|
Nuestra relación con el Mundo y la coyuntura actual. |
El ingreso de los EE.UU. a la arena internacional en escala planetaria se produce en la finalización de la primera Guerra Mundial a partir de entonces, crecieron en base al mecanismo de identificar, declarar la guerra y derrotar a algún enemigo de carácter planetario como el fascismo y el comunismo . Este último desafío terminó derrotado a mediados de la década de los Ochenta, fecha en que muchos historiadores coinciden en que allí terminó, anticipadamente, el siglo veinte, iniciándose tempranamente un nuevo período histórico, un interregno que va entre el fin de la Guerra Fría y el 11 de Septiembre de 2001.
|
Si partimos del ingreso de los EE.UU. a la arena internacional en escala planetaria, esto es, como un protagonista de primer nivel, la fecha es la finalización de la primera Guerra Mundial.
A partir de entonces, los EE.UU. fueron desarrollando su formidable crecimiento estratégico en base al mecanismo de identificar, declarar la guerra y derrotar a algún enemigo puntual, también de carácter planetario. En la segunda Guerra mundial fue el fascismo y la lucha contra el Eje. Inmediatamente después el desafío les vino por el comunismo y la Unión Soviética. Este último desafío terminó derrotado a mediados de la década de los Ochenta, fecha en que muchos historiadores coinciden en que allí terminó, anticipadamente, el siglo veinte, iniciándose tempranamente un nuevo período histórico, un interregno que va entre el fin de la Guerra Fría y el 11 de Septiembre de 2001.
En ese lapso de unos quince años, EE.UU. no enfrentó más a un enemigo puntual, navegó los vientos de la globalización y se dedicó a extender y consolidar el capitalismo en todo el mundo, inclusive en regiones hasta hacía poco tiempo impensables, como la casi totalidad del Asia. La propia China adoptó el capitalismo y hasta Rusia, otrora el núcleo duro del desafío anticapitalista, ingresó en el mundo globalizado. Todo eso en ese período tan corto.
EE.UU. había ganado la guerra, ahora se dedicaba a ganar la paz. De lo estratégico pasaba a lo económico. Resultado: una década y media de un impresionante crecimiento económico mundial.
Hasta el 11 de Septiembre. A partir de allí termina ese interregno sin enemigo declarado y comienza, de verdad el siglo veintiuno.
Comienza con la aparición brutal de un nuevo desafío que los norteamericanos tomaron con las mismas características que sus cruzadas anteriores: a) como un ataque directo a su seguridad nacional: b) como una lucha de alcances planetarios; y c) como un nuevo conflicto de onda larga, que seguramente va a extenderse por muchos años.
Hay un momento histórico que admite alguna comparación con estas elecciones del 2 de noviembre pasado: cuando terminó la Segunda guerra Mundial, los EE.UU. salían de enfrentar al fascismo y el Eje para vérselas con un nuevo enemigo: el comunismo y la Unión Soviética, en un conflicto que seguro que iba a ser largo.
Tenían que decidir la estrategia para enfrentar a ese nuevo enemigo. Una estrategia de largo plazo, ya que seguramente se trataría de una guerra, la Guerra Fría, que se prolongaría por más de un mandato presidencial norteamericano.
En esos momentos, en 1952, hubo elecciones, y los dos candidatos presentaban algunas diferencias que, para sintetizarlas, diríamos que uno era más frontal, más bélico y el otro más político, más propenso buscar alianzas con países amigos para ese enfrentamiento global.
El más duro era el candidato republicano, Eisenhower, que privilegiaba una visión estratégica, de derrota militar del enemigo a través del desarrollo militar y la eventual aceptación de enfrentamientos bélicos puntuales por parte de los EE.UU.
El más político, el más propenso a la negociación y a la conformación de un Bloque Occidental con Europa era el candidato demócrata, Adlai Stevenson.
Esa elección la ganó un tejano, Dwight Eisenhower, que gobernó dos períodos –del 53 al 61- en la primera etapa de la Guerra Fría, caracterizada por la obsesión estratégica por sobre toda otra consideración.
