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Políticas exteriores de estado. Apostillas el artículo de Rafael Bielsa en Archivos del Presente Nº 37 |
En su edición anterior, la revista especializada
“Archivos del Presente” publicó un trabajo de Rafael Bielsa
en el que el todavía Canciller reivindicaba a la política exterior bajo su conducción, con fuertes críticas
y ni un solo reconocimiento a los gobiernos de Alfonsín y Menem, de la democracia surgida en 1983, que lo precedieron.
En el siguiente número 38 de la misma revista,
de reciente aparición, quien fuera el último Secretario de Estado
de Relaciones Exteriores de Guido Di Tella,
refuta a Bielsa, sosteniendo que
el grueso de las políticas exteriores introducidas
en las décadas de los Ochenta y los Noventa, continúan plenamente vigentes, inclusive durante el gobierno del doctor Kirchner, constituyendo ya verdaderas políticas de Estado.
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El argentino depende del narcisimo y la parada,
se queda casi siempre en la superficie.
Me sorprende la desproporción que hay entre su inteligencia,
a menudo espléndida,
y la insuficiencia de su criterio.
José Ortega y Gasset
La nota del doctor Bielsa es muy crítica de la política exterior de los noventa y algo menos de los ochenta y del período de la Alianza. Tanto, que no menciona ni un solo aporte positivo de tres administraciones surgidas de la Democracia y que, habiendo gobernado por tantos años, algo, alguna cosa buena seguramente han dejado.
El elemento más escaso de nuestra vida pública son las políticas de estado. Desde hace décadas, adolecemos gravemente de un número mínimo de coincidencias básicas que permitan continuidades aunque cambien los gobiernos, impidiendo que cada administración comience reinventando la rueda cada cuatro años. Y para eso, hay que aceptar que la mirada hacia los otros constituye el principio ineludible de cualquier política de estado.
Esta falencia es especialmente nociva en materia de política exterior: hoy en día, ningún elemento estructural de ninguna política exterior, de ningún país del mundo, puede instalarse como política de estado en el corto lapso de un período presidencial. Muchas veces, tampoco en dos.
El mundo respeta las continuidades y la previsibilidad. Y, por sobre todo, la madurez de autoridades nuevas que sepan aprovechar aciertos anteriores. A principios de octubre, la flamante canciller de Alemania, Ángela Merkel, que emergía de una disputa electoral feroz, lo primero que hizo fue enunciar públicamente tanto los cambios como también las continuidades que se propone aplicar a la política exterior de su país. Así operan los políticos de las sociedades más evolucionadas del orbe.
A la inversa, no existe en todo el mundo occidental un gobierno de la democracia que afirmara, como se ha hecho aquí, que la política exterior de sus predecesores, también ellos de la democracia, haya sido insanablemente perversa, lesiva de la dignidad nacional, genuflexa, esencialmente contraria a los intereses nacionales y debía cambiársela en su totalidad por otra completamente nueva. En los países serios no se procede así.
Disintiendo constructivamente con el doctor Bielsa, trataremos de repasar, muy apretadamente, algunas de las acciones de política exterior de esos períodos que, en nuestra opinión, resultaron muy favorables al interés nacional argentino y que continúan siéndolo hoy como en el primer día.
Lo positivo de tales políticas no se basa meramente en nuestra opinión personal sino, mucho más, en el hecho irrefutable de que, instaladas entre diez y veinte años atrás, no han sido esencialmente modificadas y se encuentran vigentes y son diariamente aplicadas hasta este mismo momento, incluyendo el corto período en que el doctor Bielsa aparecerá en los registros como ministro de Relaciones Exteriores.
Los aportes de Alfonsín y Menem.
Las administraciones de Alfonsín y Menem fueron responsables de instalar numerosas líneas de política exterior que demostraron una vigencia largamente mayor que sus mandatos:
Crearon y pusieron en marcha el Mercosur;
Cambiaron la relación con los vecinos, de hipótesis de hostilidad a hipótesis de cooperación;
Terminaron todos los centenarios desacuerdos limítrofes con Chile, ratificados abrumadoramente por el Congreso;
Lideraron un proceso que consagró la prohibición de las armas de destrucción masiva en toda Sudamérica;
Redujeron los gastos de Defensa de toda la región a los mínimos de toda la Historia, al tiempo que revirtieron el embargo cuasi universal que impedía el debido rearme de nuestras Fuerzas Armadas luego de las ingentes pérdidas en Malvinas;
Abrieron a nuestros hombres de armas el camino de la cooperación internacional en las Fuerzas de Paz de las Naciones Unidas, consolidando su papel en la Democracia, como una nueva dimensión para su destino profesional., incorporándolas activamente a una inserción del país en el mundo que recién después siguieron muchos países, entre ellos nuestros vecinos;
Remontaron el aislamiento internacional y el inmovilismo a los que nos sometiera la derrota militar en Malvinas;
Concertaron una alianza estratégica con Brasil y encontraron la manera de mantener con los Estados Unidos una convivencia beneficiosa y no perjudicial para los intereses nacionales argentinos.
