Protocolo y criterio político

 


La ausencia del presidente argentino en las exequias de Juan Pablo II ha suscitado un debate cuyas posiciones conviene no extremar. Es cierto que acudió la mayoría de los jefes de estado de los países más importantes, pero no menos real es que muchos otros tomaron una decisión semejante a la del doctor Kirchner. .
En todo caso, ya antes nuestro primer mandatario optó en varias oportunidades por no concurrir a encuentros internacionales del más alto nivel, por lo que una reiteración a ese respecto lo que en todo caso exhibe es una línea de conducta que, con sus bondades y perjuicios, el Presidente ha elegido, como una decisión política que asume con su reconocida frontalidad

Cabe señalar que los esfuerzos de algunos colaboradores en presentarlo como una obligación dictada por el protocolo, no ayudaron a la figura presidencial. El doctor Kirchner se caracteriza por una férrea voluntad política que acostumbra a hacer lo que le dictan sus convicciones personales antes que a acatar rigideces protocolares y nadie se ha creído que este caso fuere distinto. Por otra parte, el hecho de que los mandatarios de países con vasta tradición diplomática como Francia, Gran Bretaña, Alemania, Brasil, la misma España o los EE.UU. sí hayan estado presentes, indica a las claras que el concurrir o no concurrir no surgió en ninguna parte como un mandato ineludible de las respectivas cancillerías sino como una opción abierta para la decisión personal de cada gobernante. Era materia opinable.

El protocolo suele ser estricto en sus contenidos pero interpretable en su aplicación. Cuando Franklin Delano Roosevelt murió, en plena guerra, uno de los primeros cables de condolencias llegó desde la cancillería japonesa. Ahora, a los funerales de Juan Pablo II acudieron 17 reyes, 57 jefes de estado, 17 jefes de gobierno y 142 líderes religiosos de prácticamente todas las confesiones. Se trató nada menos, que de la mayor concurrencia efectivizada jamás en el sepelio de ningún otra persona en toda la historia de la humanidad. Pero debe aceptarse democráticamente que, para otros puntos de vista, ello parece no merecer, necesariamente, la concurrencia de las más altas autoridades de cada país. El vicepresidente Scioli enunció claramente esa posición: “se envía a la máxima representación de acuerdo con el protocolo.” Él mismo, el canciller y el secretario de Culto.

Por otra parte, no se trataba de un funeral cualquiera, de un personaje cuya posición institucional hubiere revestido mayor peso que sus logros como protagonista. Ese muerto pasará seguramente a la Historia como un grande del siglo veinte y uno de los más importantes conductores de la iglesia más antigua, extendida e influyente de todo el planeta. Para más, un Pontífice que intervino dramática y muy positivamente en dos grandes crisis internacionales de nuestro país, que le debe mucho. No se trató, ciertamente, de un personaje ante el cual primasen los factores formales y las decisiones protocolares. Y los mandatarios que decidieron ya sea acudir como no acudir, seguramente tuvieron muy en claro que estaban tomando una decisión profundamente política, no meramente protocolar.

Los esfuerzos por otorgar gran importancia a los aspectos formales de esta cuestión nos llevan al recuerdo de lo que pasó en 1897, cuando las autoridades nacionales debieron tomar una decisión respecto del regreso al país del sable del general San Martín. Basta recorrer los archivos periodísticos para comprobar los profundos debates que sacudieron a la sociedad argentina de entonces y el intento de reducirlo a un asunto primordialmente protocolar. Hubo hasta editoriales de plumas importantes que aconsejaban o desaconsejaban al entonces presidente concurrir al puerto de Buenos Aires, y hasta si el nivel de ministros o subsecretarios resultaría o no exagerado. Obvia explicar aquí la importancia de la figura de José de San Martín y la imposibilidad de resolver el caso exclusiva o siquiera principalmente por su costado protocolar. Se trataba, una vez más, de una decisión esencialmente política. Cabe consignar que el viajó desde Europa en un navío mercante inglés junto a otras encomiendas, y que las crónicas de la época consignan “la poca concurrencia que acudió” al puerto y una delegación protocolarmente módica. Afortunadamente, luego de ello el presidente Uriburu lo depositó con honores en el Museo Histórico Nacional.

