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Sin conciencia histórica no hay cultura política. |
Sin un punto de anclaje que permita ordenar el análisis crítico de los hechos, crece peligrosamente la confusión y la tendencia a oscilar entre la euforia y la depresión, la ilusión y la desesperanza.
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La vorágine de los acontecimientos, en constante e inusitada aceleración, obliga a la búsqueda de claves de interpretación histórica capaces de exceder los plazos cada vez más breves que impone esta agitada coyuntura y, a la vez, de posibilitar una mirada distinta sobre el presente argentino. Sin un punto de anclaje que permita ordenar el análisis crítico de los hechos, crece peligrosamente la confusión y la tendencia a oscilar entre la euforia y la depresión, la ilusión y la desesperanza.
Desde una perspectiva histórica, puede afirmarse que el estrepitoso fracaso de la experiencia de la Alianza estaba inscripto en los propios resultados electorales de 1999. La victoria del binomio integrado por Fernando De la Rúa y Carlos Álvarez, en aquella época los dos más importantes dirigentes políticos de la Capital Federal, bautizada por sus adversarios como "la fórmula del Obelisco", estuvo entonces acompañada por el triunfo del peronismo en la mayoría de las provincias argentinas, incluidas las tres principales (Buenos Aires, Córdoba y Santa Fe).
El saldo de esa inédita situación fue que, por primera vez en la historia de la Argentina moderna, surgió un gobierno nacional de un signo político distinto al imperante en la mayoría de las provincias. La última vez que ocurrió algo semejante fue en 1916, cuando Hipólito Yrigoyen asumió la presidencia y se valió de su incuestionable legitimidad democrática para utilizar el recurso de la intervención federal a fin de controlar políticamente a las provincias con gobierno conservador, de origen fraudulento. Privado de la posibilidad de emplear ese mecanismo, a De la Rúa le tocó de entrada encabezar uno de los gobiernos institucionalmente más débiles de la historia política argentina.
Pero no fue esa inequívoca debilidad congénita la causa de la caída del gobierno de la Alianza. La desintegración total del poder acaeció cuando la propia clase media de la ciudad de Buenos Aires, harta y desilusionada por tanta incapacidad gubernamental, resolvió ejercer ruidosamente la autocrítica y poner punto final a la experiencia política que había entronizado con su voto dos años atrás.
El peronismo tampoco quedó exento de las consecuencias de esta situación. Al abandonar el gobierno nacional, profundizó una fuerte tendencia hacia la horizontalización política ya insinuada en los últimos años del mandato de Carlos Menem. Carente de un liderazgo político unificador, su sistema de decisiones quedó en la práctica básicamente en manos de una estructura colegiada a cargo de los gobernadores de catorce provincias, varios de los cuales no ocultaban ni ocultan sus legítimas ambiciones presidenciales.
El derrumbe precipitado del gobierno de la Alianza hizo entonces que, ante la vacancia del poder nacional, la sucesión de De la Rúa fuera determinada por un trabajoso compromiso político, de carácter provisorio, forjado en el seno de esa suerte de Liga de Gobernadores. La nominación de Adolfo Rodríguez Saá fue consecuencia de la acción de once de esos catorce gobernadores, pertenecientes a las denominadas "provincias chicas" y nucleados en el Frente Federal Solidario, que en diciembre pasado había impuesto la designación de Ramón Puerta como presidente del Senado.
Tras la negativa de Puerta, candidato originario del Frente Federal, Rodríguez Saá constituyó la única alternativa viable frente a la iniciativa política del activo "polo bonaerense", expresado bicefálicamente por Eduardo Duhalde y Carlos Ruckauf. El acotadísimo límite temporal impuesto a su designación y la inmediata convocatoria a elecciones fueron el precio político impuesto por las "provincias grandes" en ese efímero acuerdo.