Lideraron en la región las políticas de Derechos Humanos, con posiciones luego
adoptadas por el resto de los vecinos.
Establecieron las bases para combatir el terrorismo internacional en el área, instalando el tema en el Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas, varios años antes del atentado del 11 de Septiembre.
Lideraron en esta parte del mundo la creación de Tribunales Penales Internacionales para juzgar los delitos de lesa humanidad.
Dieron sustancia a la relación con el Estado de Israel sin afectar la tradicional amistad y cooperación con los países árabes.
Lideraron el debate sobre la democratización y transparencia del Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas para disminuir sus privilegios y aumentar el componente democrático de su sistema institucional.
Contribuyeron significativamente al aumento de las exportaciones, la diversificación de nuestras colocaciones, el incremento de las ventas no tradicionales, la apertura de nuevos mercados y a la integración económica y comercial con la región y con el mundo en un grado nunca conocido hasta entonces. Y no menos importante, aportaron exitosamente al cambio de mentalidad de buena parte de nuestros productores de bienes y servicios para volcarse decisivamente a los mercados mundiales.
Transformaron la cultura del cuerpo diplomático del estado, incorporándoles la competencia en materia de promoción de exportaciones, conectándonos como nunca antes con los propios productores involucrados. Además, fue en esos años que se creo la Fundación Exportar, que aún hoy mantiene en su Consejo de Administración a los mismos empresarios de primera línea que asumieron funciones en los años 90.
El caso del doctor Kirchner
Las cosas buenas persisten. El actual Presidente de la Nación, por ejemplo, mantiene sabiamente una decisión de política exterior a la que en su momento se opuso personal y fervorosamente y que hoy constituye una política de estado que su administración continúa sin modificar.
En efecto, durante los años en que se discutió la traza limítrofe de los Hielos Continentales, el entonces gobernador y su señora esposa, a la sazón diputada por Santa Cruz, batallaron denodadamente en contra de su aprobación. Finalmente, una enorme mayoría pluripartidaria de nuestro Congreso ratificó ese acuerdo que, desde entonces, rige sin cuestionamiento alguno en ambos lados de la cordillera, y no ha tratado de cambiarse a pesar de que ese gobernador ocupa hoy el más alto cargo de nuestro sistema de institucional. Ello permitió establecer una relación especial con Chile y el incremento muy sensible de las inversiones, el comercio y el turismo en la región con indudables beneficios económicos para las provincias patagónicas.
Lo propio con nuestro retiro del Movimiento de Países No Alineados, donde, en el continente americano, solo Cuba y Argentina habían tomado parte. En su momento, quienes hoy gobiernan lo calificaron de las peores maneras, pero, ahora en el poder, no se escucha para nada que se propongan reafiliarnos, ni siquiera como observadores, manteniendo así la política fijada en los noventa.
El des-alineamiento automático
Para 1990, nuestro país venía sufragando en Naciones Unidas, sin grandes diferencias, siempre de igual manera, desde el gobierno militar y pasando por el del doctor Alfonsín.
Solo tres países votaban más enfrentados con EE.UU. que nosotros, Cuba, Yemén y Sudán. Repárese en el dato: todos los otros ciento setenta y pico países del mundo entero coincidían con Washington más que nosotros. Irán, Irak, Siria, Libia, Rusia, China, etc. votaban más en coincidencia con Washington que la Argentina, cuyo promedio era del 12,5%. Con ese perfil de voto, tan expresivo de una política exterior, practicábamos un verdadero des-alineamiento automático: bastaba que EE.UU. fijara una posición para que nosotros optáramos casi invariablemente por la otra. Excepto Cuba, nadie más en América hacía lo mismo que nosotros. Así como nadie más militaba en No Alineados.
