Bush y los próximos cuatro años. GUERRA SIN FRONTERAS.

 


El ex secretario de Estado norteamericano explica los alcances del nuevo orden mundial surgido de los escombros de las Torres Gemelas y analiza cuáles son los desafíos que deberán enfrentar EE.UU. y Europa ante un enemigo que, esta vez, no está en un lugar geográficamente definible
WASHINGTON DC.- La campaña electoral que ha cautivado a los Estados Unidos -y al mundo- ha terminado. Lo que queda son los retos que dieron lugar a esa batalla, en ocasiones frenética, y la responsabilidad de lidiar con ellos. Ningún presidente se ha enfrentado con un programa de alcance comparable. Esto no es una hipérbole. Es la mano que ha repartido la historia a esta generación. Nunca hasta ahora había sido necesario dirigir una guerra sin primeras líneas ni definición geográfica y, a la vez, reconstruir los principios fundamentales del orden mundial para sustituir los tradicionales, que ardieron entre el humo de las Torres Gemelas y el Pentágono.

El desafío soviético era concreto y geográficamente definible. Las principales amenazas de hoy en día son abstractas y móviles. El presidente George W. Bush deberá realizar un esfuerzo por definir y, posteriormente, mantener un sistema internacional que refleje las nuevas circunstancias revolucionarias.

Apoyé al presidente Bush durante la campaña y esperaba que tuviera éxito. Pero independientemente de su victoria, los Estados Unidos no podrán abordar este programa si no es en un contexto que una a todas las partes en el compromiso de curarse. Quienes estén preocupados por el futuro del país deben encontrar formas de cooperación, de modo que el mundo vuelva a ver a los estadounidenses trabajando hacia un destino común tanto dentro del país como en la comunidad de naciones. Este artículo pretende realizar una contribución a dicho esfuerzo.

Próximos pasos en Irak

Ningún aspecto requiere el bipartidismo con mayor urgencia que la siguiente fase de la política en Irak. Tras la victoria del presidente Bush, es importante que los adversarios de los Estados Unidos no confundan la pasión de un período electoral con la falta de unidad con respecto a los objetivos finales.

El adversario básico es el sector militante radical y fundamentalista del islam que pretende derrocar a las sociedades islámicas moderadas y a aquellas que considera que se interponen en la restitución de un califato islámico. Por ese motivo, muchas sociedades que cuestionaban la intervención estadounidense tienen, no obstante, interés en que triunfe. Si se erige un gobierno radical en Bagdad, todo el mundo islámico se sumirá en la confusión. Los gobiernos moderados serán derrocados o lucharán por su existencia; los países con minorías islámicas importantes, como India, Rusia y Filipinas, serán testigos de un creciente desafío. El terrorismo se extenderá por toda Europa. Los desafíos a los Estados Unidos se multiplicarán.

Hoy, los Estados Unidos actúan como fideicomisario de la estabilidad global, mientras los obstáculos nacionales impiden la admisión -y quizá incluso el reconocimiento- de estas realidades en muchos países. Pero ese acuerdo unilateral no puede prolongarse demasiado tiempo. A otras naciones debería interesarles participar al menos en las tareas de reconstrucción política y económica. No hay atajo que permita evitar el paso que hay que dar a continuación: la restauración de la seguridad en Irak, especialmente en las zonas que se han convertido en santuarios terroristas, es imperativa.

Las primeras elecciones nacionales programadas para finales de enero son el siguiente paso. Es especialmente importante comprender los obstáculos a la democracia en una sociedad multirracial y multirreligiosa como la de Irak. En las sociedades con claras divisiones étnicas o políticas, la condición de minoría a menudo supone una discriminación permanente y el riesgo constante de extinción política.

