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La flamante Comunidad Sudamericana - Amucharse o integrarse |
El sueño de la Comunidad Sudamericana de Naciones puede tardar muchísimo en concretarse. Por ahora, Eduardo Duhalde lo ha caracterizado acertadamente como un ejercicio “impregnado de un fuerte impulso emocional.” Legítimo y de loables horizontes, pero confinado todavía a regiones más cercanas a la utopía que a la proximidad.
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El trabajo que ofrecemos a continuación es un desarrollo mayor del artículo escrito por Andrés Cisneros y publicado en Ambito Financiero del miércoles 8 de diciembre de 2004
Pero lo simbólico no debe despreciarse: con frecuencia provoca la emergencia abrumadora de millones de voluntades coincidentes. A condición, claro, que no las distraigan del camino inmediato en el que hoy, y no en algún día lejano, se juega el destino colectivo de todos nosotros.
Fragmentada la protonacionalidad española, los latinoamericanos nos dividimos en un mosaico de treinta y pico estados –más uno de origen semejante, portugués- que ya, desde el vamos, añoraban que la unidad cultural se prolongase en otra unidad política, social y de destinos comunes. Así crecimos.
Reconoce, por ello, raíces muy profundas en el ideario de casi todos nuestros próceres, pero adolece de un accionar deficiente por parte de nuestros contemporáneos: con raras y fallidas excepciones, las clases políticas de América Latina vivieron absortas en sus conflictos domésticos con enorme desinterés por las cuestiones internacionales.
La manera en que un proyecto se materialice en América del Sur siempre dependió de la naturaleza de la relación que en cada momento histórico estuvieran manteniendo sus países más gravitantes. En el Cono Sur, Brasil y Argentina.
Así como la fortaleza estructural de la Unión Europea dependió siempre de la alianza bilateral entre Francia y Alemania, es en el entendimiento profundo de Brasilia con Buenos Aires que descansa cualquier esperanza que tengamos en el éxito de la integración sudamericana.
Una cosa ha sido siempre si Argentina y Brasil transitan asociados como iguales y otra muy distinta si lo hacen con el predominio eventual de uno sobre el otro. De cómo funcione en cada momento esa relación esencial resultará la que luego se extienda al ejercicio mayor con los demás.
Los impulsores de esta Comunidad Sudamericana la han comparado con la Unión Europea y la definen como una suerte de lógica amalgama de regiones ya en marcha –Mercosur y el Grupo Andino- en feliz sumatoria de potencias locales emergentes como Chile.
Cabe preguntarse si el mejor horizonte del MERCOSUR le aguarda en una licuación semicontinental o, por el contrario, concentrarse en la tan retrasada profundización de sus componentes estructurales para después, si, exitoso en su propio objetivo, lanzarse a la ambición de ámbitos mayores.
Porque el Mercosur se encuentra estancado por las mismas dificultades que ya hoy acechan a la flamante Unión Sudamericana y causaron todos los fracasos anteriores: la falta de voluntad política suficiente para profundizar la integración apenas aparecen dificultades importantes.
Los Estados, como las personas, frecuentemente afrontan encrucijadas mayúsculas, muchas veces desalentadoras. En ambas dimensiones, la dispersión siempre resulta tentadora. Así, huimos hacia el pasado, refugiándonos en paraísos idealizados de nuestra memoria. O huimos hacia delante, encandilados por las bondades de un futuro feliz y alcanzable con solo desearlo. En los dos casos nos beneficiamos con el alivio de esquivar un presente ingrato. Ese es su atractivo.
En esa perspectiva, la Confederación Sudamericana y el giro consiguiente hacia un ámbito más abarcante puede llevarnos, en los hechos, el abandono del imprescindible esfuerzo de concentrarnos en terminar la tarea aquí pendiente, en el MERCOSUR, antes de embarcarnos en otra todavía mucho mayor. Amucharse no es lo mismo que integrarse.
Juan Gabriel Tokatlián acaba de publicar un resumen sumamente gráfico de fracasos anteriores: “El estado de la unidad política, económica y diplomática en América latina, en general, y en América del Sur, en particular, ha sido, y es, lamentable. En términos históricos, la experiencia fue frustrante: la Comisión Especial de Coordinación Latinoamericana (Cecla), concebida como un mecanismo diplomático de articulación regional, tuvo vida efímera; los dos pilares de la integración comercial -la Asociación Latinoamericana de Libre Comercio (Alalc) y la Asociación Latinoamericana de Integración (Aladi)- están difuntos de facto , mientras que el importante espacio de consulta y cooperación económica -el Sistema Económico Latinoamericano (SELA)- colapsó.