En los noventa, al desplegarse una nueva política exterior, cambiamos ese perfil del voto. Cuando entregamos el poder, en diciembre de 1999, habíamos ido subiendo hasta un 44% de coincidencia con EE.UU y sus aliados, lo que incluye también a Nueva Zelanda, Australia, Japón y otros asiáticos, africanos y la mayoría de los latinoamericanos.
Como no siempre nuestros intereses nacionales y los de ese país coinciden, pasamos a votar iguales solo en esa proporción, quedando el 56% restante, esto es, la mayor parte de nuestros votos, en discrepancia con Washington. A eso se calificó entonces como alineamiento automático”... viniendo, como veníamos, de un automatismo inverso de más del 87% de voto en contra.
En los noventa, como resultado de las nuevas pautas de política exterior, particularmente en tres ámbitos de fuerte repercusión como el Desarme, los Derechos Humanos y el Medio Oriente, ese perfil de voto antioccidental se alteró significativamente. El tal alineamiento automático no existió, como pude verse de la negociación del ALCA conducida durante esos años, en que no aceptamos firmar la propuesta de Washington, manteniendo abiertas las discusiones en pos de un acuerdo ventajoso, como terminaron haciéndolo, al día de hoy, nada menos que veintinueve de los treinta y cuatro países involucrados del continente. El firme rechazo al embargo contra Cuba también se instaló en aquella época y desmiente toda actitud de seguidismo.
Importa destacar que ese rango de +/- 40% de coincidencia con EE.UU. era como habitualmente votaban países tan cercanos e identificados con nosotros como Brasil (39%) o Chile (40,3%) y ciertamente todavía lejos de otros con los que estamos tan vinculados, como Italia (67,7%) o España (68%). El grado de mentiras, mito y desinformación acerca de supuestos automatismos lo da la comparación de nuestro voto coincidente con EE.UU, que ya vimos del 44%, con el de un país de ruidosa tradición antinorteamericana, como Francia, que sufragaba igual que Washington nada menos que en el 78% de las veces, casi el doble que nosotros .
A la postre, la decisión no debió ser tan mala, desde que los tres gobiernos posteriores, incluyendo el presente, mantuvieron ese perfil de voto y el canciller Bielsa, tan crítico en su artículo, no le introdujo cambios esenciales, ni mucho menos retornó a valores del 12%. Otra política de estado instalada en los noventa y mantenida en el día de hoy.
Corresponde consignar que sí existe ahora una notoria alteración a ese perfil de voto. Fue en el tema de Cuba, en que el doctor Bielsa anunció al mundo que a la Argentina, esto es, a todos nosotros, no le constaba que en la isla se violasen los derechos humanos de su población, desgraciadamente sin dar a conocer los elementos documentales y objetivos que avalaran tal afirmación, que contradice a Amnesty International, a Human Rights Watch, a People in Need, la totalidad de la Unión Europea y otras entidades mundiales, altamente respetadas cuando el dictador involucrado no es Fidel Castro. Allí sí cambiamos el voto y pasamos a sufragar de la misma manera y con los mismos argumentos que, en su momento, esgrimía el gobierno de La Habana para impedir esas mismas inspecciones de la ONU a las dictaduras de Videla y Pinochet, cuando los derechos humanos que se violaban eran los nuestros, los de los argentinos y chilenos, con miles de muertos y desaparecidos en ambos lados.
Eso si fue cambiado, pero, por otro lado, este gobierno continuó, muy acertadamente, con el firme rechazo –liderado por Argentina en los noventa- del injusto embargo norteamericano, que tanto perjudica a la población y tan poco al régimen de la isla y que tanto se reivindicó en la reciente IV Cumbre de las Américas como en la respectiva Contracumbre de Mar del Plata.
Numerosas continuidades
Conocí al entonces flamante ministro Bielsa en su primer Día del Diplomático, en que públicamente se manifestó muy honrado por venir, apenas la jornada anterior, de ejercer la Argentina como sede anfitriona del MTCR, institución a la que en ese discurso alabó en los términos más laudatorios, por su contribución a la paz mundial y con cuyas políticas, según sus palabras, nos encontrábamos tan identificados.