Quiso el destino que el fallecimiento del Papa resultara muy cercano en el tiempo al desgraciado episodio con monseñor Baseotto, pero las especulaciones acerca de cuánto pudo ello influir en la decisión presidencial de no concurrir o de una eventual falta de predisposición vaticana para no bienvenirlo, carecen de todo fundamento. El doctor Kirchner nunca ha parecido inclinado a eludir eventuales rispideces en torno a sus decisiones de gobierno y la diplomacia de la Iglesia es demasiado sabia como para incurrir en un error de semejantes proporciones. No pasó siquiera con Irak y Bush, a quien Juan Pablo II criticó duramente, mucho menos iba a ocurrir por algo tan comparablemente menor como el entuerto con nuestro vicario castrense.

Quiso también el destino que el deceso del Sumo Pontífice mereciera un nuevo exabrupto de la señora de Bonafini, quien le deseó públicamente que “ardiera en el infierno”. Sorprendió, ciertamente que, a pesar de ello, poco después fuera recibida en la Casa Rosada y que, por lo visto, nadie aconsejase al doctor Kirchner operar de tal manera que, ni siquiera con el silencio, la primera magistratura argentina quedase pegada a semejante despropósito para con un respetabilísimo moribundo que, entre otras cosas, seguía siendo la cabeza del Estado vaticano y líder religioso de la mayoría de nuestros compatriotas. Mucho más si se tiene en cuenta que el propio Presidente hace muy poco afirmó nada menos que todos los argentinos somos hijos de las Madres de Plaza de Mayo. Seguramente no comparte la morbosa grosería de Bonafini respecto de Juan Pablo II, pero el silencio oficial posterior a la misma y el hecho de recibirla casi inmediatamente después en Balcarce 50 no ayudaron a la imagen presidencial. En todo caso, no estuvo solo: el jueves pasado el Concejo Deliberante de la Ciudad Autónoma de Buenos Aires rechazó el tratamiento de una propuesta de condenar los dichos de Bonafini.

La total improcedencia de consideraciones ideológicas ante la muerte de Karol Wojtyla surge evidente de la conducta de la inmensa mayoría de la humanidad: los más encumbrados gobernantes tanto como millones de fieles y no fieles, cristianos o no –varios millones que se trasladaron a Roma y casi dos mil millones por televisión- dejaron de lado su coincidencia o discrepancia con las posiciones políticas o religiosas de Juan Pablo II para despedirlo como un destacado luchador por la libertad y –escaso en nuestro tiempo- un testimonio de vida guiada por valores antes que por intereses. A toda esa gente no le importó si era conservador o progresista. No era el caso para una ocasión como esa.

Acontecimientos semejantes operan como una súbita iluminación que nos permite verificar dónde estamos parados. Quizá por ello la entera sociedad argentina observó con nostalgia cómo el presidente Lula invitaba a su avión a sus antecesores Cardoso y Sarney mientras dos de nuestros ex, Menem y Duhalde, más el actual canciller Bielsa, viajaron en el mismo avión por separado y totalmente por casualidad, sin la exhibición ante el mundo de una clase política que dialoga y sabe representarnos en el exterior.

La prensa internacional, en cambio, consigna que en ocasión de estos funerales, el presidente israelí, Moshe Katzav, le estrechó la mano a su colega sirio Bashar al-Assad, y tuvo una conversación con su par iraní, Mohammed Khatami, dos altos mandatarios del demonizado "eje del mal." En la misma ocasión, Katzav se abrazó con su par argelino, Abdelaziz Buteflika, a pesar de que sus países no mantienen relaciones diplomáticas porque Argelia no reconoce el derecho a la existencia misma del estado de Israel. Otra vez, una decisión política, no protocolar.

De todas maneras, un análisis desapasionado evidencia que la decisión tomada por el doctor Kirchner no fue ni protocolarmente incorrecta ni políticamente dañina para nuestras relaciones exteriores, si uno no la visualiza como una oportunidad desperdiciada, otra más, para comenzar a revertir el evidente proceso de aislamiento internacional que la Argentina viene transitando desde hace ya demasiados años, y se encuentra en la base misma de un destino de marginación e inimportancia que lentamente desplaza a la ejemplaridad y el liderazgo que alguna vez supimos ejercer.

Andrés Cisneros , 11/04/2005

 

 

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