Irak está compuesto por tres grandes grupos: kurdos, chiítas y sunnitas. Los chiítas representan un 60 por ciento de la población y los dos grupos restantes aproximadamente un 20 por ciento cada uno. Durante 500 años, los sunnitas han dominado mediante la fuerza militar y, durante el gobierno de Saddam, con extraordinaria brutalidad. Por ello, las elecciones nacionales, basadas en un gobierno mayoritario, implican un trastorno radical del poder relativo y de la condición de las tres comunidades. La insurgencia en la región sunnita no sólo es una lucha nacional contra los Estados Unidos; es un medio para restituir la dominación política. Del mismo modo, el proceso político significa poco para los kurdos si no garantiza una considerable autonomía. Los chiítas toleran la presencia estadounidense -en ocasiones de forma ambivalente- para lograr el objetivo de subvertir el patrón histórico de gobierno sunnita como primer paso para la dominación chiíta. Está por verse hasta qué punto seguirán apoyando el papel de los Estados Unidos a medida que progresa la transferencia de poder.

Por tanto, las elecciones de enero en Irak deben considerarse el inicio de una prolongada pugna entre los diversos grupos, que implica el riesgo permanente de una guerra civil o una lucha nacional contra EE.UU., o ambas cosas. Todas las facciones mantienen milicias precisamente para dichas eventualidades. Las estructuras federalistas y la garantía de que la libertad de expresión, de conciencia y el debido proceso judicial están constitucionalmente más allá del alcance de cualquier mayoría podrían ofrecer garantías para las preocupaciones de los diversos grupos y una red de seguridad si la reconciliación nacional acaba siendo imposible.

En el posible polvorín posterior a las elecciones de enero, un cierto grado de internacionalización es el único camino realista hacia la estabilidad dentro de Irak y un apoyo nacional sostenido en los Estados Unidos. La supervivencia del proceso político depende en primera instancia de la seguridad -cuya responsabilidad principal recae sobre los Estados Unidos- pero, finalmente, de que la comunidad internacional permita que el gobierno de Irak sea percibido como una representación legítima del pueblo iraquí.

Por ello es aconsejable que un grupo de contacto internacional bajo el auspicio de la ONU, tras las elecciones de enero, notifique sobre la evolución política de Irak. Los miembros lógicos serían países que tengan experiencia con el islam militante y mucho que perder con la radicalización de Irak -naciones como India, Turquía, Rusia, Argelia, además de los Estados Unidos y Gran Bretaña-. Esta no es una abdicación al consenso. Estados Unidos, en virtud de su presencia militar y su papel económico, mantendría su posición destacada.

Guerra preventiva

En sus primeros meses en el cargo, la Administración de Bush desafió la creencia general cuando proclamó el concepto de prevención como si se tratara de un invento estadounidense. De hecho, la prevención es inherente a la estructura del nuevo orden internacional, independientemente de quién dirija la Casa Blanca. El sistema internacional del siglo XX fue establecido por el Tratado de Westfalia en 1648. Con la intención de evitar una repetición de la Guerra de los Treinta Años, durante la cual murió casi el 30 por ciento de la población de Europa Central en un supuesto conflicto por creencias religiosas, los dirigentes basaron el nuevo sistema en el principio de soberanía dentro de las fronteras estatales y la no injerencia entre ellas. Las amenazas al orden internacional fueron definidas como movimientos de unidades militares a través de las fronteras establecidas. Debido a que las armas eran relativamente pequeñas y la tecnología avanzaba lentamente, la seguridad nacional generalmente podía protegerse esperando la agresión en sí.

El 11-S señaló el final de esa opción. Nos enseñó que las amenazas ya no eran sinónimos de acción del Estado; podían estar organizadas por grupos privados que actuaban desde el territorio de un Estado soberano con objetivos que trascendían los del país anfitrión.

