Brasil pra frente ¿Argentina pra onde?

 


Presentamos un trabajo de Andrés Cisneros sobre el actual momento de la relación política con Brasil, que consiste en un desarrollo más extenso del rtículo “Brasil nunca nos mintió” publicado por el diario La Nación el pasado 10 de mayo.
Las recientes rispideces entre los gobiernos de Argentina y Brasil pudieron tener algún aspecto atribuible al carácter personal de los más altos protagonistas, pero no debemos llamarnos a engaño: las idas y vueltas de nuestra relación corresponden a su naturaleza estructural, no ocasional.

Brasil nunca nos mintió: siempre fueron evidentes sus aspiraciones de potencia mundial e imperio sudamericano. Solo la euforia inicial por la integración pudo hacernos creer que nos encaminábamos a una asociación más equilibrada, como la Unión Europea.

Allí, Alemania es individualmente más fuerte que cualquiera de sus otros miembros, pero mucho más débil que la sumatoria de todos ellos. Entre nosotros, Brasil no es solo más grande que cualquiera de sus socios sino también que la sumatoria -incluso duplicada- de todos ellos. El desequilibrio es enorme. Por otra parte, en la Unión Europea, el país más fuerte es el que menos problemas tiene, por eso puede marcar un rumbo disciplinado. En el Mercosur, con todas sus dimensiones, Brasil encierra, también, problemas mayores que cualquiera de los otros tres y, por ende, su capacidad de disciplinar al bloque es directamente proporcional a la que pueda ejercer primero sobre si mismo.

Para Brasil, el Mercosur siempre fue otra cosa que para nosotros: una herramienta más de su política exterior al servicio de un proyecto nacional en el que no admite pares.

Se trata de un gran país, vecino y amigo que puede perfectamente consolidarse como nuestro mejor cliente y aliado en el mundo. Pero respecto de cuyos propósitos no debemos engañarnos, ellos nunca los ocultaron. Brasil encaró y seguirá encarando el proceso de integración con actitud positiva, pero respetando un límite que siempre estuvo a la vista: allí donde la integración afecte el desenvolvimiento autónomo brasileño, su prioridad pasa a segundo plano. A la integración la usan para fortalecer su proyecto individual, no para reemplazarlo. Es, en última instancia, una voluntad asociativa, de colaboración, antes que integradora, de profunda imbricación de políticas estructurales. En esa visión, del Mercosur pueden salir un Brasil más fuerte y una Argentina más fuerte, no una tercera cosa diferente, como en la Unión Europea.

Esa es la razón principal por la que nunca aceptó una mayor institucionalización en el Mercosur. De hacerla, su actual predominio peligraría con una disminución de autonomía nacional incompatible con su proyecto individual para pesar individualmente en el mundo y la región. No nos desea el mal, todo lo contrario. Pero no quieren condicionar su desarrollo estructural al nuestro.

El caso del asiento en el Consejo de Seguridad de la ONU es ilustrativo.

Argentina le propone que se elija el representante nacional cada cuatro años, en la inteligencia de que Brasil sería el candidato más votable por varios períodos consecutivos. Y Brasil contesta que no, que reclama ser designado de una vez y para siempre, no sujeto al sucesivo contralor de sus vecinos: “ustedes no me envían, yo voy por mis propios méritos.” Aspiran a la hegemonía, no al mero liderazgo. No quieren ir desde “adentro”, desde la Región, porque los enviemos nosotros. Pretenden ir porque el mundo, desde “afuera,” los reconozcan como los que mandan en el barrio, no porque el barrio los elija.

La reciente gira de la Secretaria de Estado norteamericano por Colombia, Chile y Brasil –literalmente sobrevolando a la Argentina- exhibió explícitamente la confianza de Washington en Brasilia como el más confiable aliado regional. Y a nadie se le ha ocurrido acusar a Lula de cipayo, entreguista o promotor de relaciones carnales: los brasileños son muy nacionalistas, pero no comen vidrio.

Muchos brasileños piensan que Argentina simplemente se colgó del enorme mercado brasileño sin aprovecharlo para producir cambios estructurales y mejoras sustanciales en su competitividad, perjudicando así al progreso de la integración. No entienden por qué debieran seguir privilegiando a un socio a la vez quejoso y poco rendidor. Suponen que el destino final del emprendimiento podría ser el de quedarnos en la zona de libre comercio, liberando a Brasil para negociar con Europa, China, India o Estados Unidos acuerdos directos en forma individual. Señalan a nuestra reciente pretensión de que nos acompañaran en una cruzada contra el Fondo como la gota que rebasó al vaso de la paciencia y la buena vecindad.: ellos han hecho enormes esfuerzos para renegociar su deuda sin default y el gobierno argentino pretendió arrastrarlos a una solidaridad activa que los colocaba peligrosamente cerca de un enfrentamiento con el Fondo y sus mandantes, el G7.

Hace apenas tres años era exactamente al revés. Desde entonces se viene acentuando una actitud ideológica frente a la integración, nos distanciamos -cuando no rechazamos- al ALCA como una herramienta de dominación norteamericana y nos enrolamos un abierto seguidismo de Brasilia, en lo que se aquí se ensoñaba como un heroico frente antiimperialista. Hoy, Brasil, que siempre argumentó frente al ALCA desde los intereses, no desde la ideología, considera llegada la hora de volverlo a conversar, arregla con Bush, se enorgullece de ser el que más confían los Estados Unidos, se prepara para una negociación directa -a la que luego se nos invitará casi como meros adherentes- y nosotros nos quedamos en off side y haciendo señas.