En la actualidad, la Comunidad Andina de Naciones (CAN) se encuentra en su peor momento de fragmentación: Colombia, Ecuador y Perú intentan negociar, de forma tripartita, un acuerdo comercial con Estados Unidos; Bolivia prefiere inclinarse más hacia el Cono Sur, y Venezuela ambiciona encabezar un proyecto de distanciamiento efectivo respecto de Washington. Paralelamente, el Mercado Común del Sur (Mercosur) vive su hora más inmóvil, sin avanzar hacia una unión aduanera perfecta ni procurar una mínima institucionalización.
Al preocupante estado de los mecanismos regionales mencionados puede sumarse el de ámbitos hemisféricos e internacionales de habitual significación para el área: al tiempo que la Organización de Estados Americanos (OEA) vuelve a empañar su legitimidad con la renuncia de su último secretario general, la Comisión Económica para América Latina (Cepal) ha dejado de ser un referente innovador para procesar y proponer un modelo alternativo de crecimiento interno o un esquema audaz de inserción externa.
En cuanto a las experiencias informales de convergencia y acción, el balance es variopinto. Por una parte, está el caso exitoso del Grupo de Contadora (y su Grupo de Apoyo) por su aporte diplomático a una salida menos cruenta a la crisis centroamericana durante los años 80. Por otra parte, está el fracaso del Consenso de Cartagena, de mediados de los 80, que no alcanzó a articular una postura regional en relación con el tema de la deuda externa. El Grupo de Río (GR), heredero de ambos ensayos y convertido desde fines de los 80 en el principal espacio de concertación política en el área, entró en parálisis casi perpetua“ (*)
Sería absurdo exigir que este emprendimiento de la Confederación Sudamericana nazca con garantía de éxito. De hecho, hasta que se detuvo, su notable progreso, el MERCOSUR fue tributario de la valiosa experiencia ganada en los fracasos anteriores, desde el importantísimo tratado del ABC con Chile y Brasil de 1953 pasando por los sucesivos intentos finalmente fallidos que reseña Tokatlián.
Lo que sí debe preocuparnos, más que el eventual éxito histórico (a fin de cuentas, a la Unión Europea le tomó cuarenta años) es el costo que podríamos terminar pagado ahora, en estos años inmediatos. Bien llevada, esta Comunidad de Naciones puede empalmar sin perjudicar a nuestros procesos de integración preexistentes. De lo contrario, dispersaría muy dañosamente nuestra ya menguada capacidad de producir transformaciones profundas en la realidad regional. En nuestra opinión, el límite de tal esfuerzo pasa por no distraer energías de la imprescindible profundización del MERCOSUR, cuyo cumplimiento debiéramos plantearle a Brasil antes de comprometernos en nuevos emprendimientos.
De otra manera, todo el intento de la Unión Sudamericana podría terminar visto como una cortina de humo que nos distraiga de una cada día más posible lobotomía del MERCOSUR, tal como fue concebido, para dar paso a una versión menor, sin las aspiraciones que todos pusimos en él.
Pero si la Comunidad Sudamericana establece bien sus prioridades, las sospechas sobre su utilidad pueden disiparse rápidamente.
En lo inmediato, apuntalar la democracia. Hay desaliento en la región. Seis presidentes no terminaron su mandato en el último quinquenio y ya casi la mitad de los latinoamericanos aceptaría recortes en las libertades a cambio de progreso económico (**)
En el mediano plazo, aumentar radicalmente la integración física, talón de Aquiles del subcontinente orográficamente más fracturado del mundo. Y ya en el largo plazo, ayudar a la consolidación de las zonas de libre comercio ya establecidas y extender sus beneficios a toda la región.
Nuestra entrañable predisposición a la convergencia no debiera cegarnos como para repetir en lo colectivo los mismos errores que ya cometimos en cada uno de nuestros países y suponer que podríamos obtener un resultado distinto.
La capacidad movilizadora de la integración supera largamente a cualquier otra idea-fuerza en la realidad política sudamericana. De allí la fundada esperanza de que la inmensas dificultades que allí nos aguardan podrían resultar superadas por la feliz unión de nuestros pueblos. Pero ese mismo atractivo tienta con demasiada frecuencia a clases políticas que, menguadas en su credibilidad, apelan a las fibras más sensibles de la gente, aunque después no puedan hacer honor a las ilusiones tan livianamente estimuladas.
Ya en los albores de nuestra vida independiente, en 1826, el mismísimo Bolívar optó por no concurrir al Congreso de Panamá invocando razones muy parecidas.
La ausencia del presidente argentino en Cuzco, empero, podría atribuirse –como reza la versión oficial- a problemas de salud del doctor Kirchner, si no resultara que su falta de concurrencia a encuentros importantes para nuestros intereses nacionales se vienen repitiendo con llamativa frecuencia. Tanta, que generan la lógica inquietud de si no se tratará de algo más que un asunto de salud o de carácter y expresa, en verdad, una forma completa de entender a nuestra relación con el mundo.
