Rasgos del modelo.

 


A mediados del año 2001, cuando se profundizaba la crisis del hoy escasamente evocado gobierno de la Alianza, algunos empresarios, entre los que destacaba el nombre de José Ignacio de Mendiguren, consiguieron el aval de ciertos poderosos políticos bonaerenses para proponer una salida urgente de la convertibilidad a través de una fuerte devaluación que, por la vía de "un tipo de cambio competitivo", alentara la producción y las exportaciones. Bautizaron esa medicina con el nombre de "modelo productivo" y a partir de enero de 2002, tras los abruptos desplazamientos del gobierno aliancista y de la breve administración de Adolfo Rodríguez Saa, la fórmula fue puesta vigorosamente en práctica con el mentor de la idea sentado en una cartera hecha a su medida: el ministerio de la Producción.
Más allá de que De Mendiguren fue oportunamente disparado de su cargo y de que su protector político, el doctor Eduardo Duhalde, sería enfrentado, vilipendiado y derrotado por el candidato que él mismo había ungido, debe reconocerse que el "modelo" que ellos erigieron los sobrevivió y sigue rigiendo durante la presidencia de Néstor Kirchner, quien lo aplica con algunas leves variantes de sello propio.

Si se solicitara a los voceros del oficialismo que describieran los rasgos del modelo que impulsan, seguramente dirían (de hecho así lo plantean en su discurso público) que promueve la equidad social basado en el desarrollo de la producción nacional (particularmente de la pequeña y mediana industria), la inversión y la argentinización de la economía y que, merced al dólar alto, alienta las exportaciones.

Es oportuno comparar esa opinión con algunos datos de la realidad.

La noticia, conocida en estos días, de que la empresa cervecera Quilmes pasará a ser propiedad de capitales brasileros resultó para muchos observadores un golpe a la idea de que el "modelo productivo" contribuye a una argentinización de la economía. Un nuevo golpe, en rigor, ya que incluyen a Quilmes en una lista más extensa de grandes empresas que dejaron de tener mayoría accionaria de capitales nacionales. En esa nómina se inscriben nada menos que la emblemática cementera Loma Negra, el segmento energético de Pérez Companc (adquirido por Petrobras), la siderúrgica Acindar, el Banco del Buen Ayre, la textil Grafa, para citar sólo algunas.

En rigor, la disposición de capitales externos a invertir en el país más que una anomalía debería ser considerada un fenómeno positivo: Argentina no cuenta con suficiente ahorro interno para darle sustentabilidad a su crecimiento con las inversiones que precisa. Justamente la escasa inversión externa (adjudicable a la ausencia de seguridad jurídica y de un "clima de negocios" adecuado) es uno de los puntos vulnerables de nuestra economía. En 2005, pese a un repunte del 9 por ciento, la inversión extranjera directa apenas alcanzó los 4.700 millones de dólares, menos de la mitad de lo que absorbía cinco años atrás, para no mencionar los años '90, cuando la inversión extranjera directa per capita del país fue la segunda en el mundo, sólo detrás de la recibida por China. El leve avance de 2005 todavía mantiene a Argentina en el cuarto puesto continental, detrás no sólo de México y Brasil, sino también de Chile, que la supera por 2.500 millones.

El problema que hace observar como una disonancia la venta de Quilmes y de las otras grandes empresas a capitales brasileros reside en que el fenómeno muestra que la reducida inversión externa que recibe el país, antes que dirigirse a la creación de nuevos negocios y a la incorporación de nuevas tecnologías (como ocurrió, por caso, con la arrasadora modernización que en su momento experimentó el sector de las telecomunicaciones), apunta a la compra de empresas que estaban funcionando competitivamente con capital nacional.

Otro aspecto de este retroceso, ligado esta vez no a la titularidad de las empresas, sino a la competencia entre el trabajo argentino y el del exterior lo apuntó el viernes 14 Jorge Oviedo en su columna del diario La Nación. "El modelo productivo tiene serios problemas para pasar del dicho al hecho –señala el analista-. Por ejemplo, en 1997 y 1998 el mercado de automotores de Argentina llegó a ser de más de 500.000 unidades por año, en plena convertibilidad y con el hoy aborrecido uno a uno. Entonces la participación de unidades importadas no llegaba al 30 por ciento del total . El año en curso las previsiones empresarias fijan el total del mercado entre 440.000 y 480.000 unidades de las cuales el 60 por ciento será importadas."

Cabe agregar que, con dólar alto y peso devaluado, y compitiendo contra un Brasil que revaluó considerablemente su propia moneda, la balanza comercial con el vecino es deficitaria (casi 900 millones de dólares en lo que va de 2006), mientras era superavitaria en los tiempos de la convertibilidad.