Me sorprendí gratamente: el ingreso al MTCR comenzó en 1991, con la desactivación del Cóndor II, el retiro de la actividad espacial de manos militares para pasarla a control civil de la CONAE, con proyectos públicos, pacíficos y transparentes, bajo control parlamentario, que, en menos de una década, lleva colocados en el espacio varios satélites fabricados por nosotros, en Argentina (cosa que no se hacía en la época del Cóndor II) en cooperación con la NASA, con la EASA europea y con Italia conforme los acuerdos suscriptos en 1995, para monitorear cultivos, incendios forestales, vías de comunicación, cuencas hídricas, inundaciones, meteorología, puertos, aeropuertos, urbanizaciones, topografía, pesca clandestina, etc., además de servir a la seguridad nacional en diversas áreas. Nunca antes, por ejemplo, habíamos podido fotografiar así al Atlántico Sur o el Pacífico Sur.
Resultó grato oírlo, porque quienes hoy gobiernan en su momento habían calificado a esa política espacial como una claudicación ante el imperio, rayana en la traición a la patria. Y, hoy en el poder, no han cambiado ni una línea de esa política: el ministro Bielsa, sensatamente, nunca propuso desvincular a la CONAE de la Cancillería (de la cual depende) ni dejar de fabricar satélites, ni recuperar la dignidad nacional volviendo a armar misiles que terminen clandestinamente en Medio Oriente. Otra decisión de los vituperados noventa que este gobierno ha mantenido, consagrándola como política de estado.
Igual sucedió con el manejo de la actividad antártica, derivada por aquellos años, desde Defensa a Cancillería, sin que las actuales autoridades hayan hecho nada por alterarlo.
En los Ochenta heredamos, en toda América del Sur, los gastos militares más altos de la Historia en proporción a los productos brutos, innecesarios para las nuevas políticas de cooperación con los vecinos. El doctor Alfonsín inició un proceso que, profundizado por Menem, nos permitió instaurar, en la entera región, los presupuestos de defensa más bajos del mundo entero versus los respectivos PBI, que permitieron derivar recursos a otras áreas y reordenar más eficientemente el gasto militar hacia las nuevas concepciones institucionales de convivencia cívico-militar y de inserción del país en el mundo. También esto se sigue hoy al pie de la letra, sin alteraciones sustanciales.
En diciembre de 1978, los mismos gobernantes que ya estaban armando el Cóndor II y que pronto desembarcarían en Malvinas, decidieron invadir Chile. La guerra fue impedida en cuestión de horas por la acción coincidente del Palacio San Martín y de algunos estados, principalmente el Vaticano y los EE.UU., quedando con la peor relación de toda nuestra historia con el gobierno de Santiago, que luego colaboró activamente con los ingleses.
Durante los ochenta, el doctor Alfonsín firmó con Pinochet el notable Tratado de Paz y Amistad de 1984 con cuya aplicación, a lo largo de los noventa, finiquitamos la totalidad de las centenarias disputas fronterizas con Chile, país que canceló su actitud pro-británica, pasó a ser el tercer inversor extranjero en Argentina y, desde entonces, no solo vota a favor del reclamo argentino sino que, a expreso pedido suyo, se convirtió en país patrocinante –el más alto nivel posible de compromiso- de nuestra posición en el Comité de Descolonización de la ONU, contra los argumentos ingleses. Por aquellos años, su matriz energética quedó estructuralmente ligada a la provisión de gas argentino, luego de firmarse los históricos acuerdos de complementación minera y energética cuando el canciller era Guido Di Tella.
No parece poca cosa para dos administraciones de política exterior a las que el doctor Bielsa no aparece reconociéndoles aportes positivos. Lo prueba el hecho evidente de que, incluido el actual, ningún gobierno posterior alteró la política de cooperación con Chile (inexistente antes de Alfonsín/Menem), complicada ahora en el asunto del gas, en que perdimos la muy estratégica provisión exclusiva, herramienta clave para la integración energética con un país importantísimo para el futuro de la Argentina.
La integración con los vecinos y el Mercosur configuran el más importante emprendimiento político argentino desde la Guerra de la Independencia. Para 1983, eso no existía. En ese tema tan importante, los gobiernos de Alfonsín y Menem escribieron páginas de una relevancia no superada, ni siquiera igualada, por las administraciones que les sucedieron. Hasta ahora, los aportes del actual gobierno al impulso integrador y a su sustrato estructural, la alianza con Brasil, no exhiben una envergadura ni de lejos comparable a los de las décadas del ochenta y noventa, que justificara la exclusión de al menos un mínimo de reconocimiento en el artículo del canciller.