Durante estos dos períodos, el interés estratégico norteamericano postergó cualquier otra dimensión de la política exterior. En América Latina, por ejemplo, el departamento de estado optó calculadamente por hacer la vista gorda, cuando no tolerar y hasta apoyar a gobiernos inconstitucionales, frecuentemente durísimas dictaduras, con tal de que, en sus territorios, erradicaran todo vestigio de comunismo. Para eso, no importaría que se conculcasen prácticamente todos los principios de la revolución Americana y los contenidos de su Constitución Nacional, históricamente calcados en las constituciones nacionales de la treintena de estados latinoamericanos. La seguridad estratégica venía primero.
Recién el siguiente presidente norteamericano, Kennedy, que gobernó solo dos años estuvo en condiciones de girar el enfoque, pasar lo estratégico a un stand-by y privilegiar lo económico. Precisamente Stevenson fue uno de los más cercanos asesores de Kennedy, y lo representó en las Naciones Unidas. Es lo que se denominó la política de la detente: derrotar al comunismo a través de la economía.
EE.UU. ya lo venía haciendo en Europa Occidental: desde el Plan Marshall en adelante, la estrategia anticomunista en europa consistió en una contención militar mientras se fomentaba con inversiones masivas el desarrollo económico y político de esa región como la mejor forma de derrotar al enemigo estratégico. Esta política terminó resultando un éxito que, de todas maneras, tardó hasta mediados de los Ochenta para la derrota definitiva del enemigo estratégico de aquél entonces.
Kennedy trató de aplicar una política parecida en América latina, con la Alianza para el Progreso. La misma fórmula: democracia política y desarrollo económico. La Alianza murió con Kennedy y, para nuestra región, continuó la prioridad estratégica y la democracia no retornó sino hasta que terminó la Guerra Fría.
Aunque la Historia no se repite de manera lineal, Bush no es Eisenhower y no sabemos cuánto pudo Kerry parecerse a Stevenson, pero esta elección norteamericana que nos convoca hoy permite algunos paralelos.
Igual que entonces, los EE.UU. enfrentan a un nuevo enemigo estratégico, que lo desafía a nivel planetario. E igual que entonces EE.UU. tiene que definir la manera de enfrentar a ese nuevo enemigo.
Hay que tomar en cuenta que Bush fue electo antes del 11 de septiembre, por lo que fue votado antes de que la sociedad norteamericana tomara conciencia de que se encontraba en guerra. La forma en que Bush decidió contestar a ese enemigo tuvo respaldo en el Congreso y en la mitad de la opinión pública, pero a diferencia de Eisenhower, Bush no fue electo con miras a conducir esa guerra, porque la guerra estalló después de que lo eligieran.
Reción ahora, dos años largos después, el pueblo norteamericano acaba de elegir a un presidente sobre la base de este nuevo enemigo. Y, con ese solo acto, eligió también el grado de dureza o flexibilidad que quiere ver aplicadas al trato con ese enemigo y con aquellos que resulten aliados o permanezcan neutrales. Recién ahora hay un presidente con mandato expreso para enfrentar una guerra que, como la otra, excederá más de uno o dos períodos presidenciales. Este es el primer presidente designado después de que los norteamericanos deciden embarcarse en un nuevo conflicto de largo alcance. Y el resultado de las elecciones del 2 de noviembre consagran no soloi a quien va a dirigir la Nación por cuatro años sino también, más importante, determinanla manera en que la sociedad norteamericana –como pasó entre Stevenson y Eisenhower- elige abordar la primera etapa de este conflicto estratégico, que ellos perciben como un enfrentameinto de vida o muerte. Creo que ése es el dato esencial de estas elecciones.
Los EE.UU. se consideran en guerra, y los países en guerra exigen de los demás que se definan con claridad y pongan sus cartas sobre la mesa.
En la memoria histórica seguramente figura que en sus tres conflictos estratégicos anteriores –la primera y segunda guerras mundiales y la Guerra Fría- países como la Argentina se mantuvieron, las tres veces, como neutrales. Y países como Brasil, no.
