Andrés Cisneros analiza provisoriamente lo que han sido las grandes líneas de rechazo que explican las votaciones adversas a la Constitución Europea en Francia y Holanda,
la suspensión sin fecha de la consulta popular en Gran Bretaña y el generalizado desconcierto sobre el futuro constitucional que campea en el Viejo Continente.
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El reciente anuncio de Tony Blair suspendiendo sin fecha la consulta popular en su país por la adopción de la vapuleada Constitución Europea termina de sepultar las expectativas de sus colegas de Francia y Alemania por ayudarlos a imponer un texto que, a todas luces, si algún consenso genera, es en contra de su aceptación. La “Constitución de los Grandes,” redactada por burócratas sin alma, quedará para el recuerdo.
Aunque las causas del rechazo reconocen múltiples orígenes, no ha sido menor la desconfianza generalizada en un instrumento legal que apareció confeccionado en las frialdades sin alma de la burocracia de Bruselas, con cuya creciente influencia el europeo medio se encuentra cada día más incómodo. A casi medio siglo de distancia, aparece confirmado el temor de Hanna Arendt: “la silenciosa dictadura anónima de las oficinas.” Contra eso también se votó.
Se ha afirmado que toda constitución es un parte de batalla escrito por quienes la ganaron. Desde esa óptica, el pilar esencial del orden jurídico aparece originado por un acto de fuerza. La verdad es que la inmensa mayoría de las cartas magnas hoy vigentes, la nuestra incluida, provienen, efectivamente, de un previo choque armado de voluntades.
La Unión Europea procuró alcanzar los mismos resultados, pero por el consenso, no la imposición. Lo hizo al someter a consultas populares a los regímenes nacionales de cada uno de sus miembros y, ahora, para la adopción o no de una constitución europea en común.
Las bondades intrínsecas de una constitución han sido raramente tomadas en cuenta por las grandes mayorías, que por lo general optan por aceptarlas o rechazarlas según la coyuntura política del momento. Todos recordamos, siquiera del colegio, cómo, en el primer intento constitucional argentino, lo que resultó en la práctica decisivo fue el apoyar o repudiar a Rivadavia, númen político de su gestación.
Cualquiera que haya seguido los debates en los recientes plebiscitos de Francia y Holanda pudo comprobar que los argumentos por el “Si” correspondían casi siempre a visiones estratégicas, a los beneficios de largo alcance con que ambas sociedades se beneficiarían adoptando el nuevo orden jurídico. Y que quienes alegaban por el “No,” más bien insistían en los perjuicios concretos, inminentes, que los ciudadanos sufrirían en caso de triunfar la aceptación.
Esa es la dificultad esencial que afrontan los cambios estructurales: afectar inevitablemente intereses inmediatos que mucha gente tiende a defender por sobre las expectativas de beneficios superiores pero demasiado alejados en el tiempo. Estos plebiscitos europeos aparecen signados por esa disyuntiva inevitable del pájaro en mano o ciento volando.
Sin embargo, resultaría insuficiente considerar que la mayoría de los votantes privilegió sus temores ante la inmigración, el aumento de gastos comunitarios, la competencia desleal o la permeabilidad de sus fronteras, sin tomar en cuenta consideraciones de orden más profundo. Porque en estos plebiscitos, las sociedades del Viejo Continente, de manera conciente o no, estuvieron y estarán pronunciándose también sobre un aspecto profundamente estructural de su vida en sociedad: la manera en que cada una aspira a diseñar los términos en que pretende relacionarse con el rasgo esencial de nuestro tiempo, que es el fenómeno de la globalización.
En el caso francés, especialmente, resulta muy evidente que se trata de una sociedad con un alto cuestionamiento a lo que podría describirse como un proceso globalizador demasiado complaciente con los dictados del mercado y más bien expresivo de una visión sajona y extremadamente capitalista del mundo y de las cosas, e identificaron a la eventual aceptación de la Constitución Europea, en su actual redacción, como una vía de adhesión no suficientemente crítica a un esquema que, tal como está, no los convence.
En el mundo de hoy, no hay proceso alguno que no se encuentre afectado por el grado en que se acerque o distancie de la corriente globalizadora que hoy caracteriza al escenario internacional, y el fenómeno de la Constitución Europea no escapa a esa dialéctica. Veremos, seguramente, cómo los líderes del Viejo Continente trabajará de aquí en más para readaptar estas propuestas constitucionales, en su doble dimensión de ingreso conjunto al mundo globalizado y que, al mismo tiempo, exprese más convincentemente las características diferenciadas de sus propias sociedades.
La manera en que aspiramos a vincularnos con la globalización es el dato principal de nuestra época. Nos afecta a todos. Durante los años noventa, los argentinos hicimos una experiencia que muchos aplauden y muchos otros consideraron inadecuada, perjudicial. Pronto, al igual que en este caso los europeos, al igual que todo el mundo, deberemos tentar de nuevo algún mecanismo de vinculación provechosa con la globalización. Es de esperar que cada una de las sociedades involucradas, empezando por la nuestra, diseñe alguna fórmula, al mismo tiempo eficaz y consensuada, que consista en algo más que el atajo de simplemente retroceder treinta años, a un supuesto mundo feliz donde tal dilema todavía no nos enfrentaba.
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Andrés Cisneros , 11/06/2005 |
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