Hasta en el tema de Malvinas, el de mayores discrepancias desde la recuperación de la democracia, un país que había iniciado y perdido esa guerra, durante los ochenta y los noventa pudo poner fin a las hostilidades, reestableció relaciones diplomáticas, que devolvieron a la Argentina el control de los recursos naturales renovables y no renovables, concertó un paraguas de soberanía y terminó firmando, en Londres, los acuerdos del 14 de julio de 1999, que rehabilitaron el diálogo y el acceso de los argentinos a las islas, como principio de reconstrucción de la situación previa al conflicto armado, única manera de volver al camino que, tarde o temprano, nos permitirá recuperar un territorio al que nunca renunciaremos.
No poca cosa para dos políticas exteriores cuyos esquemas sobre Malvinas han sido muy criticados, mas no cambiados, por la actual administración: el paraguas sigue vigente y los acuerdos de Londres no han sido denunciados.
Los mismos a los que se acusa de alineamiento automático decidieron no firmar el ALCA en el formato propuesto por Washington, prefiriendo concertar una negociación en bloque del Mercosur, la fórmula del 4+1, instaurada en los noventa y que se mantiene correctamente hasta el día de hoy, como una política de estado de la mayor importancia, que los actuales gobernantes continúan escrupulosamente. Y negarse al ALCA entonces era mucho, pero mucho más complicado que ahora. Nuestra convergencia con Estados Unidos, Europa y lo que se conoce como la Alianza Occidental fue puntualmente mantenida como política permanentes por todos los gobiernos posteriores, incluyendo el presente, magüer una posición ideológica tan ruidosamente declarada como muy diferente.
Recogen, en todo caso, la constancia del sentimiento colectivo. A pesar del extendido fastidio antinorteamericano, por lo general muy justificado, las encuestas cuatrianuales del CARI señalaron, en 1998 y 2002 que los argentinos, preguntados por las prioridades de nuestro relacionamiento internacional, contestamos de tal manera que las conclusiones de la encuesta consignan que “la consideración específica acerca del país del mundo con que la Argentina debiera tener las más firmes y estrechas relaciones sintetiza de alguna manera las principales tendencias de opinión: Estados Unidos, Brasil y Europa agotan en gran medida el horizonte sobre el cual la política exterior de la Argentina debiera diseñarse e implementarse, dejando escaso margen para otras opciones...”
Estas preferencias de la gente, que constituyen en tronco central de nuestra relación con el mundo, no existían –o no existían en ese grado- antes de 1983 y 1990. Ahora, las respalda la mayoría de los argentinos, subsisten hasta el día de hoy y fueron instaladas por las dos administraciones que lamentablemente no reciben reconocimiento en el artículo del doctor Bielsa.
Nuestra clase política
El penoso espectáculo de insultos sin argumentos que ha caracterizado, por caso, a la reciente campaña electoral, traduce puntualmente el bajísimo nivel del trato que se propinan quienes debieran dedicarse a mejorar la calidad de nuestra convivencia política. Párrafo aparte para la comedia de enredos que envolvieron al señor Borocotó y al propio Rafael Bielsa en su renuncia a la banca, aceptación de la embajada en Francia y posterior regreso a la banca antes renunciada, síntomas todos no solo de propias turpitudes sino de la naturaleza misma de una manera de entender al servicio público por parte de nuestra actual clase política.
Es en esas dirigencias donde encontramos la clase de conductas que degradan a nuestro sistema institucional y al módico prestigio que todavía nos queda en el mundo: es un indicio mayor de inmadurez y constituye, como tal, el síntoma de una profunda ineptitud para la construcción de coincidencias. Con esa actitud no se hace otra cosa que alentar la intolerancia interna y la confirmación de nuestro creciente aislamiento internacional.
Es nuestra opinión que la política exterior que dirigiera el doctor Bielsa fue altamente tributaria de la de sus predecesores, beneficiándose por la continuidad de notables aciertos de esas administraciones, verdaderos ejercicios de políticas de estado que hubieran merecido su reconocimiento.
Aquellos fueron años de enormes transformaciones. La caída del Muro de Berlín y la implosión de la Unión Soviética pusieron fin al orden planetario nacido en la segunda posguerra. El fenómeno de la globalización ganaba creciente velocidad impulsado por la revolución tecnológica de la información y las comunicaciones.
