Un fin y un principio.

 

La crisis que terminó los días presidenciales de Fernando De la Rúa y llevó a la Casa Rosada al puntano Adolfo Rodríguez Saá fue vertiginosa pero no imprevisible. Y no ha concluido.
Los saqueos a supermercados se habían iniciado el viernes 14. El gobierno de Fernando De la Rúa, una vez más, careció de reflejos para observar el síntoma y actuar en consecuencia. El desbarajuste de la política social fue proverbial en la administración aliancista desde el inicio, cuando estuvo en manos de Graciela Fernández Meijide. La propuesta más ambiciosa en ese campo surgida de la administración radical (la unificación de los programas, el empadronamiento de los beneficiarios, la descentralización con participación de organizaciones no gubernamentales) fue obra de Patricia Bullrich, nunca llegó a ponerse en práctica y quedó sepultada con el apartamiento de su autora. En esa falencia hay que buscar uno de los motivos principales de los acontecimientos que terminaron por empujar al precipicio, primero a Domingo Cavallo y rápidamente al propio De la Rúa y a su gobierno. El sociólogo Artemio López, un consultor habitual de la administración que cesó el viernes último, señaló ese mismo día que la masa de indigentes de la sociedad argentina se duplicó entre el año 2000 y el 2001.

Otro detonante del estallido residió en la bancarización forzosa que quiso implantar Domingo Cavallo. Al aplicarse, habíamos advertido: "La bancarización forzosa que impulsan las medidas de la semana última puede acreditar el mérito de buscar una economía más transparente y el blanqueo de la actividad informal. Pero lo cierto es que la economía en negro es una parte sustancial de la actividad económica argentina, con efectos sobre la economía formal. Si la bancarización forzosa se traduce en una mayor caída de la actividad, lloviendo sobre mojado en un paisaje económico depresivo, el remedio sería peor que la enfermedad". Los sectores más deprimidos de la economía en negro, los que ejecutan las tareas más marginales y peor remuneradas, fueron las principales víctimas de esas medidas: impedidos de bancarizarse (los changuistas, los cartoneros, los peones temporarios de labores humildes no tienen cuenta bancaria ni cobran con cheques), directamente quedaron privados de todo ingreso. En tres semanas de vigencia de la bancarización forzosa, esos grandes contingentes desprotegidos agotaron sus reservas de efectivo, de alimentos...y de paciencia. La ausencia o precariedad de la ayuda directa por parte del Estado había derrumbado ya todo dique de contención.


Necesidades diversas pero irritación generalizada


Las víctimas propiciatorias del estallido fueron los supermercados y almacenes más o menos próximos a los vecindarios más empobrecidos y, de paso, otros comercios (principalmente de electrodomésticos) y hasta camiones de transporte de diversos tipos de mercadería. La curiosa cobertura de algunos medios audiovisuales contribuyó a extender el reguero de los saqueos y hasta pareció justificar aquellos vinculados con productos alimenticios ("por hambre", "por necesidad"), opacando así el hecho de que la responsabilidad fundamental de dar cobertura a esa demanda de ayuda social recae sobre el Estado y no en los comercios particulares.

Rotas las compuertas del orden, el saqueo fue acompañado por el vandalismo liso y llano, en algunos casos obra de espontáneos y en otros, de grupos organizados. En la noche del jueves 20, después de un discurso pobre y desubicado de Fernando De la Rúa, el camino abierto por la furia de los pobres fue transitado, con su propio estilo, por las clases medias y altas de la ciudad de Buenos Aires, no empujadas por el hambre, sino por la irritación de no poder disponer libremente de sus ahorros, encarcelados en los bancos, así como por la desilusión ante un gobierno (y un ministro de economía) en el que sucesivamente habían depositado su voto y sus fervores. El poder, que se había estado centrifugando a velocidad creciente durante los dos años de administración aliancista, quedó pulverizado tras la manifestación de la clase media, orientada más por el cuestionamiento y la negatividad que por la esperanza. La renuncia de Domingo Cavallo - blanco ahora de los insultos de tantos que antes lo ovacionaban - adelantaba la caída del Presidente.


El fin de un poder que no fue


Anticipando el paisaje que dejarían las elecciones de octubre, a principios de ese mes señalamos: "Al minimizarse la carga representada por los opositores de dentro de la Alianza como consecuencia del voto ciudadano, el Presidente puede adquirir unos necesarios grados de libertad para gobernar, si bien que los obtenga no necesariamente quiere decir que los use. Depende de él. Hoy todo el mundo aguarda lo que De la Rúa decidirá hacer el día siguiente de las elecciones. Si no hace lo que indica la realidad - la búsqueda de un acuerdo de gobernabilidad con el peronismo -, todo el mundo aguardará el día menos pensado". Ahora se sabe que ese día se inició con el cacerolazo del jueves 20.

Sin poder efectivo en el país, el campo llano dejado por la demostración de las clases medias sería aún escenario, el viernes 21, de las batallas entre pequeños grupos violentos y una policía anómica, conminada a reprimir sin objetivos por una autoridad en fuga. El resultado fue costoso en vidas y en bienes. De la Rúa, abandonado por sus propios líderes parlamentarios, ni siquiera esperó la respuesta de los gobernadores peronistas a su solicitud de cooperación: presentó su renuncia manuscrita y, quizás con un fondo de alivio, dejó la Casa Rosada en un helicóptero blanco. La responsabilidad del poder terminaba de desplomarse sobre el peronismo.