La fórmula mágica del "modelo productivo", el dólar alto (que pulverizó los ingresos de trabajadores y jubilados), ha sido más eficaz para provocar recaudación impositiva del Estado (particularmente a través de las retenciones) que para explicar incrementos en las exportaciones. En principio, la matriz de las exportaciones argentinas no se ha modificado como pretendían los apologistas del modelo: las ventas al exterior de la industria sólo representan el 28 por ciento del total de exportaciones.

Es cierto que las exportaciones argentinas crecieron, pero las razones habría que buscarlas en otro punto (la buena coyuntura mundial y, principalmente, la presencia creciente de China y otros países en desarrollo en los mercados) antes que en la moneda devaluada. Un estudio del economista Aldo Abram compara los comportamientos exportadores de Argentina y de países que no sólo no redujeron el valor de sus monedas, sino que en algunos casos lo incrementaron, como Brasil. Desde junio de 2002, las exportaciones argentinas medidas en dólares subieron un 55,2 por ciento; las de Brasil, un 117,7 por ciento; las de Chile, un 121,4 por ciento. Los dos vecinos, con dinamismo, modernización y apertura, parecen haber aprovechado mejor las oportunidades de la economía mundial que la Argentina devaluada.

El nublado "clima de negocios" que los analistas mentan como obstáculo para favorecer la inversión se ha caracterizado por las actitudes de confrontación contra sectores (particularmente los más competitivos, acusados de ser "beneficiarios de los años 90" o de pretender "beneficios exagerados"), el aliento a operaciones de acoso por la vía de la acción directa, las medidas discrecionales (prohibición de exportaciones, anulación retroactiva de operaciones convenidas, etc). Ahora, para intervenir en ese paisaje complicado se ha incorporado otro elemento: la designación de Guillermo Moreno, un funcionario con fama de hombre duro, como negociador principal de los acuerdos de precios y vigía de la inflación, en carácter de secretario de Coordinación Técnica del ministerio de Economía. Ex secretario de Comunicaciones del gobierno (y hombre del superministro Julio De vido antes que de la titular del Palacio de Hacienda, formalmente su superior en el organigrama) entre otras coloridas anécdotas que pintan su estilo se cuenta que Moreno negoció tarifas con las empresas telefónicas con su pistola sobre la mesa.

Las grandes empresas y los productores del campo, imputados en los discursos de avaricia y codicia, no son los héroes ideales del imaginario oficialista. Ese lugar lo ocupanel Estado y las empresas pequeñas y medianas a las que, meramente por serlo se les adjudican virtudes cardinales.

En rigor, bajo el apelativo genérico de pymes vive un amplísimo espectro de compañías, muchas de ellas emprendedoras, transparentes y eficaces y muchas otras que se albergan sin futuro sustentable alguno en la búsqueda de tarifas congeladas, fuerza de trabajo barata, subsidios y sobreprotecciones que las amparen de la competencia. La mitología "productivista" estipula que hay que recortar los estímulos y ganancis de las empresas competitivas y grandes y sostener en cambio a las pequeñas o no competitivas. Los datos muestran algunas consecuencias: en las empresas grandes el empleo no registrado ("en negro") sólo incide en un 7,6 por ciento, mientras que en las pymes 3 de cada 4 empleados (un 74,2 por ciento) trabajan en negro, según lo determina una investigación del Instituto para el Desarrollo social Argentino basándose en datos del Banco Interamericano de Desarrollo. Trabajo no registrado equivale, en los hechos, a sueldos muy por debajo de la línea de pobreza (a menudo a la par de la línea de indigencia), ausencia cobertura social y provisional y, en muchos casos, como se ha comprobado en las últimas semanas, lo que se ha dado en llamar "trabajo esclavo". Vale señalar, al pasar, que la rama de la industria de la indumentaria, sector donde se destaca como directivo el padre ideológico de la devaluación "productivista", José Ignacio de Mendiguren, es una de las que más emplea trabajo en negro y "trabajo esclavo".

Como se ve, los rasgos visibles del "modelo productivo" no coinciden exactamente con las virtudes que alegan sus sostenedores: desnacionalización de empresas emblemáticas, escasa inversión nacional y extranjera, disminución del trabajo argentino en el intercambio externo, trabajo en negro y trabajo esclavo, altos índices de pobreza, ensanchamiento de la brecha de la inequidad, creciente rol del Estado a través de regulaciones, regímenes discrecionales (siempre propensos al riesgo de corrupción); castigo a la exportación a través de retenciones o lisa y llana prohibición (caso de la carne).

El espejo no siempre devuelve la imagen deseada o la que proyectan los discursos autocomplacientes.
Jorge Raventos , 17/04/2006

 

 

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