Montenegro como advertencia.

 


Los Balcanes oscilaron siempre entre la concentración y la dispersión.
En su momento, el mariscal Tito y el comunismo obraron como férreos disciplinadores de tendencias culturales centrífugas. Era la convivencia a la fuerza.
Después, corrido el péndulo, el fin de la Guerra Fría hizo desaparecer esa tenaza unificante, y la acción diferenciadora de las culturas favorece hoy procesos des-integrativos como el que está desarrollándose entre Serbia y Montenegro, que no resulta el primero en esa región, crónicamente sometida a compresiones y expansiones como si se tratara de movimientos tectónicos y no históricos.
Hace una década la región se estremecía por los bombardeos cuyos aviones partían desde suelo europeo. Ahora, procuran zanjar sus diferencias con un civilizado llamado a las urnas que monitorea la Unión Europea. El resultado ha sido dramático: menos del uno por ciento es lo que separó a serbios de montenegrinos en el recuento de votos. Tantas luchas y tanta sangre para resolverse todo por un puñado de sufragios: Montenegro cuenta con solo 600.000 habitantes, apenas el equivalente de nuestra ciudad de Mar del Plata ( ).

Imposible no ponerse a pensar en Cataluña, las provincias vascas o la Liga del Norte en Italia. Québec en la otra punta y, más cercano a nosotros, aunque menos citado por la gran prensa, la siempre presente posibilidad de cesesión boliviana, el tercio del territorio colombiano dominado desde hace mucho tiempo por la insurgencia o el delirio de El Dorado agrupando al sur paulista con Uruguay y la parte central de Argentina, supuestamente más viable si no arrastraran consigo a la “rémora” de la Patagonia y la Amazonia. Delirio no tan utópico, los habitantes de Malvinas aspiran a constituirse en un estado independiente, o algo lo más parecido posible: “balkanisation” se ha conjugado siempre mucho más fácilmente en inglés.

“El mal de la Argentina es su extensión” correspondía entre nosotros a una visión del siglo XIX ligada a la globalización de aquél entonces y, al mismo tiempo, enfrentada con la cultura común de quienes recién se constituían como ciudadanos de un flamante país. El proyecto de quienes, en la ciudad y parte de la provincia de Buenos Aires de entonces, fincaban tantas esperanzas en integrarse velozmente en el mundo, que no hesitaban en dejar atrás a territorios y poblaciones que no compartían esa urgencia.

Pero mientras en Europa el dato divisionista es y ha sido de antaño de origen cultural, racial y religioso, en América lo es por otras razones: principalmente, regiones más ricas que procuran mejorar su suerte de manera individual, desenganchándose de otros vagones que demoran su proyecto. ¿Existe alguna conexión que explique el fenómeno a escala mundial?

Es posible. El daño colateral de la globalización es la acelerada conversión de muchos territorios en Estados fallidos, es decir, inviables por su sola cuenta.

De allí la tendencia mundial a los agrupamientos. Muchos lo hacen asociándose a sus vecinos, como en el Mercosur o el Nafta. Otros no. Chile firmó con los remotos Estados Unidos, China y la UE, no con nosotros. Al ALCA, o sus remedos, lo suscribieron ya veintinueve países americanos. Pero en forma directa, bilateralmente con EE.UU., pocos de ellos mancomunados con sus vecinos. Como los rayos de una rueda, con Washington en el centro.

El mapa económico tiende a diferenciarse del geográfico: crecientemente, muchos Estados pasan a tener relaciones comerciales y financieras cada día mayores con mercados distantes, no cercanos. En la medida en que la globalización permite trabajar a escala planetaria, muchas veces en tiempo real, ni el reloj ni la distancia separan hoy como lo hacían en el pasado. Tenemos prójimos muy lejos y vecinos que pueden resultarnos perfectos desconocidos. El mundo adopta rápidamente, la forma de convivir en un consorcio.

El pequeño Montenegro, con la mitad de habitantes que el Gran Rosario, aspira a desligarse de Serbia, pero para asociarse inmediatamente a la más mucho grande Unión Europea, a su vez estancada en su proceso constitucional propio, y obsesionada por defender una identidad cultural que le hace tutelar hoy la división de los Balcanes al tiempo que mantiene eternamente esperando a la islámica Turquía, otrora largamente invasora del flamante Montenegro.

Dispersión por las culturas y unificación por la globalización, son las fuerzas opuestas que batallan en el mundo moderno. La aventura de Montenegro recién comienza. La nuestra va cumplir su segundo centenario. Y la suerte de todos nosotros depende de que podamos encontrar la manera propia, la receta a medida, para combinar a esas dos fuerzas sin sucumbir en el intento. Si no, miremos a nuestro Mercosur.
Andrés Cisneros , 06/06/2006

 

 

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