El sorpresivo anuncio público de que la flamante Constitución de la UE considera a las Islas Malvinas, Georgias y Sandwich del Sur como parte del territorio europeo, ha causado una justificada conmoción que conviene evaluar sin ligereza pero tampoco con dramatismo. |
Desde la adhesión misma de Gran Bretaña al Tratado de Roma, de 1972, al menos cuatro países europeos inscribieron su dominio de hecho sobre territorios situados fuera del continente europeo. Desde la adhesión misma de Gran Bretaña al Tratado de Roma, en 1972 al menos cuatro países europeos, Dinamarca, Países Bajos, Francia y el Reino Unido inscribieron su condición de dominadores de hecho de territorios geográficamente ajenos al continente europeo.
Las colonias que se incluyen expresamente bajo los dictados de la Constitución Europea, son: Groenlandia, Nueva Caledonia y sus dependencias, Polinesia francesa, Tierras australes y antárticas francesas, Islas Wallis y Futura, Mayote, San Pedro y Miquelón, Aruba, Antillas neerlandesas, Bonaire, Curaçao, Saba, San Eustaquio, San Martín, Anguila, Islas Caimán, Islas Falkland (sic), Islas Georgias del Sur e Islas Sandwich del Sur, Monserrat, Pitcairn, Santa Elena y sus dependencias, Territorio Antártico Británico, Territorios Británicos del Océano Índico, Islas Turcas y Caicos, Islas Vírgenes británicas, y Bermudas. De todos ellos, solo el conglomerado de Malvinas subsiste como territorios sujetos a disputa de soberanía con otro estado nacional, en este caso, Argentina. De todos ellos, solo Malvinas subsiste hoy como sujeto a disputa de soberanía con otro estado nacional.
Desde entonces, todos y cada uno de nuestros gobiernos ratificaron puntualmente ante la UE y sus antecesoras, y ante los gobiernos de sus estados miembros, su más enérgica protesta por ese hecho.
Lo jurídico.
Es por ello que, al menos a primera vista, no parece que el reciente anuncio europeo afecte a la situación jurídica de nuestro reclamo. Mucho más si se toma en cuenta que varios de sus veinticinco países miembros han votado favorablemente en el Comité de Descolonización de las Naciones Unidas y que del texto ahora difundido no se desprende pronunciamiento alguno de la UE en torno a la cuestión de soberanía.
Habrá que ver, empero, cuál es el grado de compromiso jurídico que la UE quiera en el futuro asumir en el diferendo entre Gran Bretaña y nosotros: la expresión del texto constitucional es preocupantemente amplia: atender “los intereses” de los pobladores de las Malvinas (III-286). Da para muchas interpretaciones, aunque, como toda la Constitución, tardará todavía bastantes años en convertirse –si lo consigue- en un texto jurídicamente obligatorio para los veinticinco estados miembros. Con una correcta política sobre Malvinas, los argentinos –como los españoles sobre Gibraltar- podríamos encaminar nuestro diferendo antes de que esta Constitución de la UE entre en vigencia.
Como se sabe, la Carta de las Naciones Unidas contiene un compromiso estructural con la descolonización y su principal herramienta es el principio de autodeterminación de los pueblos. Como también se sabe, este principio es operativo en todos los territorios coloniales excepto las Malvinas, porque allí la población argentina originaria fue expulsada por Inglaterra en 1833 y suplantada por súbditos de la Corona. Así fue resuelto por la ONU en la década de los sesenta, en lo que constituyó un importante triunfo jurídico argentino. Desde entonces hasta ahora Gran Bretaña ha batallado infructuosamente por introducir a los isleños como tercera parte en la disputa mediante la aplicación indebida de su deseos a través del allí inviable principio de autodeterminación. Ningún gobierno argentino se lo ha aceptado y este pronunciamiento constitucional europeo a favor de los intereses –no de los deseos- de los isleños aparece en sintonía con la reforma constitucional argentina de 1994, que también se compromete a respetar los intereses más no su autodeterminación.
Desde la doble dimensión de su accionar jurídico y político, resultará interesante observar las reacciones de los ámbitos multilaterales en los que mayor confianza deposita la diplomacia oficial: las Naciones Unidas y la OEA. El para nada opositor diario Clarín editorializo este sábado calificando a este aspecto de la flamante Constitución europea como una “muestra (de) la persistencia del viejo colonialismo europeo,” al tiempo que lamenta la inadvertencia de nuestro gobierno. Afirma, con razón, que “se contrapone con los principios del mandato de descolonización de las Naciones Unidas y con los principios republicanos que rigen la organización de los países de la UE y de la Unión misma.”
