La campaña permanente.

 


Jorge Raventos analiza la estrategia presidencial en el marco de la evolución de la situación política argentina.
“La moral de Jekyll es escasa (…)se trata
de un ser hipócrita que oculta con esmero
sus pequeños pecados. Es vengativo (...) es
temerario. Tiene a Hyde mezclado
con él, dentro de él.”

Vladimir Nabokov, Curso de literatura europea

Néstor Kirchner no oculta su objetivo: quiere convertir los comicios de octubre en un plebiscito sobre su gobierno para incrementar su poder. Conciente de su mal de origen (haber llegado a la presidencia desde un segundo puesto electoral respaldado por un magro 22 por ciento de los votos, de los cuales al menos dos tercios fueron aportados por la estructura política del duhaldismo bonaerense), sabe que las encuestas y el siempre volátil talante de la opinión pública son apenas un placebo que no ataca a fondo esa enfermedad.

Con todo, resulta vidrioso convertir en plebiscito sobre la presidencia una elección de índole parlamentaria, desgranada en realidades provinciales disímiles. El gobierno, sin ir más lejos, se desvivió por interpretar de modo diametralmente inverso la derrota de la boleta justicialista en Santiago del Estero, donde el oficialismo jugó fuertemente, envió respaldo al contado y en especie y se hizo representar por medio gabinete. Allí no perdió el Presidente, afirman sus turiferarios, sino los candidatos locales. ¿Es que sólo las victorias se contabilizarán como plebiscitarias?

¿Si el justicialismo perdiera en Córdoba la caída sería de De la Sota y si triunfara, el éxito sería de Kirchner? ¿Se aplicaría la misma regla en la Santa Fé de Reutemann y Obeid? Y en la Capital Federal, ¿quién se hará cargo de un resultado que, hoy por hoy, promete al oficialismo un muy probable tercer puesto?

En las provincias más chicas y más dependientes de la benevolencia del Tesoro Nacional acaso sea más fácil que en las mayores conseguir que los jefes locales se resignen a atribuir todos los méritos a la Casa Rosada y a asumir el peso de cualquier revés en el cuarto oscuro.

¿Y que ocurrirá en la provincia de Buenos Aires? Con casi el 40 por ciento del padrón nacional albergado en sus límites, el distrito más poblado del país es quizás el escenario más apropiado para representar la escena plebiscitaria. Una victoria inequívocamente atribuible a Kirchner en territorio bonaerense podría servir como metáfora del plebiscito que quiere el Presidente. Hay, sin embargo, un pequeño obstáculo: Buenos Aires es la gran fortaleza duhaldista y Eduardo Duhalde no se allanará fácilmente a entregarle la plaza a Kirchner. El contrato implícito que Duhalde cree haber suscripto con el Presidente reside en prestarle apoyo en la gestión nacional a cambio de un respeto máximo a su hegemonía en el distrito bonaerense.

Pese a las ocupaciones continentales que en los últimos tiempos lo entretienen, Duhalde hace semanas que está en condiciones de intuir que en la Casa Rosada no interpretan del mismo modo ese contrato. “Buenos Aires es la madre de todas las batallas”, había advertido el kirchnerista Carlos Kunkel ya a fines de 2003 en una frase que anticipaba la voluntad del oficialismo más duro de liberar en beneficio propio el territorio ocupado por el difícil aliado duhaldista.

El lanzamiento, en diciembre de 2004, del operativo despegue liderado por el gobernador Felipe Solá ineluctablemente terminó articulándose con la estrategia adelantada por Kunkel. A través de Solá, la Casa Rosada empezó a contar con una fuerza propia en el campo de batalla bonaerense. Y una fuerza nada desdeñable: controla el Ejecutivo provincial, tiene presencia numerosa en la Legislatura y en las comunas, puede urdir alianzas con otras fuerzas (particularmente con un sector del radicalismo enemistado con la conducción distrital de la UCR) y asume con fervor una pelea que siente como impostergable, tanto porque se ilusiona con ganarla como porque sabe que, de lo contrario, el mandato de Solá tendría los días contados.

El sábado 19, en el polideportivo de Caseros, el duhaldismo intentaba reagrupar fuerzas a través de su línea interna, bautizada “Lealtad”. El ex presidente interino diseñó cambios cosméticos en su corriente pero se mantiene atado a su discurso: la agrupación no se presenta como enfrentada con el Presidente Kirchner y procura inclusive disimular la dureza de su choque con el felipismo bonaerense, aunque su objetivo reside en aplastar electoralmente (en comicios internos) a las fuerzas de Solá.