Inevitablemente, el concepto de prevención conduce a un choque entre nuevas realidades y nociones tradicionales de orden. A los países acostumbrados a patrones establecidos les resulta difícil aceptar las nuevas necesidades, y todas las naciones buscarán algunas normas de conducta que no dejen las decisiones de prevención a la determinación unilateral y espontánea de un único Estado. Cuando es puesta en práctica por una potencia con la apabullante preponderancia militar de los Estados Unidos, la doctrina da pie a reivindicaciones de hegemonía por algunos elementos del bando estadounidense y una resistencia cada vez mayor por parte de otros, particularmente los miembros de las alianzas tradicionales.

El nuevo mandato de Bush querrá hacer una distinción entre poder y las reivindicaciones hechas en nombre de éste. Ninguna nación, por poderosa que sea, puede organizar el sistema internacional por sí misma; a lo largo de cualquier período de la historia, está incluso por encima de la capacidad psicológica y política del estado más dominante. El objetivo de la política exterior de EE.UU. debe ser convertir el poder dominante en responsabilidad compartida: dirigir la política, como ha escrito el académico australiano Coral Bell, como si el orden internacional estuviese compuesto por muchos centros de poder, incluso siendo conscientes de nuestra preeminencia estratégica. Implica la necesidad de un estilo de negociación menos centrado en imponer prescripciones políticas inmediatas que en lograr una definición común de objetivos a largo plazo.

A los Estados Unidos no les interesa animar a todos los países a definir la prevención en términos puramente nacionales. La respuesta al 11-S fue impuesta por las necesidades de una emergencia. El nuevo mandato de Bush podría contribuir en gran medida a un nuevo orden global demostrando la voluntad de debatir los principios internacionales de prevención, aunque se reserve el derecho de defender la seguridad nacional en solitario como última opción.

La amenaza nuclear

Aunque el islam militante es el reto más inmediato y manifiesto para el orden internacional, la proliferación nuclear supone la mayor y más insidiosa amenaza para la supervivencia global a largo plazo. Hasta el momento, las armas nucleares se han extendido de forma relativamente lenta y permanecen en poder de países con todo que perder y nada que ganar con una agresión al orden internacional. Pero el sistema internacional se enfrenta ahora con la inminente proliferación de armas nucleares en manos de dos países con un programa preocupante: el extraño y aislado régimen de Corea del Norte, que es responsable de múltiples asesinatos y secuestros y que se ajusta a todas las definiciones de régimen rebelde, e Irán, cuyo actual régimen empezó tomando como rehenes a diplomáticos estadounidenses y que, desde entonces, ha apoyado a diversos grupos terroristas en Cercano Oriente y sigue considerando a los Estados Unidos su principal enemigo.

La posesión de armas nucleares por parte de estos países constituiría un paso trascendental para despojar al orden internacional del resto de las limitaciones del sistema de Westfalia. La disuasión perderá su significado tradicional incluso con respecto a las relaciones entre Estados. Con semejante variedad de potencias nucleares, ya no quedará claro quién es responsable de disuadir a quién y con qué medios. Los problemas de segundo orden pueden escalar hasta convertirse en un conflicto nuclear. Las posibilidades de error de cálculo crecen. Incluso si los nuevos países nucleares no utilizan sus armas, pueden convertirse en un escudo tras el cual intensificar los desafíos terroristas.

La comunidad internacional se ha visto dividida entre la premonición de una catástrofe nuclear y el escapismo de tratar las advertencias sobre la proliferación como un ejemplo de la belicosidad estadounidense. Invariablemente, los países proliferantes alegan que solamente pretenden participar en los usos pacíficos de la energía nuclear o complementar la producción eléctrica, o ambas cosas. Los países decididos a impedir la proliferación se ven por tanto tentados de ofrecer incentivos en forma de fuentes de energía alternativas garantizadas o combustible nuclear para las plantas energéticas. Pero esta estrategia suele fracasar, ya que los objetivos esenciales del país proliferante son políticos y estratégicos, no económicos.