En este momento de la Historia, Estados Unidos es el país dominante en el sistema mundial y todos los demás estados definen su inserción en el mundo a partir de la relación que elijan mantener con los Estados Unidos. Hasta ahora, ningún país del mundo ha elegido como estrategia el ignorar a los Estados Unidos.
Por eso, la reformulación de su vinculación con Washington es la principal definición que tiene que afrontar la política exterior argentina.
Los académicos distinguen entre el “hard power” y el “soft power.” El “hard power” es el poder de imponerse, de obligar a los otros. El “soft power” pasa por el convencimiento, el ejemplo, la persuasión. Uno es el temor. El otro es la admiración.
Hoy en día, EE.UU. tiene un “hard power” imposible de desafiar. Es la potencia más fuerte que ha conocido la Historia de la Humanidad. Y los norteamericanos están muy orgullosos de esa fortaleza, porque la consideran bien ganada, con esfuerzo, con talento y dos siglos de un proyecto nacional funcionando.
Pero también están muy orgullosos de su “soft power”, de la Revolución Americana, del contenido de la Constitución Nacional, en suma, de su capacidad de dar ejemplo, de imponerse por las ideas con independencia de la fuerza.
Su profunda creencia en un Destino Manifiesto para su país expresa un compromiso genuino, no solo retórico, con los ideales de la Revolución Americana de 1776, cuyos principios incluyen la libertad, la democracia y la sujeción de todos a la ley, tanto el débil como el fuerte. Y en especial los gobernantes.
Es un caso único en la Historia de los imperios. Un hegemón más fuerte que nadie pero que, al mismo tiempo, cree, su gente cree, militantemente cree, en que la Fuerza se subordina al Derecho. De ahí el gran peso que, por ejemplo, tiene allí la opinión pública.
Esta aparente contradicción entre el “hard y el soft power” de los EE.UU. encierra, al mismo tiempo, un peligro y una oportunidad. El peligro de una reedición, otra más, de un nuevo imperialismo. Y la oportunidad de liderar, de conducir en base a la legitimidad de una conducta que los demás perciban orientada por los principios antes que por la fuerza. La confluencia entre el mando y el liderazgo.
De manera que se trata de un hegemón con la fuerza de un Imperio pero balanceado por el sistema institucional y de opinión pública más desarrollado que se conoce.
Cada cuatro años muchos grupos de argentinos inquietos por el futuro de nuestro país, nos juntamos y hacemos lo mismo: especular pormenorizadamente, detalladamente, sobre las elecciones norteamericanas y, por sobre todo, si el hecho de que gane uno u otro candidato va a significar alguna diferencia para nuestro destino. La experiencia indica que se trata de un ejercicio inútil.
A diferencia nuestra, los países serios, los que progresan, mantienen políticas de estado, que no cambian mucho con uno u otro presidente. Para anticipar los cambios adonde hay que mirar es al Congreso.
De haber ganado Kerry seguramente hubiera habido cambios propios de los matices personales y, dado que la tendencia de Bush al unilateralismo ha sido muy marcada, alguna corrección a ese respecto. Pero nada indica una variación significativa respecto de América Latina.
Es un lugar común decir que los EE.UU. no tienen una política completa, estructurada para América Latina.
Digo una política completa en el sentido que la tuvo, por ejemplo, respecto de Europa al terminar la segunda Guerra Mundial. En ese caso, Washington no buscó priorizar los buenos negocios sino la seguridad estratégica frente a la Unión Soviética y ayudó masivamente a Europa Occidental para que produjeran desarrollos nacionales espectaculares como mejor forma de ganarle la batalla política al comunismo. Es lo que se llamó la política de la detente: empatarles en lo militar y derrotarlos con la economía.
Como ustedes recordarán, en otras regiones, como por ejemplo en América Latina, no hicieron lo mismo: no nos beneficiaron con un Plan Marshall y, antes que financiar nuestro desarrollo, para el combate contra el comunismo prefirieron tolerar, cuando no apoyar, a gobiernos inconstitucionales, a menudo durísimas dictaduras. Fueron estrategias distintas, coherentes con los intereses norteamericanos: Europa fue siempre un enclave estratégico y nosotros nunca llegamos a serlo.
