Jorge Raventos analiza las implicancias de la seria crisis política desencadenada en la ciudad de Buenos Aires. |
A un mes de distancia de la catástrofe de la discoteca porteña República de Cromagnon, el Jefe de Gobierno de la Ciudad Autónoma de Buenos Aires, Aníbal Ibarra ofreció finalmente a la Legislatura local su versión de los hechos y su defensa. Había eludido oportunamente un reclamo de interpelación argumentando que se trataba de un “show mediático” y de una “operación política”. Volvió a esgrimir razonamientos parecidos en vísperas de su asistencia al recinto legislativo: dijo –y algunos de sus aliados lo repitieron- que la oposición quiere “desestabilizarlo”.
Si bien se mira, la estabilidad de Ibarra está en riesgo severo desde varias semanas antes del último viernes; para decirlo con precisión, desde apenas una horas después de que la sociedad capitalina comenzó a tomar conciencia del balance fatal del incendio de la discoteca y de la cadena de irresponsabilidades y negligencias que lo explicaban. La acción desplegada por el designado secretario de Seguridad de la Capital, Juan José Alvarez, contribuyó a la demolición de la imagen del Jefe de Gobierno: cada inspección ordenada por Alvarez que encuentra irregularidades gruesas en las habilitaciones a locales públicos suma casos al inventario de ineficiencias (o cosas peores) ocurridas al amparo de una gestión que ya lleva seis años.
Ibarra planeó su defensa ante la Legislatura con estilo leguleyo. Siguiendo consejos de la Casa Rosada, hizo como que asumía responsabilidades para, en verdad, diluirlas hacia abajo o hacia los costados; respondió con estilo actoral a cuestionamientos dramáticos (particularmente a los que le endosó su propio compañero de tendencia, el joven legislador Milcíades Peña, golpeado familiarmente por la catástrofe de la discoteca) y estiró su permanencia en el cargo, amenazada por sus errores, por su caída en las encuestas y por un recurso de revocatoria presentado por abogados de víctimas de Cromagnon que se abrió paso en la Justicia.
La devaluación de Ibarra es, más que probablemente, un hecho consumado. El gobierno de Néstor Kirchner ha decidido, por el momento, seguir respaldándolo (el Presidente y la Primera Dama le hicieron llegar una felicitación por su performance del último viernes) pero discretamente evalúa la mejor forma de liberarse del salvavidas de plomo que implica ese apoyo ante la opinión pública. El problema del gobierno nacional reside en que no encuentra forma adecuada de salir de la trampa de la Capital sin pagar un alto costo político. No es un secreto para nadie que Ibarra ocupa la Jefatura de Gobierno por obra y gracia de Néstor Kirchner: fue el Presidente el que convirtió a Ibarra en su gran esperanza “transversal”, como cabeza de un distrito importante y emblemático desde el cual compensar su baja performance electoral de 2003 (22 por ciento de los votos). La victoria de Ibarra sobre Mauricio Macri en la segúnda vuelta porteña fue considerada por Kirchner un triunfo propio sobre “la derecha” que él no tuvo chance de derrotar en las urnas en las presidenciales y el primer ladrillo de una nueva construcción política que le permitiera independizarse de la “vieja política” del peronismo.
Hasta un día antes del siniestro de Cromagnon, ese objetivo seguía en marcha. Pero desde el penúltimo día de diciembre la situación se modificó. El desgaste de Ibarra afecta al Presidente tanto por mero contacto cuanto por el hecho de que se disuelve la arquitectura política que venía dibujando en un distrito de tanta importancia como la Capital Federal. Dejar caer al Jefe de Gobierno sin más, sin embargo, implica tender un puente de plata a dos adversarios que la Casa Rosada teme: Macri (hoy cabeza en las encuestas) y Elisa Carrió (segunda y áspera competidora para cubrir el espacio de centro izquierda que encandila al Presidente).
No es extraño, en tales circunstancias que el gobierno deshoje hoy la margarita de una posible intervención federal a la Capital Federal. Algunos asesores directos aconsejan a Kirchner esa extrema medida con el argumento de que, de adoptarla, el gobierno nacional podría ahorrarse el deterioro que le ocasiona seguir sosteniendo a Ibarra y, además, podría capitalizar el descontento de la opinión pública porteña con el Jefe de Gobierno, evitando que sean Macri o Carrió los beneficiarios de ese rechazo. El argumento agrega: un interventor federal bien elegido e impuesto rápidamente tendría tiempo de operar para reconstruir el espacio oficialista antes de los comicios legislativos de octubre que, hoy por hoy, prometen un serio revés al gobierno. Como están hoy las cosas, un candidato kirchnerista (ni siquiera se sabe quién podría ser, pues el nombre de Rafael Bielsa ha perdido peso) parece condenado a salir tercero.
En el propio círculo íntimo del Presidente se esgrimen algunas objeciones serias a la hipótesis intervencionista: podría ofender al electorado porteño, que valora mucho la autonomía; podría leerse como una prueba más del afán hegemónico que se le asigna al gobierno; y, sobre todo, ya que toda intervención tiene un plazo limitado y finalmente debe dejar paso a un gobernante electo, la intervención reabriría prematuramente la disputa sobre el Ejecutivo de la Ciudad de Buenos Aires y le otorgaría a Mauricio Macri o a la señora Carrió la posibilidad de conquistar el gobierno de un distrito fundamental cuando su horizonte actual es, en todo caso, alzarse con una diputación en octubre. Con la mirada puesta en las elecciones presidenciales de 2007, perder la Capital sería para el gobierno una caída mucho más costosa y seria que perder en la Capital en las legislativas de octubre.
El gobierno posterga por el momento una decisión definitiva sobre la intervención, aunque no deja de lado su análisis. Junto con la provincia de Buenos Aires (en la que, en la última semana se observaron renovados estiletazos oficialistas contra el duhaldismo), la cuestión Capital se ha transformado en un rompecabezas para Néstor Kirchner.
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Jorge Raventos , 30/01/2005 |
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