Mientras tanto, se expanden hacia el resto de América del Sur a través de una Unión Sudamericana en que la evidente reticencia argentina los tiene sin cuidado. Insistirles con la retórica ya vacía de la alianza estratégica y el Mercosur-de-cuatro-iguales solo parece plausible a quienes se encuentran más cómodos en la nostalgia adolescente del mayo francés: parecer realistas pidiendo lo imposible.

La presente administración se viene caracterizando por dos rasgos muy evidentes: un abierto regreso a posiciones ideologistas, en boga hace treinta años, y la subordinación de cualquier prioridad a las necesidades electorales para construir poder con vistas a las elecciones de octubre, oficialmente elevadas a la categoría de plebiscito.

En política exterior este doble síndrome se verifica casi a diario. El alineamiento con Chávez y Castro, relegando la histórica línea peronista del ABC, de Argentina, Brasil y Chile; la toma de distancia con Washington (“a Bush le ganamos por nocaut”); la apuesta pública por Evo Morales; el voto sobre los derechos humanos a favor de Castro aunque las evidencias en contra resulten abrumadoras; los crecientes roces con Santiago y Brasilia; el delirio bolivariano con cruzadas panenergéticas, pancomunicacionales y siguen las firmas, el retroceso al principismo retórico en Malvinas; la mega inversión china inexistente; la declaración de que todos los argentinos somos hijos de las Madres de Plaza de Mayo, son otros tantos episodios en que la voluntad de asentar un testimonio ideológico prima sobre la ponderación, caso por caso, de por dónde pasa, en cada momento, el interés nacional argentino. Es decir, lo opuesto que hace Itamaraty.

En cuanto al Mercosur, para los argentinos, abonados a la nostalgia, la inminencia de un posible fracaso también en este emprendimiento integrador, conlleva la tentación, tan frecuente en nuestra historia, de consolarnos cultivando morbosamente el dolor de ya no ser.

Argentina –cuna del concepto “campeones morales”- debe ser una de las sociedades del mundo entero que más rápidamente articula explicaciones de sus reveses colocando las causas de los mismos invariablemente afuera. Este ejercicio se verifica tanto en política exterior como en la interna: la causa de nuestro penar en el mundo va desde el accionar sistemático del imperialismo voraz a la perfidia especulativa de los jubilados italianos y, en lo interno, el ensañamiento demonizante para con gobiernos precedentes (todos ellos, invariablemente) nos libera colectivamente de analizar las causas que pudieren estar en nosotros mismos, adjudicándolas confortablemente en la maldad sin límites de un puñado de traidores que hundieron al país (desde adentro o desde afuera) sin responsabilidad alguna que pueda achacarse a nosotros. Es el mecanismo aliviante de la proyección: cuanto más culpa pongo en el otro, menos tendré que reconocerla en mí.

El Mercosur y la integración con los vecinos constituye el diseño de política exterior más importante para nuestro país desde las guerras de la Independencia. Solo la generación del Ochenta abordó una inserción en el mundo con una potencialidad semejante para encauzar a la Argentina en un proyecto de grandeza y desarrollo que nos colocase entre los primeros países del orbe.

Lo conseguido en el Mercosur no es de despreciar. Avanzamos mucho, pero todo indica que no va a constituirse en aquella aspiración grandiosa: zona de libre comercio, unión aduanera, mercado común, unión sudamericana.

El peligro ahora es no ver la parte llena sino la vacía y sentarnos a llorar por la leche derramada. Los enfoques ideologistas, que prescinden del análisis objetivo de los intereses nacionales para embarcarse en cruzadas adolescentes de pronunciamientos retóricos y altisonantes, terminan encallándonos en la impotencia. Y, ya se sabe, las manifestaciones de enojo y fastidio, sobre todo en público, lo único que hacen es poner en evidencia la incapacidad para cambiar la realidad.

Con todo, Brasil se equivocaría si pensase que su destino de gran potencia estará más cerca si disminuye sus vínculos con Argentina, y no al revés. Brasil es un grande, y merece bastante más que un destino de mera hegemonía subimperial sobre sus devaluados vecinos.

En términos políticos, económicos y, por sobre todo, en términos sociales, los sacrificios a los que debería someter a sus propios ciudadanos para arribar al Olimpo al que aspira, serían muchísimo más severos que si se decidiese por una verdadera asociación regional donde nadie le negaría su actual condición de primus inter pares. Brasil llegaría antes y con menos esfuerzos apoyado “por” sus vecinos, no apoyado “en” sus vecinos.

Por otra parte, la generalizada tentación de dejar todo correr, aprovechando el empuje brasileño para beneficiarse con el envión de su crecimiento individual, resultaría injusta y peligrosa para ambos: Brasil no podría traccionar tanto y Argentina debiera aspirar a un desarrollo que no dependa de la buena voluntad ajena. Es en momentos como éste, en que las bondades de una asociación parecen cada día más remotas, que debemos redoblar la voluntad de convergencia, aunque no tengamos claro su diseño.

Mientras ello no ocurra, y si Brasil terminare confirmando alguna vocación en otras direcciones, tocará a la Argentina ponerse de pie, capitalizar el desencanto, conseguir trabajando lo que quisimos obtener solo medrando, y recuperar así el prestigio y los espacios que no hemos perdido ni por culpa ni de Brasilia, ni de Washington ni de ningún otro responsable que nosotros mismos.
Andrés Cisneros , 15/05/2005

 

 

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