La rápida pérdida de aquel consenso originario que experimentó Rodríguez Saá entre sus pares, puesta de manifiesto en la frustrada reunión de Chapadmalal del domingo 30 de diciembre, motivó su intempestiva renuncia. En ese contexto, la Liga de Gobernadores quedó sin alternativa de recambio y el polo peronista de la provincia de Buenos Aires, erigido en primera minoría del mosaico nacional del justicialismo, impuso la suya. Lo consiguió a partir de un acuerdo político con el radicalismo bonaerense, liderado por Raúl Alfonsín, que en cualquier contingencia le garantizaba el respaldo numérico necesario en la Asamblea Legislativa.
Aunque no haya sido por la vía electoral, Duhalde es el primer ex gobernador de la provincia de Buenos Aires que consigue acceder a la Casa Rosada. El único antecedente fue el de Bartolomé Mitre, quien en 1861 también llegó a la presidencia desde la gobernación de Buenos Aires. Pero en ese momento Buenos Aires no formaba parte de la Confederación Argentina y su elección como presidente fue el resultado político de la batalla de Pavón.
Por aquellos misterios insondables de la historia, Rodríguez Saá también fue el primer puntano que desempeñó la primera magistratura, aunque sea por siete días, salvo el antecedente del general Juan Pedernera, un antiguo jefe militar de las guerras de la independencia, que fue vicepresidente de Santiago Derqui y que, después de Pavón, fue por cuarenta y ocho horas el presidente interino encargado de declarar la acefalía de la Confederación, hija de la Liga de Gobernadores formada después de Caseros, y de entregar al propio Mitre la presidencia provisional de la República.
En cambio, no es un maleficio históricamente inexplicable el hecho de que ningún gobernador bonaerense haya ganado una elección presidencial. Historiadores como Jorge Abelardo Ramos han explicado ya largamente que el recuerdo de Juan Manuel de Rosas, único argentino que logró reunir simultáneamente en sus propias manos la jefatura política de la poderosa provincia de Buenos Aires y de toda la Nación Argentina, dejó una huella imborrable que hizo que desde 1853 las provincias del interior actuasen siempre para evitarlo.
Entre los cuatro presidentes reelectos en la historia constitucional argentina, hubo sí dos grandes líderes populares nacidos en la provincia de Buenos Aires: Hipólito Yrigoyen y Juan Perón. Ninguno de los dos fue antes gobernador de Buenos Aires. En cambio, hay dos ejemplos históricos de sendos liderazgos políticos nacionales surgidos desde el interior del país que vencieron la oposición de los respectivos gobernadores bonaerenses. El primero fue el de Julio Argentino Roca, quien en 1880 fue el candidato de una Liga de Gobernadores con eje en Córdoba que derrotó al gobernador mitrista Carlos Tejedor. El segundo fue el de Carlos Menem, quien en 1988 le ganó a Antonio Cafiero la elección interna por la candidatura presidencial del peronismo. En ambos casos, contaron con un fuerte aliado político dentro de la provincia de Buenos Aires. En el caso de Roca fue nada menos que Carlos Pellegrini. El aliado de Menem fue, paradójicamente, Duhalde.
En la actualidad, el hecho de que el intendente de La Plata, Julio Alak, haya aceptado la oferta de acompañar en la fórmula presidencial a José Manuel De la Sota y la asunción como gobernador de Felipe Solá, otra figura relativamente nueva en la dirigencia peronista bonaerense, constituyen dos elementos dignos de tenerse en cuenta para el futuro inmediato. Porque el peronismo es una fuerza política nacional y no una confederación de partidos provinciales. En el curso de esta nueva etapa de transición, está entonces obligado a dirimir su futuro liderazgo político y su candidatura presidencial en una competencia de carácter nacional que se dará en las urnas y en la que cualquier dirigente del interior con posibilidades de éxito tendrá que articular una alianza estratégica en la provincia de Buenos Aires.
La historia es lo contrario de la futurología. Pero sin conciencia histórica no hay cultura política.
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Pascual Albanese , 03/01/2002 |
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