De manera que lo que siempre medió entre nosotros fueron políticas de ayuda puntual, de corto alcance, oportunidad de negocios y, con frecuencia, muy buena voluntad, pero nunca un proyecto abarcativo, que nos asociase, como sí lo tuvo con Europa.
Repasemos un poco la Historia.
A lo largo de sus 228 años de existencia, EE.UU. produjo al menos siete propuestas de política exterior para América Latina.
Veamos rápidamente una por una:
1. La doctrina Monroe: funcionó como el estatuto anti-europeo de una potencia americana que fijaba un control territorial sobre el continente americano justificado en la doctrina de su propia seguridad nacional. “América para los americanos.”
2. El panamericanismo: a esa consolidación estratégica le siguió la expansión económica y comercial en el continente;
3. Los tiempos del “New Deal” con la política del “buen vecino,” con su sistema de premios y castigos según la conducta de cada uno en la II Guerra Mundial;
4. La Alianza para el Progreso, que murió junto con Kennedy;
5. La doctrina de la seguridad nacional de la Guerra Fría, en que Washington privilegió la lucha contra el comunismo antes que la democracia en A. Latina;
6. El Consenso de Washington, en que EE.UU. vuelve a valorar la democracia entre nosotros, y propugna la apertura de los mercados. Los nuestros, especialmente.
7. Finalmente el momento actual que comenzó fuerte con el ALCA, ahora cada día más light y crecientemente eclipsado por la prioridad norteamericana por su seguridad nacional después de Septiembre Once.
Ninguna de estas siete propuestas históricas tuvo la entidad de un proyecto verdaderamente asociativo. Nunca fuimos verdaderamente socios. Ni siquiera en los períodos de la mayor buena voluntad recíproca.
En todos los casos se trató claramente no de un proyecto en común sino de algo de menor envergadura, apenas de lo que propone unilateralmente un Estado hegemónico sobre una región a la que considera no como su socia sino como su zona de influencia.
No es malo ni bueno, es así como se escribe la Historia en un mundo donde cada uno cuida de sus propios intereses.
En general, la Historia nos muestra que ningún imperio
resulta popular en su zona de influencia. El caso de los EE.UU. y nuestra región no aparece como una excepción a esa constante.
¿Y cómo es el sentimiento argentino respecto a los EE.UU.?
¿Qué es lo que pasó? ¿Por qué esto es así?
Los estudiosos señalan dos grandes causas para este sentimiento antinorteamericano. Una Subjetiva y otra Objetiva.
La subjetiva arranca con la Doctrina Monroe (“América para los Americanos”) y el rechazo argentino: “América para la Humanidad”.
Hubo un tiempo en que Argentina pudo considerarse en condiciones de competir con EE.UU., al menos por el liderazgo regional. Le fue muy mal en esa competencia y después de un siglo de malas relaciones el ánimo recíproco no es de los mejores.
Por otra parte, la tendencia natural a echarles a los demás la culpa por los fracasos propios tiene un alto desarrollo en la Argentina, y este caso no fue una excepción.
Por su parte, EE.UU. se cobró puntualmente los desafíos de la Argentina en esos cien años.
El punto de inflexión más citado es la inmediata posguerra del 45, en que Washington tomó a la Argentina como ejemplo para dar un escarmiento e impidió y boicoteó por todos los medios a su alcance la posibilidad de que Argentina cobrase las enormes acreencia de la Guerra de manera tal que pudiera aplicarlas a su desarrollo como potencia industrial de América del Sur, a diferencia de Brasil, que sí había ido a la Guerra, que recibió un enorme apoyo en esa dirección.
