Los gustos hay que dárselos en vida, propone el lugar común. Y Néstor Kirchner decidió no privarse. El 25 de mayo, el día de la patria, él resolvió celebrar en la Plaza de Mayo el tercer aniversario de su acceso al gobierno y, de paso, secretamente, el trigésimo tercer aniversario de la asunción de Héctor Cámpora, (“Volvimos a la Plaza”, se ufanó recordando el 25 de mayo de 1973). Para la corriente con la que Kirchner se identifica, el instante presidencial de Cámpora, el último presidente surgido de la proscripción de Juan Perón, representa un momento de clímax histórico, el preámbulo de una larga caída. Un año más tarde, en la misma Plaza de Mayo, Perón echó a los montoneros. |
Yo os quiero confesar, don Juan, primero,
Que ese blanco y carmín de doña Elvira
No tiene de ella más, si bien se mira,
Que el haberle costado su dinero
Bartolomé Leonardo de Argensola (1562-1631)
La gestión actual, desde una perspectiva cara al Presidente, es un retorno a aquel momento en el que la historia se abrió como un foso y comenzó lo que esa versión reputa como un extenso (y, en rigor, indiferenciado) retroceso. De allí los rasgos restauradores y –más que progresistas, retroprogresistas- que adquieren recurrentemente el discurso y la acción del oficialismo.
Si son acertadas las encuestas que el gobierno compra, distribuye y afirma creer, el nivel de reconocimiento y apoyo que tendría Kirchner le aseguraría una firme estabilidad y hasta una cómoda reelección el año próximo. Sin embargo, aunque la producción de esta “plaza del sí” termine objetivamente asociada a los proyectos reeleccionistas (y de esa manera al futuro), el costoso esfuerzo organizativo y financiero realizado por el gobierno, la movilización de gobernadores e intendentes, los servicios solicitados a gremialistas y dirigentes piqueteros tanto como a las empresas de transporte beneficiarias de subsidios parecen más bien motivados por un déficit del pasado y alguna fragilidad detectada en el presente. La amarga alusión presidencial a la circunstancia de haber ingresado a la Casa Rosada desde un segundo puesto y con un magro capital electoral (“Llegué como el presidente menos votado de la historia”, evocó) parece una señal de que Kirchner sigue sintiéndose poco sostenido. Su obsesión por las encuestas, su cuidado frente a señales adversas de la opinión pública y su perpetua cinchada con el periodismo forman parte del sistema de síntomas de inseguridad, tanto como su terror a parecer débil o sin poder.
La convocatoria a la Plaza representaba, así, un intento de apuntalar ese poder cuando ingresa en el último año de gestión. Si ya tenía motivos para sentirse un pato rengo en el momento en que accedió al gobierno (y pudo superar ese vértigo con decisionismo), mucha más razón para que el sentimiento se ahonde cuando se ingresa en el período en el que habitualmente los presidentes se debilitan, pues deben poner en juego su poder. La perspectiva de la reelección es un puntal razonable: todos los sectores lo piensan dos veces antes de pulsear con un gobierno que puede durar no uno sino cinco años más. Pero, además, Kirchner sabe que necesita más apuntalamiento aún porque observa con lucidez que desde distintos sectores surgen –por primera vez en estos años- voces críticas, se gestan resistencias, maduran protestas. El miércoles 24 una notable demostración en Plaza San Martín homenajeó a las víctimas de la subversión con la presencia de jóvenes oficiales del Ejército en actividad. El 25, en varios pueblos del interior los ganaderos se congregaron en otras tantas “plazas del No”. El asentimiento que le deparaba al gobierno la mayoría de los medios meses atrás va transformándse en un tratamiento paulatinamente más riguroso. Aunque abrumado por ese hecho que atribuye a que no se le adjudica suficiente poder, el presidente, lector hipersensible como es, sabe que la prensa todavía le está perdonando la vida a muchos de sus funcionarios, que no está usando aún sino una pequeña cuota de la capacidad de cuestionamiento y erosión que conocieron otros gobiernos.
