Jorge Raventos analiza la evolución de la situación política argentina a partir del "blooper" cubano. |
A ocho meses de que hiciera trepar a un ya célebre banquito al Jefe de Estado Mayor del Ejército, Néstor Kirchner acaba de señalarle a su canciller un banquito semejante: a Rafael Bielsa no se le indica que descuelgue cuadros, sino funcionarios. “Por orden de Kirchner, Bielsa deberá relevar a Valdés y Taleb” , sintetizó Clarín en un título del sábado 18. Eduardo Valdés ha sido el jefe del gabinete de asesores del Canciller, su mano derecha y operador, su amigo y socio político. El entrerriano Raúl Taleb se ha desempeñado como embajador ante el gobierno de Fidel Castro desde que Kirchner lo designó para pagar favores al gobernador de aquella provincia, Jorge Busti. Taleb y Valdés fueron apuntados por el índice presidencial como víctimas propiciatorias de la crisis diplomático-gubernamental que se desató alrededor de la terca negativa cubana a permitir que la doctora Hilda Molina, abuela de dos nietos argentinos y madre de un ciudadano residente en Buenos Aires, viajara a la Argentina para conocer a los hijos de su hijo. Una aclaración ineludible: si ésa es la circunstancia que rodea la crisis, su centro reside en la política presidencial hacia el régimen castrista, cuya agresión a los derechos humanos y políticos de los cubanos se ha negado obstinadamente a cuestionar. El asunto Cuba se produce cuando el gobierno parece conducir un proceso de progresivo aislamiento internacional, en el que se destaca últimamente la confrontación con el Brasil de Lula, y donde los únicos “amigos” parecen ser el español Rodríguez Zapatero, el venezolano Chávez y el mismísimo Fidel Castro.
Para una gestión que ha intentado transformar su concepción de derechos humanos en un emblema y una lanza, la negativa a reclamar a Castro por su conducta en la materia es una notable incoherencia. Y el caso de la doctora Molina, que involucra no sólo el derecho personal a transitar y salir de Cuba de esa señora, sino también el de dos argentinos nativos a reunirse con su abuela, se ha convertida en la prueba de ácido de esa inconsecuencia. En un gobierno donde el Presidente es presentado como el gran conductor minucioso, que controla cada área, es impensable que un episodio en el que está involucrada la Isla de Castro haya sido una ocurrencia del Jefe de asesores del Canciller y de un embajador inexperimentado, y que ni Kirchner ni Bielsa hayan ejercido la responsabilidad directa de la operación. Más bien parece que uno y otro consideraron que podían zafar del duro desafío que imponía el caso Molina a sus compromisos con el régimen cubano y que una carta candorosa de Kirchner al Comandante, basada en “la buena relación personal” y –como dijo un vocero oficial- en que “hicimos todos los deberes con Cuba”, les permitiría anotarse un punto en cada casillero: en el de los derechos humanos de la señora y sus nietos y en el de las relaciones con Castro, al que “ayudarían” a exhibir un corazón al fin de cuentas sensible. La respuesta del Comandante –un hombre fiel a sus convicciones- y la decisión de la doctora Molina de acudir a la embajada argentina para reclamar de cuerpo presente que se cumplieran los compromisos asumidos, los tomó por sorpresa y los dejó al descampado. Tuvieron que disuadir a la señora para que no solicitara un asilo –figura central del derecho humanitario- que no estaban dispuestos a conceder para evitar la ira de Fidel. Bielsa inclusive dio seguridades de su buena fe al embajador cubano en Buenos Aires: la doctora Molina había sido recibida en la Embajada argentina en La Habana a las 6 de la mañana apenas como “huésped” y sería eyectada de ese espacio de soberanía argentina y devuelta a la intemperie cubana sin vacilaciones. Logrado este objetivo, el gobierno exhaló un suspiro de alivio (no precisamente centrado en la suerte personal de la señora): “La tensión con Cuba casi desapareció después de que la médica Hilda Molina abandonó la embajada argentina”, informó el diario oficialista Página 12.
Pero el patético blooper ya había trepado a las primeras planas y amenazaba el vínculo del gobierno con la opinión pública: ¿quién pagaría esa factura? “Valdés y Taleb”, fue la orden presidencial a Bielsa, así como cuando hubo que dar explicaciones por el retraso de la renegociación de la deuda defaulteada a raíz de la renuncia del Bank of New York se le solicitó a Roberto Lavagna la cabeza de su segundo, Guillermo Nielssen. El ministro de Economía, en esas circunstancias, defendió a su colaborador y amenazó con su propia dimisión. Nielssen siguió en su lugar…al menos hasta que Lavagna continúe en el suyo.