El país necesitaba adaptarse a las nuevas reglas de juego del mundo. A partir de 1983, Argentina había recuperado el control de su destino en manos de su pueblo y, con ello, la facultad de decidir cómo quería insertarse en el escenario internacional. El combate que las fuerzas de la democracia terminaron entonces de ganar en nuestra política interna para favorecer a los marginados y excluidos del proceso social y político, tuvo una naturaleza semejante al que, todavía hoy, continúa pendiente para que los países periféricos terminen quedando dentro y no fuera del sistema internacional.
La política exterior de aquellos años hubo de aparecer como una suerte de reedición de la alegoría de la caverna: afuera, más allá de nuestras disputas de vecindario, había un mundo que se preparaba para la competitividad y la globalización y que iba a pasarnos por arriba si no aprendíamos a trabajar juntos, moderando los recelos de facción.
En 1983 iniciábamos el período de vida constitucional más largo y exitoso de toda nuestra historia. La gobernabilidad que desde entonces todavía hoy disfrutamos, proviene de tres respuestas correctas a tres crisis esenciales:
Ante la crisis política del último gobierno militar, la respuesta del nunca más a la legitimación civil de golpes de Estado.
Un año antes, ante la tragedia de Malvinas, la respuesta del nunca más a una manera de relacionarnos con el mundo.
Y para 1989, ante la crisis de un esquema económico de aislamiento, la joven democracia argentina, recuperada sólo seis años antes, afrontaba su mayor desafío: el estallido de un orden económico cerrado e inflacionario que derivó en hiperinflación, parálisis productiva, agonía de un Estado burocrático y prebendario, agotamiento de reservas y caos social. El país necesitaba reconstruir su gobernabilidad y su tejido económico y debía hacerlo al mismo tiempo y con la misma lógica con que procuraba su inserción en el nuevo paisaje internacional, caracterizado por la superioridad estratégica indisputable de los Estados Unidos y la urgencia estratégica de aliarnos –no de enojarnos- con nuestros vecinos.
Había que modificar rápidamente las partes ya superadas de un esquema caracterizado por el aislamiento internacional, las tensiones con la primera potencia del mundo, las hipótesis de conflicto con nuestros vecinos, el amurallamiento de la economía, las actividades proliferantes y el desdén por la cooperación internacional.
En ese contexto se desplegaron las políticas exteriores de los ochenta y los noventa. Ya en la década de los sesenta Perón advertía que “la política puramente interna ha pasado a ser una cosa casi de provincias, hoy es todo política internacional, que juega dentro o fuera de los países”.
Con sus grandes diferencias, esos dos primeros gobiernos de la democracia optaron por afirmar sus visiones sin descalificar al adversario como contrario al interés nacional, en un mensaje que superaba a la parcialidad integrándola en la Historia. Entendieron bien que la inevitable globalización entrañaba tantos peligros como oportunidades y diseñaron maneras disímiles pero valiosas de integrarnos en el mundo, que minimizara los daños y maximizara los beneficios: un mejor vínculo con Estados Unidos y la Alianza Occidental, fortalecimiento del Mercosur, abolición de las armas de destrucción masiva, resolución de los diferendos fronterizos y alianza con Chile, y fortalecimiento de vínculos con Uruguay Paraguay y Bolivia. El aumento de las exportaciones y la búsqueda de los grandes mercados de la Cuenca del Pacífico se viabilizaron con la apertura de los pasos de Sico y Jama hacia Antofagasta, en Chile, con miras a avanzar rápidamente hacia el mercado asiático, en especial China. Estos fueron éxitos gracias a la excelente relación construida con Santiago a partir de la solución de los diferendos limítrofes y del ingreso de Chile como Estado asociado al Mercosur
Hoy en día ya son todas líneas de acción firmemente aceptadas, consagradas como políticas de estado. Pero que antes de los ochenta y noventa lisa y llanamente no existían. Alguien las instaló y merece respeto por ello.
Pero no solo, ni siquiera principalmente, por una acción de justicia histórica hacia conductas o personas del pasado: es nuestro futuro el que más se perjudica si marchamos hacia él desconociendo lo hecho por otros argentinos, solo en razón no pertenecen al espectro de las preferencias de quienes hoy gobiernan. Se sabe, en el mito, el gran interlocutor de Narciso era el espejo.