Mientras tanto, el majestuoso proceso de las negociaciones sobre el control armamentístico está a punto de verse arrollado por los acontecimientos. Para transmitir una sensación de urgencia debe hallarse una respuesta a estas cuatro preguntas: ¿De cuánto tiempo disponemos en realidad antes de que el proceso de proliferación de Corea del Norte e Irán se vuelva irreversible? ¿Qué incentivos y garantías estamos preparados para ofrecer? ¿Qué presiones estamos dispuestos a asumir si los incentivos no surten efecto? ¿Y cómo evitamos que la negociación y la puesta en práctica se conviertan en un medio para legitimar la proliferación en lugar de evitarla?

A pesar de su importancia, las crisis regionales -Irak y Corea del Norte- quedan eclipsadas por la esencial transferencia de poder dentro del sistema internacional. El ascenso de China como posible superpotencia tiene gran importancia histórica, al señalar un cambio en el centro de gravedad de los asuntos mundiales desde el Atlántico hasta el Pacífico.

El renacimiento de China, el rápido crecimiento de India y la globalización en todos los rincones del mundo, por beneficiosas que sean estas condiciones para el individuo, plantean a su vez grandes problemas políticos que pueden posponerse sólo a riesgo de la economía mundial. La gestión ecuánime del acceso a la energía y las materias primas está más allá de la capacidad del sistema internacional tal y como está constituido actualmente. Si no se hace nada, existe el riesgo real de volver a las rivalidades de la era colonial, la pugna por la dirección de gasoductos en sustitución de la lucha territorial, y una crisis de los precios de las materias primas que podría llevar al mundo a una recesión generalizada. Bush en su nuevo mandato debe resolver estos problemas con gran urgencia, en coordinación con socios comerciales y económicos directamente afectados.

Todo esto nos lleva de nuevo a las relaciones atlánticas. La campaña política ha provocado desacuerdos atlánticos en torno a los errores tácticos estadounidenses a corto plazo. Esta es una mala lectura de la realidad. Las declaraciones de EE.UU. no siempre se distinguen por su tacto. En los Estados Unidos, el nuevo grupo de gobierno está preocupado por el reto del islam radical; nuestros aliados europeos, o bien no comparten la valoración estadounidense de esa amenaza o, en la medida en que lo hacen, se creen capaces de lidiar con ella fuera del marco atlántico.

Es imperativa una profundización en el diálogo entre ambas orillas del Atlántico. En un mundo de Yihad (guerra santa), transformación del equilibrio de poder, cambio demográfico, migración masiva y globalización económica, el reto esencial para la Alianza será la búsqueda de un objetivo común. Durante décadas, se ha acentuado el estancamiento diplomático porque se percibía que Europa defendía las exigencias palestinas y Estados Unidos los objetivos de Israel. Pero las nuevas circunstancias permiten imaginar cómo pueden acercarse ambas posturas. Israel ha dado a entender que los asentamientos fuera de su nueva valla de seguridad son negociables; el cerco ya está siendo relacionado con las fronteras de 1967 y en Camp David y Taba se habló de algunos territorios del Israel actual como compensación. A su vez, algunos líderes árabes moderados han solicitado nuevas iniciativas. Un esfuerzo por desarrollar una postura europeo-estadounidense como parte de un proceso de paz revigorizado podría animar a las partes reticentes a salir del punto muerto. En este proceso, la Alianza Atlántica podría redescubrir su objetivo común.

La oportunidad para un orden mundial se presenta a cada generación disfrazada de una serie de problemáticas. El dilema de nuestra era lo resumió el filósofo Immanuel Kant hace más de 200 años. En su ensayo La paz perpetua escribió que el mundo estaba destinado a la paz perpetua. Sucedería por previsión humana o por una serie de catástrofes que no dejarían otra opción. Cuál de los dos motivos será es la pregunta esencial a la que deberá enfrentarse el nuevo mandato presidencial.
Henry Kissinger , 15/11/2004

 

 

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