Entre nosotros, en la Argentina, es un lugar común escuchar que la política exterior de la década del Noventa fue un acto de oportunismo, un acto de seguidismo con EE.UU… Permítanme leerles una frase textual:
“Nuestro país, desde los primeros días de la revolución que la separó de la madre patria, puso particular empeño en aproximarse políticamente a los EE.UU. de América, adhirió luego a la doctrina Monroe y procuró así concluir, sobre la base de esa doctrina, una Alianza ofensiva y defensiva con la “Gran Nación del Norte”, como ya entonces la llamaban los próceres de la Independencia nacional- para concluir con la reafirmación y ampliación de la amistad que felizmente une a nuestro país y los EE.UU., y que es deber de la generación actual cultivar con el mismo empeño y ardor con que la cultivaran nuestros mayores.”
Esto no lo dijeron ni el oportunista Menem ni el oportunista Guido Di Tella ni ningún otro supuesto oportunista argentino.
Lo dijo José Maria da Silva Paranhos hijo, más conocido como el barón de Rio Branco, el más notable canciller que tuvo Brasil, fallecido en funciones en 1912 y que allí es tenido por el estratega histórico de su reracionamiento con el mundo, por una especie de Alberdi de su política exterior.
De manera que Brasil siempre se comportó en consecuencia. Así, en la inmediata posguerra, cuando EE.UU. lanzó el Plan Marshall para apoya a Europa y postergaba a países como Argentina, Brasil –que no había permanecido neutral- percibió dos de cada tres dólares de la ayuda económica norteamericana de posguerra para la región.
Este es un resumen de aspecto Subjetivo, de nuestra mala relación con EE.UU.
El aspecto Objetivo de nuestra relación con los EE.UU. pasa por los siguientes datos:
a) Nuestras economías siempre fueron competitivas, no complementarias;
b) Nuestra ubicación geográfica no supone ninguna amenaza y ninguna ventaja para los EE.UU. y sus intereses en el mundo;
c) No somos, no conseguimos ser, el país líder de la región, o al menos de América del Sur, o aunque más no fuere del Cono Sur, como para que les interese una interlocución con nosotros como representantes de algún agrupamiento regional;
d) Tampoco pueden utilizarnos como país de alternativa en la Región, para contrabalancear al más grande de nosotros, que es Brasil. Si alguna vez lo intentaron, está claro que no lo consiguieron;
e) No estamos cerca de sus fronteras y nuestros emigrantes clandestinos no alcanzan un índice crítico para sus políticas de población;
f) Afortunadamente no somos ni grandes productores de drogas ni enclaves del terrorismo trasnacional.
En fin, que no estamos en condiciones de aportarles nada que necesiten imperiosamente ni privarlos de nada que les resulte indispensable. No podemos aportarles ningún beneficio significativo ni es grande ningún daño que podríamos causarles.
En suma, que en términos objetivos, padecemos una asimetría económica y estratégica con los EE.UU., agravada, en lo subjetivo, por cien años de malas relaciones políticas con ese mismo país.
Y ya que estamos en tiempos de elecciones norteamericanas, les dejo un dato: en la plataforma electoral del Partido Demócrata, la Argentina no figura. Y en la Plataforma Republicana, a la hora de nombrar los países que cuentan en cada región, en América se mencionan solo a cuatro: Méjico, Colombia, por supuesto Brasil … y Chile. Nosotros, nada. Es la primera vez que ocurre.
Sin embargo, no es algo que alarme a todo el mundo por igual. Por ejemplo, el canciller argentino, en declaraciones a la revista Debate y a la Agencia de Noticias DyN textualmente declaró:
“No voy a tomar ninguna iniciativa diplomática para generar una visita oficial del Canciller a los Estados Unidos; si me quieren invitar... (pero) no me invitaron ... Pero ¿por qué razón tenemos nosotros que estar haciéndonos los importantes? Nosotros a los Estados Unidos le importamos muy poco, gracias a Dios.”.... "No somos prioritarios y es una suerte no serlo. Es una cosa que la Argentina debería valorar..”(*)
Cuando antes hablamos de “hard” y “soft” power, ya vimos que ellos, los norteamericanos, tienen los dos poderes, sobre nosotros y sobre todo el mundo.