En cuanto a la OEA, patéticamente ensimismada en su proceso electoral interno para reemplazar a un secretario general depuesto por corrupción, en este tema, hasta ahora, viene comportándose con lo que hay que reconocerle como expresión franca de su accionar habitual: no ha dicho nada. Es probable, en su descargo, que aún no se haya enterado.
Lo político.
Otra cosa, sin embargo, es desde el punto de vista político. Sorprende, por ejemplo, por qué se dejó que la población se enterase por los diarios, en lugar de que nuestros gobernantes salieran anticipadamente a informarnos sobre las medidas previas que el Ejecutivo haya tomado respecto de una situación que, ni constituía un secreto ni resultaba difícil de prever: la Constitución europea fue aprobada en octubre de 2004.
En tal sentido, la alta calificación de nuestro Servicio Exterior permite descontar que las numerosas embajadas involucradas (al menos ante la UE, Gran Bretaña, Naciones Unidas y España) y los departamentos específicos de nuestra propia Cancillería han mantenido siempre debidamente informada a la conducción política para tomar las medidas del caso, tanto en el terreno diplomático como en el de la opinión pública
Resulta por otro lado impensable que el grado de compenetración política y personal que profusamente exhibieron el doctor Kirchner y el señor Rodríguez Zapatero hace menos de noventa días en la visita oficial del presidente español a la Argentina –donde hasta se anunció una “alianza estratégica”, con lo que ello signifique- no haya incluido una eventual advertencia de lo que iba a ocurrir con la inminente difusión planetaria de la disposición constitucional europea, que el mandatario español obviamente no podía ignorar. Desde hace al menos trece años el Palacio San Martín y su similar español trabajan los temas de Malvinas y Gibraltar con altísimo grado de recíproca información, por lo que parece imposible que esto no se haya conversado durante la visita mencionada.
Como se sabe, durante las administraciones González, Aznar, Alfonsín y Menem, tanto España como Argentina establecieron con Gran Bretaña sendos paraguas de soberanía que ponen a salvo los derechos de las partes mientras éstas exploran posibles soluciones. España logró asentar el suyo ante la instancia pertinente de la Unión Europea, obteniendo así un progreso que extiende los beneficios del paraguas más allá de la dimensión solamente bilateral. Aunque Argentina mantiene desde siempre una sólida defensa jurídica en todos los frentes, resultaría oportuno recibir en estos momentos confirmación pública oficial de tramitaciones de efecto semejante -o cualquier otra que configure algo más que una mera protesta retórica- que nuestro gobierno seguramente inició ante la inminencia del anuncio unilateral de la UE.
En el mundo globalizado, los estados no progresan sino en la medida en que consiguen instalar sus objetivos individuales en el escenario internacional, muy especialmente en el conjunto de aquellos con los que se encuentre edificando un proceso de integración. La reconocida capacidad diplomática británica acaba de conseguir que, en el ámbito de su propio ejercicio de integración, se incorpore a remotos ex territorios coloniales dentro de la constitución europea, como parte ya no solitariamente del interés individual británico sino de los veinticinco miembros de la UE.
Argentina, inmersa en un intento de integración regional incompleto y estancado, no puede oponer nada parecido. A lo sumo, la tradicional letanía de solidaridades emocionales invariablemente huérfanas de acciones capaces de cambiar la realidad.
Malvinas conforma para los argentinos un dilema de doble entrada. Por un lado, la de nuestra creciente debilidad cada día en que perdemos peso en el mundo y aliados importantes para nuestros objetivos. Por el otro, la persistencia de nuestras más altas autoridades en no convocar a una política de estado que nos permita sustraer a este tema de la lucha política de facción y, de esa manera, trascender la evidente impotencia de enfrentar a un enemigo que produce hechos concretos mientras nosotros solo contestamos con discursos. La eventual continuidad de ambos factores nos condenaría a perpetuar una política como la actual, en la que nosotros nos quedamos con la razón y los ingleses se quedan con las islas. |
Andrés Cisneros , 02/05/2005 |
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