente como para erigirse en alternativa. Entre otras curiosidades de la situación no es la menor el hecho de que el propio Lavagna, aunque parece dar señales evidente de su vocación de candidato, todavía no ha asegurado que vaya a serlo, ni exista hasta el momento signo alguno que permita prever la efectiva convergencia de suficientes esfuerzos diversos tras su postulación.
Parece comprensible que, mientras evolucionan los acontecimientos, aquellos que venían preparándose para ocupar el rincón del challenger se nieguen a abandonar sus aspiraciones de ser quienes encarnen el desafío al kirchernismo. Ni Mauricio Macri (principalmente impulsado por algunos de los amigos que lo empujan al ruedo y se ofrecen a tenerle el saco), ni la señora Carrió, ni Jorge Sobisch -para citar sólo a algunos de los aspirantes más renombrados- está dispuesto a facilitarle a Lavagna la implantación de su candidatura más de lo que las circunstancias lo han hecho. Sin embargo, todos deben tomar nota de la expectativa de la opinión pública que imagina un esfuerzo conjunto para construir una alternativa y que, seguramente, castigará a quienes hagan prevalecer un criterio faccioso por sobre esa aspiración.
Precisamente esa atmósfera nueva es la que ha contribuido a que, nuevamente, las corrientes no kirchneristas anuncien una convergencia de fuerzas en el Congreso para impedir otra iniciativa oficialista destinada a concentrar poder en la Casa Rosada. En este caso se trata de un refuerzo a los superpoderes que el Congreso, merced a la mayoría kirchnerista, ha venido concediendo al Ejecutivo, autoexpropiándose de los atributos que la Constitución le otorga. El oficialismo pretende convertir en permanentes las atribuciones que el Legislativo ya le concedió, de modificar a piacere el destino de los findos del presupuesto nacional. Con esa reforma, la llamada "ley de leyes", la de Presupùesto, a través de la cual los representantes del pueblo fijan el monto de las inversiones y gastos del Estado y ordenan los criterios para distribuirlos, se transformaría en una ceremonia vacía: cualquiera fuera la ley que se votase, el Ejecutivo podría cambiar los criterios a su placer. No son pocos los que afriman que una decisión de ese tipo violaría la Constitución Nacional; en un país con madurez institucional la aprobación de un a norma de ese tipo pesaría como una grave responsabilidad sobre los legisladores que la aprobaran. El oficialismo parece contar con votos suficientes en el Congreso para hacerla pasar. Lo interesante será ver si las fuerzas no oficialistas son capaces de unirse para enfrentar la iniciativa y para hacerle pagar un precio político al gobierno por imponerla.
Si Ayala y Cambiasso hubieran acertado sus disparos desde el punto del penal el viernes 30, tal vez el gobierno podría haber gambeteado un debate como el que parece avecinarse o, al menos, podría contar con que la atención de la mayoría se centrase en otro asunto. Ahora, su iniciativa ha quedado incómodamente expuesta, como alguien que, en un salón colmado y en medio del murmullo de muchas conversaciones emite un ruido inconveniente precisamente en el instante en que se produce un silencio generalizado.
Con su constante búsqueda de concentrar poder, el gobierno en las actuales circunstancias está impulsando una convergencia opositora que no le conviene. Durante los tres primeros años de gestión, confrontando sucesivamente con adversarios a los que encontraba débiles (o sometía a la debilidad), el gobierno fue acumulando poder con éxito suficiente como para no tener un rival fuerte en el rincón opuesto. Ahora las cosas cambian. Los opositores empiezan a comprender que si se dejan aislar y disgregar por el oficialismo se convierten en pan comido y facilitan la enorme concentración de fuerza y recursos en el Ejecutivo que han bautizado como "suma del poder público". Empiezan a entender también que la opinión pública, para darle crédito a una alternativa, le reclamará capacidad de actuar con criterio asociativo, inteligencia para encontrar las formas operativas que garanticen simultáneamente la convergencia de esfuerzos y la satisfacción de las particularidades ideológicas, la diversidad representativa y la unidad en el objetivo superior.
Por el momento el oficialismo trabaja con larga ventaja: cuenta con el manejo del gobierno, con los recursos de la caja, con una coyuntura internacional que pone viento en las velas del país. Así, muchos analistas –inclusive muchos que quieren poco al Presidente- vaticinan que en estas circunstancias es más que improbable plantar una alternativa y, mucho más, derrotarlo electoralmente. Y seguramente tienen muchos argumentos para sostener ese razonamiento. Sucede, con todo, que la política –como el fútbol, por otra parte- es "la dinámica de lo impensado". Y muchas veces, ay!, los penales pegan en el poste o los ataja el arquero.
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Jorge Raventos , 07/03/2006 |
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