Jorge Raventos examina las consecuencias políticas del inequívoco triunfo de George W.Bush en las elecciones presidenciales de Estados Unidos.
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La victoria electoral inapelable obtenida el martes 2 de noviembre por George Bush y el Partido Republicano determinó derrotas y amarguras no sólo en Estados Unidos sino en otros puntos del planeta. También en Argentina, país en el que, según las encuestas, reside la opinión pública actualmente más opuesta al país del Norte de toda América Latina y donde la mayoría de su clase política y de su intelligentzia, probablemente por el mismo motivo, prefería que el triunfador del comicio fuera el senador demócrata John Kerry. La propia primera dama, Cristina Fernández de Kirchner, en un gesto político que no pasó inadvertido, había concurrido en su momento a la convención del Partido Demócrata que consagró a Kerry como challenger de Bush.
Las interpretaciones con que en esos sectores se procuró aliviar el desconsuelo fueron disímiles. El canciller Rafael Bielsa recurrió a la aritmética: señaló que, entre 6.000 millones de seres humanos que pueblan el planeta, a Bush sólo lo había votado el 1 por ciento. Uno de los polígrafos de mesa de luz del oficialismo escribió en Página 12, el diario preferido del poder, que los estadounidenses “adoran al demonio”: una muestra más del amor por satanizar a sus adversarios que exhibe esa escuela de pensamiento políticamente correcto. El ex presidente transitorio Eduardo Duhalde juzgó que los americanos habían votado a Bush “por miedo”, una opinión contradictoria con la del líder ruso Vladimir Putin que consideró que Estados Unidos había votado “con coraje” y había desafiado la extorsión del terrorismo, “cuyo objetivo era ver derrotado al presidente Bush”.
El gobernador Felipe Solá confesó que a él le gustaba “el estilo” de Kerry. Precisamente ese estilo que deslumbra a Solá puede haber tenido consecuencias en la derrota del senador demócrata. Señala Walter Laqueur, director del Centro de Estudios Internacionales y Estratégicos de Washington, que “los demócratas no consiguieron que se olvidase esa fama de reyes del chic que adquirieron en la época de Vietnam (…) los ataques violentos contra Bush aparecían en páginas de papel satinado donde se publicitan relojes Rolex y Breitling, ropas de Armani, lujosos hoteles en Suiza y cruceros por el mundo, autos costosos, zapatos de mujer y prendas de vestir que pocos habitantes de los estados cruciales para los demócratas se podrían permitir (…) también estaban Hollywood y la totalidad de los principales canales de televisión, así como la mayoría de las deslumbrantes estrellas de la música pop. En otras palabras, se trataba de un mundo con un nivel de vida y unos valores muy ajenos a los del hombre y la mujer de a pie”.
La ideología del progresismo estadounidense, con su cultura metrosexual y sus ejércitos de intelectuales, periodistas y cantantes, fracasa en penetrar la Norteamérica profunda, ese océano pintado de rojo que exhibían los mapas para graficar el voto a Bush, donde la identidad es sinónimo de apego a las tradiciones propias y no es incompatible con la globalización que tiene a Estados Unidos como protagonista.
Ese ideologismo es asimismo una brújula loca para orientarse en la realidad. La economía de los Estados Unidos ha crecido de septiembre de 2003 a septiembre de 2004 un 3,9 por ciento mientras su productividad se eleva a ritmo impresionante y sin duda lo seguirá haciendo, articuladamente con un ciclo de crecimiento de la economía mundial que es el más veloz de las tres últimas décadas. Las rebajas de impuestos impulsadas por Bush, caracterizadas por sus opositores como meros beneficios al “gran capital”, a “los ricos”, han favorecido a las empresas y a sus inversores, es decir a la clase media que compra acciones y que recibe ahora mayores dividendos.
El showman Michael Moore, gran difusor y propagandistas de aquellas simplificaciones desviadas, recomienda ahora a sus seguidores desconsolados que no se corten las venas: al fin de cuentas, dice, constitucionalmente Bush ya no puede ser reelegido dentro de cuatro años.
Desde la perspectiva argentina convendría dejar de lado las elucubraciones banales sobre cuestiones de estilo, las demonizaciones del ideologismo melancólico y el consumo insalubre de desorientaciones ajenas para, en cambio, atenerse a los hechos.
