Autocrítica ajena.

 


Al cumplirse treinta años del golpe de estado que derrocó a María Estela Martínez de Perón, la caída de aquel gobierno -frágil, desorientado pero indiscutible expresión del acosado orden constitucional de ese momento- apenas si fue evocada por la copiosa, abrumadora lluvia de discursos idénticos y políticamente correctos que inundaron los medios. Se derrochó penosamente la ocasión de hacer memoria sobre la atmósfera que precedió y rodeó aquel golpe así como sobre las operaciones políticas, institucionales y periodísticas que le allanaron el camino y las que escoltaron fielmente al régimen castrense hasta las vísperas de su final, tras la derrota en Malvinas.
La magra atención puesta en la presidencia caída hace tres décadas encubre (o revela) un hecho indiscutible: la coincidencia objetiva entre los militares golpistas y los sectores llamados progresistas y los grupos guerrilleros de la época en relación con el gobierno legal. Los militares que ejecutaron el derrocamiento no eran los únicos que querían voltearlo; las organizaciones armadas y su amplia periferia de simpatizantes, promotores y comunicadores progresistas trabajaban igualmente por liquidar al gobierno constitucional. De hecho, trabajaban en ese sentido inclusive desde antes de la muerte de Juan Perón.

Amplios sectores de la opinión pública deseaban o alentaban el golpe. El escritor Ernesto Sábato, fiel termómetro de esa opinión pública, lo expresó así en esos días: “La inmensa mayoría de los argentinos rogaba por favor que las Fuerzas Armadas tomaran el poder”.

Con el paso del tiempo, tras la retirada desordenada del régimen militar después de la guerra de Malvinas y el retorno a la democracia, para muchos de esos sectores la versión más confortable de aquel período fue la llamada “teoría de los dos demonios”: dos minorías armadas igualmente alucinadas se habían enfrentado con violencia tomando al país y a la sociedad civil como rehén y víctima inocente. Por el plano inclinado del pensamiento políticamente correcto la mayor culpa se descargaba, en cualquier caso, sobre los militares porque habían realizado sus actos desde el Estado.

Lógicamente, la teoría de los dos demonios no era avalada por los ex militantes y dirigentes de las organizaciones armadas, que en modo alguno querían verse calificados como una de las expresiones del Mal. Pero quizás nadie como Hebe de Bonafini, la dirigente de Madres de Plaza de Mayo, expresó de modo más franco el repudio a esa teoría y la interpretación alternativa más extrema, culpabilizando al conjunto de la sociedad por haber acompañado, admitido, silenciado o tolerado los hechos de los años de plomo.

Este 24 de marzo el presidente Kirchner ha avanzado hacia una convergencia con esa interpretación de la señora de Bonafini. Después de haber obtenido espontáneas autocríticas de los jefes de estado mayor de las Fuerzas Armadas, Kirchner reclama ahora lo propio de otros sectores sociales, empresariales, eclesiales, periodísticos, políticos. El doctor Kirchner deja de lado, con modestia, todo protagonismo en la tarea autocrítica, cediendo con gentileza el escenario a otros actores. En rigor, su activismo durante los años del gobierno militar fue más bien económico que político y su identificación con la causa que hoy lo apasiona revela más bien una identificación retroactiva que una conducta de la época.

En cualquier caso, el Presidente se ubica en la estratégica posición de quien se dispone a administrar inculpaciones y absoluciones, un rol en el que parece sentirse cómodo no sólo en el plano de los derechos humanos.

Habrá que ver, con todo, si la opinión pública lo acompaña de buen grado en el reemplazo de la teoría de los dos demonios por ese reclamo generalizado de confesiones. La demonización funciona cuando se puede concentrar en una o pocas figuras o instituciones el mal y las culpas que se busca proyectar. La generalización de la culpa amenaza a demasiados. Esa amenaza puede volverse como un bumerán. El relato implícito sobre el que el Presidente viene asentando su prédica, hasta ahora exitosamente, es el de un héroe justiciero y frontal que llega para cambiar la historia enfrentando a todo tipo de corporaciones (militares, políticas, económicas, religiosas) para restablecer la Verdad y redimir con valentía al país y a su pueblo, al que le encarece permanentemente su ayuda para poder vencer a sus poderosos (y numerosos) enemigos. La música de fondo de ese relato ha sido la enérgica reactivación económica y el recuerdo cercano de la crisis profunda en que habían sumido al país la gestión de la Alianza y la devaluación del año 2002.

Los meses dirán si una vuelta de tuerca más atrevida y confrontativa del relato oficial, una opción menos incidental y más sostenida por el estatismo (como la que se viene consolidando tras la estatización de Aguas Argentinas) y evidencias más claras de aislamiento internacional obtienen el mismo éxito en momentos en que se incrementan los riesgos inflacionarios, se vuelven habituales los métodos de acción directa y se avecinan fuertes pujas por recuperación del ingreso de los sectores más sumergidos mientras las estadísticas indican que la inequidad en la distribución del ingreso casi duplica los índices de 1994.
Jorge Raventos , 27/03/2006

 

 

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