Nosotros, ya lo vimos, no tenemos poder de amenaza ni de imposición. Nos queda solo el de persuadir, el de convencer. El “soft power”
¿Y convencerlos de qué? …En este caso a Washington, que, por alguna razón que no está muy claramente a la vista a su opinión pública, que a los EE.UU. les conviene una Argentina desarrollada y gravitante antes que este país quebrado y marginal en que nos hemos convertido.
Y que les conviene tanto a ellos, que debieran hacer un esfuerzo económico importante para ayudarnos en esa dirección.
Veamos algunos antecedentes:
En la década de los Ochenta, el interés nacional argentino –y el de toda Latinoamérica- coincidía, ensamblaba con un interés nacional norteamericano: la democracia.
Nosotros queríamos recuperarla y ellos querían verla extendida por todo el mundo. Después de Watergate y Vietnam y derrotado el comunismo, EE.UU. pasó a comprometerse activamente en la expansión de la democracia. Estaban en deuda ante su propia opinión pública en el tema de la democracia y ya no necesitaban postergarla en nombre de la lucha contra el comunismo.
Además, como el nuevo paradigma de los países desarrollados pasó a ser la globalización de la economía, la mayor expansión posible de la democracia pasaba a ser funcional a la apertura de la economía y la universalización de los mercados. Esto es, a la globalización.
De manera que, en cada caso, se daba una coincidencia perfecta: los dos teníamos el mismo objetivo. Y sobre esa coincidencia construimos una política exterior.
Lo común, lo habitual, es que no se dé una coincidencia tan perfecta. Lo que afrontamos ahora es, otra vez, una asimetría muy grande de prioridades. El narcotráfico, el terrorismo trasnacional y el establecimiento de un nuevo sistema financiero global son, para ellos, muchísimo más urgentes que el desarrollo económico de América Latina, que es nuestra prioridad.
La medida del interés norteamericano quedó evidenciada en el mes de febrero de 2004 cuando el Secretario de Estado Colin Powell declaró ante la Comisión de Relaciones Exteriores del Senado que América Latina no constituye, por el momento, una de las prioridades de los Estados Unidos. Las plataformas electorales y los debates entre los candidatos confirmaron este dato sombrío.
Es a partir de esa asimetría que tenemos que construir, que tejer los intereses de ambas partes para desarrollar una nueva política exterior.
Siempre ha sido igual: si los países menores no asumen compromisos en los temas que más preocupan a los más grandes, difícilmente obtengan compromisos de los más grandes en los temas que preocupan a los más chicos.
Hay que reconocer que semejante proyecto, respecto de la Argentina, debe despertar algunas dudas, visto desde el mundo desarrollado. Porque podría costarles mucho esfuerzo y mucho dinero a los contribuyentes, a los albañiles y plomeros que mencionaba O’Neill y a los agricultores que se perjudicarían si compraran más de nuestros productos. Tendrían que tener muy buenos motivos para comprometerse decisivamente en nuestro desarrollo.
Veamos la Historia reciente:
Desde el punto de vista Objetivo, en la Primera Guerra Mundial permanecimos neutrales. En la Segunda Guerra Mundial seguimos neutrales E hicimos lo mismo en la Tercera Guerra Mundial, la Guerra Fría: nos metimos en No Alineados, único país de América, excepto Cuba, claro está.
En contra de las advertencias de medio mundo, invadimos Malvinas, entrando en guerra con un país de la NATO, aliado histórico de los EE.UU. Poco tiempo antes, en diciembre de 1977 estuvimos a horas de una guerra con Chile,iniciada por nosotros, después de desconocer arbitrajes internacionales.
Ahora, declaramos el default soberano más grande de la Historia, tres veces el de Rusia, que, además, la mitad de nuestros parlamentarios aplaudió de pie.
Resultado en la columna Subjetiva: tenemos una de las opiniones públicas más antinorteamericanas del mundo. Es con esos antecedentes tenemos que ir y convencerlos. Convencerlos de que sus intereses coinciden con los nuestros. Y que se beneficiarían mucho más invirtiendo en nosotros que dejándonos correr nuestra propia suerte. No va a ser algo fácil de argumentar.