El reelegido presidente de la mayor potencia del mundo ha sido respaldado en su rumbo y sus políticas y cabe esperar que insista en ellas con mayor vigor después de la victoria. Un rasgo central de esa política es la voluntad de construir, a partir del poderío americano y con eje en él, un nuevo orden mundial en materia de seguridad y de lucha contra el terrorismo y amenazas asociadas a él, como el narcotráfico y el crimen organizado. Argentina deberá, ante ese hecho, diseñar una política de la que aún carece.
Otro aspecto, de incidencia directa sobre la región y sobre el país, es la segura insistencia de Bush en el impulso al libre comercio en el continente, una iniciativa que no se agota en la propuesta del ALCA. Cabe esperar que se aceleren las negociaciones que el gobierno de Estados Unidos ya ha iniciado en ese sentido. Desde el primer día de 2004 tiene vigencia un acuerdo de libre comercio entre Estados Unidos y Chile. Bush ya cerró, además, un acuerdo de libre comercio regional con Panamá y la República Dominicana e inició negociaciones en el mismo sentido con Colombia, Ecuador y Perú. Es decir que el año próximo habrá acuerdos de libre comercio de Estados Unidos con casi todas las naciones del arco andino de Sudamérica. Si se deja de lado a Venezuela, lo importante que resta por hilvanar en ese tejido de acuerdos es el MERCOSUR. En las nuevas condiciones creadas por la victoria de Bush, Argentina y Brasil pueden encontrar una oportunidad para vincularse a ese enorme mercado. Una de las señales que podría aguardarse, en ese sentido, es una iniciativa del mandatario republicano destinada a reducir los subsidios agrícolas que alcanzan a los productores estadounidenses.
En cualquier caso, la Argentina debe actuar con sentido realista para poder reinsertarse en el mundo, una condición sine qua non para poder crecer de una manera consistente y sustentable. Y una condición que no depende de “cartas secretas” o anuncios sensacionales.
La negociación en curso por la deuda defaulteada es un aspecto –importante, aunque no el único- a tener en cuenta para esa reinserción.
Suponiendo que la oferta-verdaderamente-final del gobierno sea aceptada por un número suficiente de acreedores, el monto de la deuda pública argentina –con quita incluida- quedará en el orden de los 130.000 millones de dólares, casi el 90 por ciento del PBI del país (a título comparativo: al finalizar su período Raúl Alfonsín Argentina debía el 89 por ciento de su PBI; al concluir Carlos Menem, la deuda equivalía al 52 por ciento).
Desde el año 2000 en adelante la Argentina se endeudó en unos 60.000 millones de dólares y desde enero del año 2002 hasta junio de este año, la deuda pública argentina creció en 36.000 millones de dólares. Este endeudamiento adicional de 36.000 millones de dólares no tuvo que ver con financiación de la actividad productiva: los especialistas insisten en que la inversión está por debajo del nivel de agotamiento del stock de capital preexistente.
Aun si los acreedores aceptan la quita y los plazos que proponga en definitiva el gobierno para saldar la “deuda vieja”, la deuda no defaulteada demandará hasta 2010 pagos (de interés y de amortización) por más de 44.000 millones de dólares y a eso hay que sumar otros 26.000 millones de dólares de pagos a los organismos financieros internacionales.
El gobierno necesita confianza nacional e internacional para salir de ese cepo. Precisa que los organismos internacionales de crédito acepten refinanciar sus créditos y deberá apelar a nuevo endeudamiento para poder honrar los vencimientos de la deuda performing, ya que los niveles actuales de superávit fiscal no serían suficientes para hacerlo.
De resolver adecuadamente -con realismo, no con ideologismo- esas cuestiones depende también la resolución de la dramática situación social que vive el país.
Una encuesta reciente desarrollada por la Universidad Católica Argentina da cuenta de aspectos de esa deuda social. El estudio, realizado en junio de este año, se centró en la situación de sectores de ingresos bajos y medios-bajos de zonas urbanas y suburbanas y reveló, por ejemplo, que casi el 20 por ciento de los sectores de estratos bajos consultados afirmaron que en los seis meses anteriores al estudio habían sentido hambre “muchas veces” y no habían recibido ayuda social. En los sectores medios-bajos ese porcentaje alcanzaba al 8 por ciento. Cuatro de cada diez interrogados afirmaron que no habían contado con abrigo suficiente para combatir el frío del invierno. Y casi 10 de cada 100 consultados de los sectores medios-bajos confesaron que habían pensado en el suicidio como escape a las calamidades que padecen sus familias.
Casi 10 millones de pobres en la Argentina –la mitad de ellos originados en la clase media- son los mayores perdedores cuando la desorientación y la falta de realismo prevalecen en los recintos del poder.
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Jorge Raventos , 08/11/2004 |
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