La madre de todas las batallas

 


Fue a principios de diciembre de 2003 –la administración Kirchner recién había cumplido seis meses de vida-, cuando Eduardo Duhalde se notificó de que la Casa Rosada planificaba un belicoso desembarco en la provincia de Buenos Aires y se aprestaba a un combate destinado a dispersar y derrotar a las fuerzas duhaldistas en su propio territorio.
El mensajero fue un personaje tan ligado a Néstor Kirchner que se vanagloria de haber sido jefe político del actual Presidente en sus tan módicas como meneadas andanzas setentistas: Carlos Kunkel. En un medio de indudable estirpe oficialista (la revista Debate, regenteada por el súbito cónsul en Nueva York, Héctor Timmerman), Kunkel declaró que “la provincia de Buenos Aires es la madre de todas las batallas” y lanzó la candidatura de la primera dama, Cristina de Kirchner, en su condición de nativa de La Plata, a la senaduría bonaerense en los comicios que se desarrollarían dos años más tarde, es decir el ahora próximo mes de octubre de 2005.

Ya por aquellos finales de 2003 los sonares duhaldistas comenzaban a registrar el intenso tráfico de subsidios y entretejido de influencias que desde el gobierno nacional (particularmente desde el ministerio de Acción Social que controla la hermana del Presidente) se concentraban en el conurbano bonaerense, particularmente en su comuna más poblada, La Matanza, donde sientan sus reales un alcalde poco afecto al duhaldismo (Alberto Balestrini) y el jefe piquetero favorito del gobierno, Luis D’Elía.

Con esas señales a la vista, sumadas a otras más elocuentes que el transcurso del tiempo iría develando, el sistema de cuadros del aparato justicialista bonaerense comenzó a inquietarse e impacientarse: parecía claro que Kirchner, que no hubiera podido sentarse en el sillón de Rivadavia sin el imprescindible aporte de Duhalde y sus huestes, volvía ahora las armas contra sus aliados y se lanzaba contra ellos estigmatizándolos como representantes de “la vieja política”.

Durante dos años, el gobernador Felipe Solá (hijo también de la influencia de ese aparato, que primero lo elevó a la vicegobernación como copiloto de Carlos Ruckauf y más tarde lo proyecto a la cabeza de la provincia de Buenos Aires) caminó por un desfiladero, turnando gestos de adhesión a Duhalde y a Kirchner. Con escaso poder territorial propio y menguadas fuerzas legislativas que le respondan, Solá necesitaba el apoyo del duhaldismo para gobernar el distrito y debía apelar a la ayuda del gobierno nacional, para defenderse del abrazo del oso de sus soportes bonaerenses, que se estrechaba cada vez que él insinuaba algún gesto de independencia. El tornadizo ejercicio de sobrevivencia de Solá irritaba tanto al gobierno nacional como al duhaldismo: ninguno podía asumirlo como un aliado confiable.

En diciembre del último año, al promediar su mandato, Solá decidió definirse: plantó bandera, enfrentó al duhaldismo y viajó a Plaza de Mayo a cobijarse bajo el amparo del Presidente. Kirchner lo llevó a París y lo exhibió a su lado, como señal de protección. La Casa Rosada había ganado un aliado de dudosa fuerza política pero indudable importancia institucional para encarar la “madre de todas las batallas”. Solá empezó a impulsar la candidatura bonaerense de Cristina de Kirchner.

Las escaramuzas que se libran en estos días en la provincia de Buenos Aires son guerrillas del conflicto mayor que enfrenta –en relativa sordina- al Presidente con su primer elector, Eduardo Duhalde. A través de Solá (y del tejido formado por “transversales”, piqueteros y en medida menor también por algunos sectores de origen justicialista) Kirchner ha conseguido introducir una cuña en el territorio controlado por el duhaldismo. Este se defiende con su fuerza legislativa y con el indudable peso que mantiene en las estructuras del conurbano. El contradictorio objetivo de ambos reside en prevalecer en las listas electorales que se presentarán a los comicios de octubre. Kirchner necesita ampliar sus fuerzas en el Congreso de la Nación y, sobre todo, aspira a transformar esas elecciones en un plebiscito. Necesita un triunfo que incuestionablemente sea vinculado a su figura

-no a la contribución ajena- para remediar su “mal de origen”, el haber llegado a la presidencia desde un segundo puesto avalado sólo por el 22 por ciento de los votantes, de los cuales las dos terceras partes correspondían al aporte del aparato de Eduardo Duhalde. Este, a su vez, necesita en primer lugar retener el control del distrito bonaerense, base de su influencia política, e impedir que un Kirchner excesivamente fortalecido siga empecinado en sustraerle ese capital político.

¿Pueden, en tales condiciones, llegar a un acuerdo que congele las hostilidades en la actual relación de fuerzas?

Después de dos años de trabajar para instalar el nombre de Cristina Kirchner como candidata en la provincia, para el oficialismo representaría un revés no concretar esa propuesta. Sería como una derrota por abandono.

Por otra parte, una boleta encabezada por la esposa del Presidente triunfando en la elección del distrito representaría un golpe a la fuerza del duhaldismo, el signo de una nueva etapa en que la hegemonía sobre la provincia se ejercería desde El Calafate, no más desde Lomas de Zamora. Ese retroceso ni siquiera sería compensado por un acuerdo que le otorgara garantías al duhaldismo de prevalecer en las listas de autoridades provinciales a costa de Solá. Después de haber elevado a Kirchner y de haberlo observado en acción, es difícil que el duhaldismo confíe en tales garantías.

Todo parece indicar, pues, que la guerra de guerrillas que se disputa en la provincia de Buenos Aires anuncia las vísperas de la madre de todas las batallas.

Para el Presidente, que ya sufre bajas importantes en el escenario porteño, el frente bonaerense empieza a convertirse en decisivo.

Jorge Raventos , 13/02/2005

 

 

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