No se trata de un mero ejercicio de civismo sino de tener o no tener un concepto claro de lo que es la soberanía: los gobiernos representativos surgen de los votos, y las decisiones electorales son acumulativas, no juegos de suma cero. El “después de mi, el Diluvio” se aplica también a las vísperas.
Estadistas y meros operadores políticos
En un trabajo tan breve como sustancioso Juan Gabriel Tokatlián consigna el componente narcisista de todas las políticas exteriores argentinas, la nuestra incluida, desde la década de los sesenta hasta la actualidad. Alude, con acierto, a la expresión colectiva de esa condición, originada en nuestras entonces razonables expectativas de trascendencia internacional a principios del siglo veinte, pero devenidas en imposibles a partir de nuestra asombrosa declinación desde más o menos la fecha que señala Tokatlián.
El componente personal de ese sindrome colectivo ya se encuentra acusado en la frase liminar de Ortega y circula como lugar común en la visión que el mundo ha tenido siempre de los argentinos: individualmente destacados, colectivamente desastrosos, poco inclinados a valorar los aportes ajenos.
Como los argentinos ya vimos varias veces en el pasado, el síndrome narcisista suele expresarse en actitudes fundacionales: antes de mi, poco y nada bueno fue hecho, poco y nada encontré que sirviera para rescatar y presentarlo a la comunidad como una conducta digna de continuarse. Todo es la pesada herencia recibida.
Es poco recomendable considerarse a si mismo como un demócrata y al mismo tiempo ignorar los aportes de quienes nos precedieron. Una verdadera contradicción en los términos. En el mundo de hoy no existe ningún país exitoso, ni uno solo, sin políticas de estado, especialmente en materia internacional. Y, por definición, las políticas de estado necesitan del pasado reciente para buscar coincidencias entre líneas políticamente opuestas. Es la única forma de garantizar continuidades.
Desde el fin de los noventa, cuatro cancilleres después, los parámetros fundamentales de nuestras políticas exteriores no han cambiado: ya nadie propone retornar a No Alineados, votar en la ONU como Kadaffi o Komeini, exportar misiles, alejarnos de Estados Unidos y la Alianza Occidental, vender material nuclear sin salvaguardias, invadir a Chile, pelearnos con Uruguay, enfrentarnos con Brasil o comportarnos con Itamaraty como entonces India y Pakistán. Todo esto sigue vigente, se instaló en aquellos años y nadie lo ha cambiado.
Por aquellos años, la mayoría de las actividades especificas de la Cancillería estaban a cargo de funcionarios del Servicio Exterior de la Nación, en un porcentaje sensiblemente mayor que en la actualidad. Y el personal administrativo era la mitad del actual. La construcción, equipamiento y mantenimiento de los nuevos edificios de Cancillería tampoco se debieran ignorar. Entre los muy magros resultados de la reciente Cumbre de las Américas debe contabilizarse la ausencia de una cancillería profesional de peso, en condiciones de balancear inexperiencias y voluntarismos. La participación de funcionarios oficiales, alguno de la propia Cancillería, en la preparación y desarrollo de la Contracumbre resultó inédita en el mundo.
Hay algo, empero, que ya no se practica. Me consta que, durante los años de Di Tella, se invitaba, para información y consulta, con alguna frecuencia, a expertos y personalidades de la oposición ligadas a las relaciones exteriores. El entonces único ex presidente, tres futuros presidentes, la totalidad los ex cancilleres y sus vices acudieron en reiteradas oportunidades. Y entre los otros numerosos convocadas se contaron todos menos uno de quienes luego, en otros gobiernos, fueron designados cancilleres y, algunos, ministros de economía, así como hoy titulares de más de una cartera del gabinete del presidente Kirchner. Los actuales canciller y vice eran, por entonces, funcionarios de aquel gobierno, y el doctor Taiana, además, embajador. Y varios de los ahora embajadores políticos lo fueron, también, en aquellos años. Por el contrario, a quienes entonces así procedieron, hoy desde la Cancillería no los invitan ni a los actos por el 25 de Mayo.
Como pasa en todas las épocas, las políticas exteriores de los ochenta, de los noventa y de la Alianza seguramente no fueron perfectas. Tienen mucho para corregir. Pero sus errores no carecen de la compañía de aciertos aprovechables, de los que la entera sociedad tiene derecho a beneficiarse. Y que los sucesivos gobernantes debieran respetar como lo que son, emergentes culturales de la vida en democracia.