El gobernador ya tiene decidido no concurrir a comicios internos si antes no se ha producido un acuerdo de tres (Kirchner, Duhalde y el propio Solá) que garantice una distribución equitativa de las candidaturas en juego. Se prepara, más bien, para otro escenario: disputar al duhaldismo con boleta propia los cargos provinciales y municipales en las elecciones generales de octubre y sostener para las bancas nacionales de senadores y diputados la lista que decida Kirchner, con o sin acuerdo con Duhalde. El felipismo cree (espera, desea) que esa boleta nacional estará encabezada por la primera dama, Cristina Fernández de Kirchner.

Y esa esperanza felipista engarza con exactitud con el deseo plebiscitario del Presidente. Si el apellido que empieza con K triunfara en la provincia de Buenos Aires podría considerarse plebiscitado, más allá de cuáles sean los resultados en otros distritos.

Mirado desde otro punto del mostrador: si esa hipótesis se concretara, el duhaldismo en su configuración conocida desaparecería del escenario, se trasvasaría al kirchnerismo, languidecería refugiado en algunas fortalezas comarcales o se transmutaría en otra cosa. Esa perspectiva, que alimenta las pesadillas de los duhaldistas menos imaginativos, es la que probablemente los empujará a la batalla, inclusive contra los eventuales deseos íntimos de su jefe.

Kirchner está decidido a forzar un plebiscito y, a su manera, lo logrará.

Forma parte de ese objetivo la táctica de confrontación permanente que despliega, tratando de ubicarse permanentemente en el centro de la escena y, de paso, de derivar la atención pública hacia temas menos acuciantes para su gobierno que, por ejemplo, el del narcoescándalo de Ezeiza. Faltan 30 semanas hasta el domingo electoral de octubre y quizás puedan preverse otras tantas peleas político-mediáticas protagonizadas por el Presidente.

Una semana atrás había sido la guerra contra Shell, un episodio que lo obligó a alguna retirada táctica (como la toma de distancia verbal en relación con las acciones piqueteros alentadas por sus consignas y por sus hombres) y que también le costó reacciones externas e internas. El diario español El País (aliado a un amigo de Kirchner, el presidente del gobierno español) denunció editorialmente los “argumentos demagógicos” y “las amenazas” de Kirchner que, según el periódico, “es aficionado a estas técnicas de intimidación” y “está jugando el bienestar de los ciudadanos que dice defender”. El Presidente parece dispuesto a pagar ese precio porque mide su relación costo/beneficio en función del objetivo plebiscitario de octubre.

Esta última semana la jugada pasó por una intensificación del conflicto con la Iglesia Católica, concretada en la anulación unilateral de un acuerdo con El Vaticano, por el que le quita al obispo Antonio Baseotto la posibilidad de ejercer el vicariato castrense (una atribución que sólo puede ejercer Roma). Como para aumentar la presión, el jefe de Gabinete, Alberto Fernández, introdujo la posibilidad de abrir el debate político sobre la despenalización del aborto.

Según la logomaquia oficialista, la decisión que impide a Baseotto ocupar su sede, está destinada a “mantener incólume el compromiso del gobierno con los derechos humanos”, Fernández dixit. Es curioso ese compromiso: precisamente Baseotto había ejercido ese compromiso al oponerse al aborto y defender el derecho a la vida, particularmente en el caso de los más indefensos, los niños por nacer. Al obispo se le imputa haber citado las Escrituras en una carta personal al ministro de Salud, que cierta prensa oficialista o negligente convirtió en “declaraciones” del pastor y en una amenaza de hundir al funcionario en el mar.

En los cálculos del gobierno, los conflictos con Shell y con la Iglesia (así como con los militares, el Fondo Monetario Internacional, los años noventa y otras expresiones de la demonología gubernamental) pueden ocasionar costos parciales y a mediano plazo, pero son eficaces en la búsqueda del protagonismo a través del cual Kirchner quiere incrementar su poder a partir de octubre.

La gestión está, pues, subordinada a la campaña permanente. O, lo que viene a ser lo mismo, a la confrontación constante.

Jorge Raventos , 20/03/2005

 

 

Inicio Arriba