Múltiples intentos de influencia sobre el peronismo


La dispersión del poder nacional también se expresa, aunque más atenuadamente, en el seno del justicialismo, donde se distinguen varios focos de influencia, ligados por vasos comunicantes pero en muchos casos contradictorios. Es previsible que esas contradicciones tiendan a agudizarse en un momento en el que la implosión del gobierno aliancista convierte al peronismo en el escenario casi único de expresión política del conjunto de presiones, esperanzas y temores de la sociedad argentina.

Desde el momento mismo en que De la Rúa estampó su firma bajo el texto de su dimisión pudo observarse, por ejemplo, la formidable maniobra de presión de los sectores que impulsan la devaluación (o flotación) del peso, que inclusive contó como instrumento con importantes medios de difusión. Esos sectores - con enclaves en algunos aparatos del justicialismo - presentaban como número puesto del gobierno en cierne un programa basado en el fin de la convertibilidad, la devaluación y "pesificación" compulsiva de la economía. Esa propuesta económica se conjugaba con las aspiraciones políticas de algunos precandidatos (explícitos o implícitos) del peronismo, que jugaban sus cartas a la designación en la Asamblea Legislativa de un presidente de duración corta que se dedicara a realizar esa "tarea sucia" para allanarles el camino a una victoria probable en dos o tres meses.

Con la masa de los depósitos dolarizada, hoy una devaluación incrementaría su carácter explosivo porque debería ser precedida por una "pesificación" compulsiva, que sin duda sería interpretada por el tendal de víctimas que dejaría una operación de esa naturaleza como una expropiación injustificable y arbitraria y generaría una incontrolable reacción social. Puede agregarse que, mientras la devaluación licuaría los ingresos fijos de los ciudadanos, la "pesificación" compulsiva arrasaría los ahorros de la mayoría de la población que buscó refugio en los depósitos en dólar.

La elección del puntano Adolfo Rodríguez Saá como presidente, tras el breve y eficaz interinato del misionero Ramón Puerta, aventó por el momento la concreción de ese programa. Rodríguez Saá se ha comprometido con el sostenimiento de la convertibilidad y el uno a uno, con el principio del déficit cero (que él aplica desde hace años y con notorio éxito en su provincia), con el achicamiento drástico del gasto estatal y con una política de promoción del empleo y de la red de solidaridad social destinada a los sectores más sumergidas. El nuevo Presidente promete gobernar para contener la crisis durante el tiempo que le toque y no piensa dedicar ese tiempo a realizar ningún "trabajo sucio" a cuenta de terceros. A los precandidatos electorales que le proponían ese programa les aconsejó que lo incluyan en sus plataformas electorales y se lo expliquen con transparencia a la ciudadanía.

Pero Rodríguez Saá asumió encorsetado por un período breve, impuesto por los gobernadores de dos provincias grandes con aspiraciones electorales. La duración del mandato de Rodríguez Saá fue tema de debate en el cónclave de gobernadores, diputados y senadores peronistas. Y también lo ha sido (y seguramente lo será) más allá de ese círculo de decisión. Quienes argumentaron a favor del período breve lo hicieron menos explicitando el deseo de los gobernadores-candidatos de llegar a la Casa Rosada que sosteniendo la idea de que "el presidente que concluya el mandato de De la Rúa debe contar con la legitimación del voto popular".

Quienes sostuvieron la idea de un "mandato largo" (es decir: que Rodríguez Saá ejerza hasta el 2003) subrayaron, por su lado, que el país se encuentra en emergencia y que un presidente de dos meses se encontraría limitado para encarar las medidas y negociaciones de fondo que hay que asumir ya mismo para reconstruir el poder político. Agregaron que, en medio de una crisis que está lejos de haberse superado, una campaña electoral es costosa e inoportuna. Pero el peso de las provincias grandes prevaleció en el cónclave peronista. Sin embargo, los acontecimientos recientes demuestran que las decisiones sostenibles necesitan de más apoyos que los que surgen de un recinto de poder. En principio, el radicalismo, pese a su estado de colapso, se unificó para discutir el tema de la duración limitada del mandato. Y se han oído voces de prestigiosos juristas dictaminando la ilegalidad del plazo corto. El doctor Gregorio Badén, por ejemplo, sentenció que "la actual ley de acefalía establece que el presidente que elige la Asamblea Legislativa es definitivo. Si pretende designar un presidente por pocos meses para hacer luego comicios, la Asamblea debe modificar la Ley de Acefalía". Por lo visto, la duración del mandato de Rodríguez Saá puede terminar siendo arbitrada en el ámbito de la Justicia. No es menos vidriosa, en términos jurídicos, la idea de convocar a los comicios del 3 de marzo mediante el sistema de lemas electorales, un procedimiento contra el que se alza unánimemente la actual oposición (radicales, frepasistas, ARI, etc.).

En cualquier caso, las elecciones del 3 de marzo y la fórmula bajo la que se realizarán parecen convertirse en un motivo de controversias políticas y jurídicas en un momento en el que Argentina necesita, más bien, trabajar con criterios cooperativos de unión y pacificación para resolver la emergencia. Finalizada la etapa aliancista, el peronismo inicia una nueva que entraña un fuerte desafío. La crisis continúa. La dispersión del poder nacional también, aunque ahora esté presente la esperanza en una reconstrucción. El presidente Rodríguez Saá tiene una tarea dura por delante.


(Reproducción del artículo publicado el domingo 23 de diciembre en el diario "La Capital" de Mar del Plata)
Jorge Raventos , 27/12/2001

 

 

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