Esas políticas produjeron integración, no aislamiento. No se chocaba a cada rato con los vecinos ni con los principales países, socios comerciales e inversores. No justificaban las fricciones en las formas so pretexto de que se discuten intereses. La diplomacia siempre discute intereses, antes, ahora y en el futuro. Pero una diplomacia solvente sabe que los países trascienden a los gobiernos y a las personas y sabe que habrá que negociar una y otra vez con aquellos a quienes se desaire sin verdadera necesidad. Cuando las políticas exteriores se manejan apuntando a los beneficios electorales internos, aumenta la marginación del país en el mundo.
Integrarse no es solo viajar por medio planeta o recibir muchos invitados. Integrarse es establecer entendimientos con los países más adelantados y acuerdos de libre comercio con todos los mercados que resulte posible. Como hace Chile. Como hace México, como han hecho ya veintinueve latinoamericanos y como, seguramente, terminará haciéndolo Brasil, que cada día avanza más ocupando los espacios que nuestra actual diplomacia deja inexplicablemente vacíos.
Encerrarse en la subregión no es bueno para nadie. Si termináramos siendo funcionales a la división de América Latina, nos resultaría costosísimo. Urge un rápido cambio de actitud. La política exterior es manejada por hombres que son dirigentes en sus países. Deben siempre dar ejemplo de mesura, tolerancia y al menos un mínimo de conocimientos de la materia que conducen. Se sabe, en el mito, el interlocutor de Narciso era el espejo.
El desarrollo de las recientes Cumbre y Contracumbre de las Américas exhibió las desmesuras propias de una dirigencia hondamente desorientada, intoxicada por una catarsis formidable de pensamiento negativo, expresiones solo de odio, demonización y linchamientos que no resultan ajenas al carácter errático de nuestro comportamiento internacional. La Argentina merece mucho más que propuestas que se formulan casi siempre contra alguien, no a favor del mérito mayor de proyectos propios. Y empalma, no casualmente, con un sistema electoral que una y otra vez, como por un embudo, nos condena sin opción al voto castigo, en permanente confirmación de que, en política, para un argentino no parece haber nada peor que otro argentino. No por casualidad hace ya décadas se bautizó como la máquina de impedir a un sistema de pensamiento que consolida el statu quo en nombre de consignas revolucionarias.
Una dirigencia autista
Lo propio ocurre con la política exterior. Nuestra incompetencia para sacar provecho del mundo se origina en la naturaleza de nuestra vida política interna. La dirigencia política argentina, con insuficientes excepciones, es autista respecto de la realidad internacional y aborda los temas exteriores como un asunto más de campaña, sin comprender que las decisiones estratégicas exceden a la duración de uno o dos períodos presidenciales y requieren el consenso de quienes hoy son oposición y mañana pueden ser gobierno.
Es por ello que la principal herramienta de la política exterior viene siendo, desde hace décadas, sistemáticamente degradada por la entera clase política, a niveles nunca antes conocidos: la Cancillería argentina tiende aceleradamente a convertirse en mesa de saldos de la gimnasia partidaria, remanso para políticos en vacancia que se procuran alguna embajada o una posición expectante hasta que puedan emigrar hacia una más conveniente oportunidad electoral.
Borges escribió un cuento en el que los gobernantes mandaban a sus cartógrafos confeccionar un plano del mismo tamaño que el país y que, una vez extendido, ordenaron a todos los habitantes mudarse al mapa, abandonando la realidad. La conducta de facción es propia de la lucha política, pero cuando se arriba al poder es para representarnos a todos. Si una vez en el gobierno se continúa con la misma actitud, la ideologización de todo y las
visiones desde la parcialidad, terminan trasladándonos a un mundo de fantasía, una dimensión difusa donde se pierde la perspectiva.
Las décadas de los ochenta y noventa tienen que ser superadas. Como todas. Como también lo será la presente, cuando el tiempo le llegue. Ello incluirá el balance de los errores y también de los aciertos, que han existido, de la gestión del doctor Bielsa. En momentos en que el gobierno estrena un nuevo canciller, conviene recordar que es propio del estadista –no del mero operador político- separar la paja del trigo y rescatar el diálogo con los opositores y los aportes positivos que todos hayamos efectuado.
Es de desear que el próximo ministro recurra un poco menos al espejo y un poco más al teléfono.
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Andrés Cisneros , 20/04/2006 |
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