¿Qué ocurriría si Bielsa procediera de una manera análoga y escudara a su amigo, su operador, su socio político con la amenaza de su propia renuncia?
El Canciller, virtual candidato a encabezar las listas electorales oficialistas en la Ciudad de Buenos Aires, se dispone a presidir durante un mes el Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas, viene de presentarse como tal ante el renunciante Secretario de Estado de los Estados Unidos, Colin Powell, y tiene por delante, en tal función, eventos de importancia, como las ceremonis de la reasunción presidencial de George W. Bush y el proceso electoral en Irak. Una amenaza de dimisión de Bielsa tendría, se supone, peso suficiente en el platillo cerebral de la balanza kirchnerista como para compensar el enojo homérico que le ocasionan frustraciones como la provocada por el episodio cubano. Bielsa accedería a su brilloso cargo temporario revaluado por el gesto. Claro está: como en el caso de Lavagna, la brecha abierta con un presidente poco afecto a la autonomía relativa de sus ministros se ahondaría.
El intermezzo cubano revela, una vez más, que por detrás del cuadro panglossiano que pintan las encuestas a pedido y la propaganda del gobierno, el edificio oficialista registra fisuras que se ensanchan al contacto con los vientos de la realidad.
Las circunstancias anticipan nuevos remolinos. En su afán por compensar su mal de origen –el magro porcentaje con que accedió a la Casa Rosada- el Presidente no ha hecho más que coquetear con los sectores del sedicente progresismo urbano, de escaso peso cuantitativo pero de desmedida influencia en lobbies influyentes sobre la opinión pública. Ese sector se asocia con entusiasmo a todas las expresiones de decadencia del arte y las costumbres, designándolas como agentes de “progreso” cuanto más virulenta sea su contestación a los valores vinculados con las tradiciones culturales, a las que observan como residuos conservadores o reaccionarios, destinados a desaparecer.
Para esos sectores merecen respaldo activo desde las irrupciones internacionales empeñadas en legalizar el aborto hasta las agresiones presuntamente artísticas a las creencias religiosas, pasando por la invasión a los derechos de las familias o los cuestionamientos a las instituciones.
Parado, al menos con un pie, sobre ese sector de la opinión pública, el gobierno está condenado a asumir las consecuencias de un error de concepción: las tradiciones vivas no son una rémora del pasado, mantienen su actualidad y su vigencia; tienen fuerza para defenderse y esa fuerza se dinamiza frente al acoso externo. Las movilizaciones que suscitaron la exposición del señor León Ferrari (y, sobre todo, su auspicio por un ente estatal de la Ciudad de Buenos Aires), el eventual arribo del llamado “barco del aborto” y la intención del oficialismo porteño de otorgar al Estado (y no a las familias) la primacía en el dictado de la educación sexual a los menores suenan como el inicio de una etapa en que comienza un proceso de autodefensa de las tradiciones identitarias frente al avance de un iluminismo minoritario y tecnocrático que confunde las burbujas de las elites con la realidad y procura imponer de arriba a abajo su pensamiento políticamente correcto. El debate político empieza a impregnarse de la discusión sobre valores.
En esas circunstancias pueden tener alguna significación ciertos hechos que se observan en el escenario de la política. El acercamiento de Ricardo López Murphy a sectores del peronismo (excluídos por decisión propia los pertenecientes al “eje duhaldista-kirchnerista”, según el líder de Recrear), es uno de esos hechos. El gobierno ha gozado hasta ahora de la facilidad de no contar con una oposición más o menos coordinada. Esa atomización, sumada a la inexistencia del peronismo como fuerza unificada y legitimada desde las bases, ha hecho el campo orégano a las iniciativas del gobierno central.
El regreso al país de Carlos Saúl Menem es, seguramente, otro hecho significativo. Ya en la Argentina, el ex presidente – que llegó primero en los últimos comicios- seguramente actuará hacia adentro y hacia fuera del justicialismo para actualizar sus propuestas y dar continuidad a las grandes reformas de la década del 90.
El año 2005 promete mayores desafíos que el que ya termina tanto al gobierno de Néstor Kirchner como a la sociedad argentina.
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Jorge Raventos , 20/12/2004 |
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