Ocurrió finalmente lo inevitable: el divorcio entre Néstor Kirchner y Roberto Lavagna. Pese al intento de minimizarlo en los anuncios, el relevo del ministro de Economía que Eduardo Duhalde le había dejado en herencia a esta administración resultó el último lunes de noviembre una noticia mucho más atrayente que la de los nombres de quienes ocuparían otras tres carteras del Ejecutivo, vacantes por el pase de sus titulares al Congreso. Y ello pese a que el nombramiento en Defensa de Nilda Garré, la embajadora en Venezuela y ex aliancista (para citar sólo la penúltima de sus identidades políticas), dejaba mucha tela para cortar. |
Hacía meses que Kirchner y Lavagna venían visteándose como púgiles, el primero aguardando que el otro renunciara de motu propio, éste determinado a que el precio de su alejamiento lo pagara el Presidente, echándolo. Lavagna triunfó en esa silenciosa pulseada: él eligió el momento de irse y provocó la reacción presidencial a partir de su improbablemente ingenua alusión a los sobreprecios de algunas obras públicas y su asistencia al foro de IDEA después de que Kirchner demonizara a su titular, Alfredo Coto, y a sus colegas supermercadistas como culpables del alza de precios.
En otro momento el Presidente podría haberse hecho el distraído ante esos desafíos o podría haberlos resuelto en privado, pero después de la derrota política sufrida en la Capital, donde fue impotente para salvar del juicio político a su aliado Aníbal Ibarra, Kirchner necesitaba dejar sentado que cuenta con poder suficiente para atemorizar a sus adversarios. Tolerar la disidencia abierta de su ministro habría reforzado una imagen de debilidad que el Presidente aborrece, precisamente en el instante en que se disponía a acentuar el empleo de presiones y métodos “heterodoxos” para afrontar lo que contempla como su mayor riesgo: el descontrol inflacionario.
Se había señalado en esta columna que Lavagna “no ignora que si el Presidente asume el riesgo de despedirlo, la papa caliente de la inflación quedará depositada en Balcarce 50, sin intermediarios”. Es lo que sucedió. La ex presidente del Banco Nación, Felisa Miceli, ahora a cargo del Palacio de Hacienda reemplazó a Lavagna pero no podrá sustituir la responsabilidad presidencial en el diseño de la política antiinflacionario. Kirchner no dejó ninguna duda acerca de que es la Casa Rosada, con auxilios pero sin compartir el mando, la que asume la jefatura y el diseño de esa cruzada. Fue el Presidente el que convocó a los intendentes y a las organizaciones sociales a constituir una “liga” para vigilar los precios; fue él quien se involucró personalmente en la búsqueda de acuerdos sobre los productos lácteos y fue un hombre de su máxima intimidad (el ministro de Infraestructura, Julio De Vido) el que negoció con los supermercadistas un pacto para rebajar durante 90 días los precios de 250 productos de primera necesidad, aprobado en líneas generales pero que aún resta especificar en sus detalles …y luego poner en práctica.
El gobierno, con el Presidente a la cabeza, están lanzados a controlar el comportamiento de los precios en el corto plazo, inspirados por una consigna que evoca al desaparecido Alvaro Alsogaray: esta vez hay que pasar el verano. Con más de 1 por ciento de inflación en noviembre y la perspectiva de una tasa superior en diciembre, el oficialismo teme que las pulsiones inflacionarias despeguen y se realimenten con una aceleración de las pujas distributivas que ya están agresivamente a la vista.
En el flamante equipo económico hay conciencia de que los mecanismos de corto plazo que se han puesto en funcionamiento deben ser acompañados por políticas de fondo, destinadas a impulsar la oferta de bienes. Pero esto depende de la inversión, una variable que se comporta muy morosamente.
Los controles, por otra parte, ya empiezan –antes de aplicarse- a promover tensiones sectoriales: los dueños de las góndolas obviamente no quieren ser los que absorban en soledad la presión oficial y reclaman que el apretón bajista del gobierno se extienda a los pasos anteriores de las cadenas de valor de los productos que ellos venden. La presión y los controles deberían, así, desplazarse a las fábricas y a los servicios que intervienen en los costos. Y a las aspiraciones salariales de los sindicatos. Para encarar una tarea de esas dimensiones difícilmente alcance con la “liga antiinflacionaria” bautizada por Kirchner.
El gobierno sabe que esa es una vastísima tarea, que hay en marcha lo que los economistas llaman un reacomodamiento de los precios relativos, es decir: una tendencia a la suba de precios que quedaron retrasados en relación con otros. Por el momento sólo aspiran, con “palo y zanahoria”, como esclareció una funcionaria saliente, a postergar todo el tiempo que puedan ese reacomodamiento, de modo de que no siga subiendo la temperatura en la caldera social.
En cualquier caso, más allá de la viabilidad o la practicabilidad de los controles y acuerdos de precios (que tantas veces se intentaron y fracasaron), lo que puede observarse es que la rebaja de precios en los supermercados no alcanza para resolver el problema en los sectores más postergados de la pirámide social. La mayoría de los pobres (y un alto porcentaje de la clase media baja) no hacen sus compras en esos establecimientos. Un estudio reciente de la Universidad Austral comprobó que esos consumidores (que representan el 70 por ciento de los hogares del país, abarcan el 75 por ciento de la población y constituyen el 58 por ciento del mercado de alimentación) compran muy poco en grandes supermercados: entre un 13 por ciento en los segmentos más bajos y un 31por ciento en la clase media empobrecida; estos sectores concurren a almacenes y a autoservicios próximos a sus domicilios. ¿Llegarán la presión y los controles hasta esos pequeños comercios?
La atrevida política antiinflacionario concebida y comandada por el Presidente será juzgada por sus resultados.
Entretanto el doctor Kirchner, que aún no ha concluido la integración del gabinete (medita en Calafate sobre designaciones en segundas y terceras líneas), ha dado ya señales de su concepción sobre esta nueva etapa de su gobierno: antes que aceptar las exhortaciones de analistas y de expresiones moderadas del campo político en el sentido de ampliar el espectro de sus apoyos incorporando a representantes de líneas potencialmente aliadas, ha preferido consolidar su propia fuerza, rodeándose de cuadros que considera leales e incondicionales, como quien se prepara para batallas decisivas. El signo de su nuevo gabinete confirma y acentúa el rumbo que fue adoptando a lo largo de los dos primeros años de gestión y que ya se había remarcado en ocasión de la Cumbre de Mar del Plata: una aproximación cada vez más intensa a la política del venezolano Hugo Chávez y un distanciamiento cada vez mayor del bloque americano mayoritario en el que se destacan México, Estados Unidos y Colombia; la tendencia a aflojar los vínculos con los organismos internacionales de crédito; cautela o resignación frente a los movimientos de protesta callejera; sospecha o animosidad frente a los sectores empresarios más notorios o competitivos; confrontacionismo permanente.
Hasta ahora sus movimientos se han desplegado casi sin resistencia, más que por el poder del gobierno, por la inexistencia de fuerzas políticas que lo enfrenten, por la disgregación opositora, por el temor de quienes han sido blanco de sus embates, por la ausencia de un sistema político articulado. El Presidente sigue contando con esas ventajas. Sus desafíos no provienen de fuerzas organizadas. Sólo de la realida
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Jorge Raventos , 05/12/2005 |
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