Mesa y nosotros

 


La renuncia de Mesa y el minué posterior hasta su rechazo final, desató una avalancha de interpretaciones de lo más eruditas acerca de la complejísima interna sociopolítica boliviana.
Transcribimos una actualización de la nota publicada esta semana por Andrés Cisneros en Ámbito Financiero bajo el título “Sin crecimiento económico no basta con la democracia”

Que Evo Morales se iba a oponer a que se acepte la renuncia para no aparecer como un golpista, como cuando voltearon a Sánchez de Losada. Que la alarmante expansión del indigenismo politizado ya retumba en Ecuador y Perú, que el crecimiento de cocaleros e indigenistas favorece a la expansión regional del chavismo. Que Mesa está atrapado por la pinza del occidente gasista y petrolero de Santa Cruz de la Sierra por un lado y la izquierda de Morales, Quispe y Mamani, asentadas en el alto oriente minero por el otro. El creciente chauvinismo antichileno para torpedear la exportación de gas. La casi triplicación inminente del porcentaje de las regalías por el subsuelo. Que en un país riquísimo, el setenta por ciento de su población vive casi como en Haití. Que las Fuerzas Armadas apenas pueden sostener la institucionalidad. Que la sociedad boliviana está harta de los partidos tradicionales y busca nuevas alternativas como recientemente en Uruguay, etc., etc.

Si uno consigue no enredarse, conviene seguir el proceso de fondo que corre por debajo de esas anécdotas. Proceso profundo que nos toca a todos, también a los argentinos.

Ese proceso pasa por la vigencia de la democracia. En los ochenta todos celebramos su reinstalación, que fue algo fantástico. Pero lo exageramos. Muchos creyeron que bastaba con tener democracia y todo lo demás vendría por añadidura. Desgraciadamente no fue así.

No es cierto que con la democracia se cura, se come y se educa. La democracia es lo mejor. Pero no basta. Si queremos progresar, además de la democracia, hay que hacer otras cosas. Las mismas cosas, las mismas políticas que hicieron crecer a países que nos tocan tan de cerca como España o Italia. O, aquí nomás, a Chile. O Irlanda, o Nueva Zelandia. Hay muchos ejemplos.

Pero esas políticas, por ser estructurales, toman tiempo. Diez, quince años. Y en América del Sur ninguna política dura tanto. Cambian los gobiernos y cambia todo. A empezar desde cero, el que viene arrasa con lo que hizo el anterior.

Sin embargo, hay tres países en que no sucede así. Cambian sus gobiernos pero las políticas permanecen. Y no es casualidad que a esos tres les va mucho mejor que al resto. Esos tres países son Chile, Brasil y Uruguay.

En Chile ya van tres gobiernos demócrata cristianos y socialistas seguidos que continúan aplicando políticas iniciadas veinte años atrás. El presidente Lagos es socialista, de formación marxista, pero no demoniza a la globalización sino todo lo contrario: ha firmado un tratado de libre comercio con EE.UU. que en otras partes ni lo hubieran soñado.

Lula proviene también de la ultra izquierda, pero continúa las políticas económicas de Cardoso y acaba de cambiar a seis ministros acentuando su giro hacia el centro-derecha y la apertura al mundo. El discurso de asunción de Tabaré Vázquez ha sido un modelo de moderación y su ministro de Economía es Danilo Astori. Son tres países vecinos, pegados a nosotros, que entienden cómo funciona el mundo, como hace rato lo han entendido la China comunista y la siempre contestataria India, hoy embarcadas a pleno en la globalización.

¿Y por qué sucede esto, por qué Chile, Brasil y Uruguay pueden cambiar gobiernos, incluso entre partidos muy opuestos, muy diferentes, y sin embargo las políticas permanecen estables? Porque tienen un acuerdo básico. Porque además de democracia tienen políticas de estado, cimientos para mantener constantes a las políticas más gravitantes, que son la económica y la política exterior.

Si ese acuerdo básico no existe nunca conseguiremos progresar, por más que tengamos democracia, votaciones, senadores, diputados y miles de concejales y un ejército de lucientes servidores públicos. La democracia sola no alcanza.

Lo malo es que quien termina pagando el pato es justamente la democracia. Cualquiera puede entrar por Internet a las encuestas de Latinobarómetro y comprobar que ya son mayoría los latinoamericanos que aceptarían perder la democracia a cambio de prosperidad económica. Y eso es caldo de cultivo para el totalitarismo. De izquierda o de derecha. Da lo mismo: es una película que nosotros ya sabemos cómo termina.

Andrés Cisneros , 12/03/2005

 

 

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