La plaza fue concebida como una respuesta a ese hueco existencial. Habrá que ver si Kirchner, más allá de la euforia que manifestó ante las cámaras mientras conversaba con Hebe Bonafini, alzaba la mano hacia la multitud o se codeaba con los artistas que admira, juzga esa Plaza como el apoyo que él soñaba.
El, que estuvo en columnas en 1973, seguramente recuerda que entonces no hacía falta pagar al público para que asistiera a los actos.
El, que lleva un cuadernito con los números de la contabilidad oficial, seguramente sabe hacer números y no se engaña sobre las cifras de asistencia que a su lado disparaba el locutor oficial: en las dos manzanas de la Plaza – 20.000 metros cuadrados- sólo caben, apiñando cuatro personas por metro cuadrado, 80.000 almas, no 350.000. Ni siquiera se juntaría esta cifra lanzada desde el palco oficial con las diagonales llenas de principio a fin y la Avenida de Mayo repleta hasta la Avenida 9 de julio, circunstancia que, por otra parte no ocurrió.
Kirchner sabe bien por qué debió adelantar (y abreviar) su discurso: la gente se iba. Poco antes de que sus asesores le recomendaran que anticipase su presencia en el micrófono, “la Diagonal Norte se había convertido casi en un río humano que abandonaba la Plaza rumbo al Obelisco; calles como San Martín, Reconquista, Defensa, Bolívar y hasta la propia Florida eran ocupadas por gente identificada con gorros y pecheras…”, verificó un cronista de Ambito Financiero.
Kirchner, que supo estar en la Plaza en otros momentos, habrá detectado que faltaba fervor. No sólo la gente se iba antes (los que llegaron desde provincias en los trenes y ómnibus gratuitos se lanzaban a hacer unas horas de turismo en la Capital, siempre tan lejana), tampoco parecía dispuesta a cantar consignas. Por otra parte muchísimos se aburrían con un espectáculo que respondía más bien a un gusto de pequeña burguesía porteña que al de toda esa gente convocada con la ayuda lo que Ernesto Guevara llamaba “estímulos materiales”. María Cecilia Tosi, redactora de La Nación, acompañó un contingente organizado por el grupo piquetero Barrios de Pie, desde Dock Sur. La cronista apunta que, como los de Barrios de Pie “no daban nada”, sus colectivos viajaban casi vacíos, a diferencia de otros, fletados por punteros oficialistas, que pagaban 20 pesos a los que fueran a la Plaza. En el micro de los piqueteros viajaban “jóvenes (beneficiarios de subsidios para adolescentes) y mujeres con chicos (jefes de comedores de movimientos)…En el trayecto los manifestantes no cantaban ni mostraban un espíritu particularmente festivo. El mismo clima de apatía se percibía en los otros colectivos, incluso en los ‘exitosos’ que desbordaron los asientos”.
El gobierno, pagando un precio que muchos desearían conocer con exactitud, le regaló su plaza a Kirchner. Habrá que ver hasta qué punto el homenajeado se siente satisfecho con el resultado del gasto. En cualquier caso, si hay disconformidad no habrá de notarse. El Presidente prefiere hacer de la necesidad virtud. En principio, montado sobre el proclamado éxito de la convocatoria, Kirchner ha dado algunos pasos atrás en el conflicto con la cadena de la carne, abriendo la posibilidad de exportaciones y procurando, así, descomprimir la tensión con el campo, donde las bases ganaderas vienen reclamando medidas de fuerza a sus organizaciones. Desde la impresión generada por la Plaza el Presidente procurará dispersar más todavía a las fuerzas políticas opositoras, cooptando dirigentes y concentrando poder alrededor de su batuta.
Tanta acumulación en un punto, tanto vaciamiento del sistema político e institucional, ¿contribuyen en realidad a fortalecer el poder o lo vuelven más vulnerable en caso de crisis? Buena pregunta para politólogos. Otra más: ¿en caso de crisis, sirven de algo las plazas convocadas a fuerza de estímulos materiales?
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Jorge Raventos , 06/05/2006 |
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