El giro introducido a nuestra política exterior en los últimos años, ha tenido el efecto de aumentar alarmantemente un rumbo de marginación que conductas como ésta no contribuyen sino a agravar.
El esforzado papel protagónico asumido por Duhalde– muchas veces en incomprensible soledad- en éste y otros emprendimientos de la integración, no alcanza a compensar la masiva ocupación que el Brasil de Lula viene efectivizando en los espacios que nuestro gobierno, inexplicablemente, abandona como si no le interesaran o no los considerase importantes para nuestro destino nacional.
Prácticamente todos los observadores de la región coinciden en que este ejercicio de unión sudamericana resulta directamente funcional a un proyecto hegemónico brasileño evidenciado en un accionar cada día más inconsulto con sus vecinos –decisiones ante la UE y el ALCA, negociaciones con China, desarrollo nuclear extendido, etc.- y su abierta postulación al Consejo de Seguridad de la ONU por su propia cuenta, en lugar de requerir el apoyo de la región para que nos represente, no para que nos reemplace.
El bajo perfil, cuando no directamente la ausencia de la Argentina en el escenario continental potencia ese accionar de una manera muy lesiva a los intereses nacionales argentinos y a los compromisos asumidos cuando prometimos integrarnos.
El resultado es que nunca, nunca, desde la Guerra de la triple Alianza, siglo y medio atrás, ha existido tanto desequilibrio de poder entre Argentina y Brasil como ocurre en estos momentos, con éstas políticas argentinas.
El liderazgo de Brasil es un dato de la realidad, inevitable y, en ciertas condiciones, muy bienvenido. Reconoce tres componentes. Sus datos estructurales, su musculatura (territorio, población, PBI). La atracción de su mecado. Y su envidiable vocación política de estar adelante, de ir “pra frente.”
La importancia de su mercado es mayor aquí, en el sur del Sur, donde Brasil es nuestro principal socio comercial. Pero disminuye en el Pacto Andino que, como Chile, se vincula más con el de los Estados Unidos.
Y la vocación política dependerá del modo en que Brasil decida presentarse ante sus vecinos. Imposición o convencimiento. Liderazgo o patronazgo. El primus inter pares ejerce siempre un liderazgo en el fondo moral, que sus socios le reconocen, no que le soportan. De esa distinción esencial nace el diferencial de energía política sumada, esa que eleva a los grandes y pierde a los pequeños despotismos de comarca.
No se trata de una rivalidad de corte deportivo o del orgullo nacionalista de encontrarse por encima del vecino poderoso. Es mucho más que eso.
Ningún proceso de integración no-imperial ha podido nunca consolidarse si sus dos protagonistas más prominentes no disminuyen, o, al menos, mantienen como en un principio, el grado de sus diferencias de poder relativo. Allí donde este se desequilibra, la posibilidad de integrarse igualitariamente se esfuma, reemplazada por alineamientos subordinados en que la relativa paridad de los socios liderados por el más fuerte cede paso al nudo comportamiento del patronazgo en reemplazo de la sociedad.
Con todo, el protagonismo de Brasil no debiera todavía alarmarnos. Un eventual liderazgo brasileño, país hermano y amigo, entendido como el mandato y no la resignación de sus vecinos, podría generar energía suficiente para llevar adelante estos dos enormes emprendimientos (La Confederación y el MERCOSUR) juntos, al mismo tiempo, sin perjuicio para ninguno. Es lo que, a luces vista, piensa el decidido impulsor argentino del proyecto, Eduardo Duhalde.
Nadie puede pronunciarse en contra de una propuesta tan loable como la de unir a todas las naciones de nuestro subcontinente. En esa óptica, lo recientemente actuado en Cuzco merece el apoyo entusiasta de todos los que habitamos esta región, siempre teniendo presente que los altos objetivos que se propone esta Confederación Sudamericana no podrían hoy servirse más efectivamente que profundizando primero los proyectos de integración ya existentes antes de lanzarnos a horizontes más lejanos.
Duhalde y sus asesores creen profundamente en que dirigir energías a este nuevo emprendimiento no solo no perjudicará sino que fortalecerá al MERCOSUR. El tiempo dirá. Por ahora, convengamos en que ello será mucho más factible si Brasil se comporta como nuestro socio, no nuestro hegemón.
Infortunadamente, el accionar de Brasilia en los últimos años viene evidenciando una voluntad nacional admirable pero mucho más orientada en los modos de la supremacía que en los de la sociedad, ámbito propicio para generar una inflación de aquellos compromisos meramente emocionales y un congelamiento de las integraciones profundas sin las cuales navegaremos, de la mano de la retórica y ya sin regreso, hacia un destino final de inimportancia.
(*) en La Nación del 9 de diciembre de 2004
(**) ver www.latinobarometro.com
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Andrés Cisneros , 13/12/2004 |
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