Argentina tiene dos problemas: hacia adentro, de gobernabilidad. Hacia fuera, de inserción en el mundo.
Se trata de las dos caras de un mismo problema: no habrá gobernabilidad interna si no nos vinculamos de veras, en serio, al mundo que se globaliza.
Hay un aire de familia, una relación necesaria entre el regreso al diálogo político en lo interno aquí, en la Argentina, y la correcta identificación de nuestros aliados afuera, en el mundo.
No hay éxito interno y aislamiento exterior, o viceversa. Van juntos, o no van nada.
En toda América Latina ha ocurrido que quienes proponen políticas exteriores reivindicativas, confrontativas son aquellos gobiernos que, en la política interna, más tarde o más temprano, terminan basándose en esquemas de lucha de clases.
Al revés, los movimientos políticos que internamente pregonan la alianza de clases, una articulación equilibrada de los intereses que participan en el sistema productivo, esos gobiernos proponen un mismo esquema internacional cooperativo, con los vecinos y con el resto del mundo.
Es la misma diferencia que va de un nacionalismo de medios a un nacionalismo de fines.
La inserción en el mundo y la soberanía nacional son funcionales, no contradictorias.
La única manera de generar un proyecto nacional sustentable es pensarnos desde el mundo, pensarnos “en” el mundo. Hoy por hoy, ser nacionalista exige mirar hacia fuera, aumentar nuestra vinculación con el mundo, no disminuírla.
Cualquier política exterior cuyo resultado consista en aumentar nuestra marginación del mundo, no importan los argumentos o la ideología con que se la presente, terminará siendo una política exterior contraria a los intereses nacionales.
En esta historia de largos desencuentros, hace muy poco, en la década de los noventa, ambas partes, Argentina y EE.UU., a punto de cumplir cien años exactos de malas relaciones, establecimos un espacio de lucidez mutuamente beneficiosa.
Esto fue muy importante. Porque cuando un grande y un chico se llevan mal, el chico paga por sus propios errores y paga, además, por los errores del grande. Paga las dos veces.
Veníamos desde siempre con buenas relaciones con Europa, por lo que el establecerlas con Washington significó el cierre de un circuito de entendimiento con el mundo que se globalizaba.
Ese espacio de los Noventa fue la continuidad de intereses coincidentes de los Ochenta. En los Ochenta, ambas partes teníamos como prioridades el afianzamiento de la democracia. En los Noventa, a continuación, las prioridades que pasaron a coincidir fueron las económicas para América latina.
Naturalmente, con divergencias, como pasa siempre. Mayor o menor apertura de los mercados, niveles tarifarios, propiedad intelectual, barreras arancelarias, etc., etc., fueron campos de colaboración y choque con el mundo globalizado, pero, en definitiva, generaron una energía con la que el país se puso en movimiento.
En esos diez años llevamos el promedio de crecimiento del Producto Bruto a niveles constantes nunca antes alcanzados en el siglo veinte. Aumentaron nuestras exportaciones, nuestras importaciones y nuestra adquisición de tecnología. Disminuyeron sensiblemente los índices de pobreza y los salarios promedio triplicaban a los de hoy, con mucho mayor poder adquisitivo.
No expulsábamos gente: recibíamos inmigrantes. Y el espectáculo obsceno de las colas de argentinos frente a los consulados extranjeros no correspondió a nuestro período.
Dimos un salto cualitativo enorme en el proceso de integración y pasamos de tratar a nuestros vecinos ya no más como hipótesis de conflicto sino como hipótesis de cooperación. Concertamos una alianza estratégica con Brasil, introdujimos la cláusula democrática en el Mercosur y solucionamos con Chile absolutamente todos los conflictos limítrofes pendientes. Con todos lo vecinos, convertimos a América del Sur en el territorio más grande y más poblado del planeta libre de armas nucleares, químicas y bacteriológicas. También juntos redujimos nuestros presupuestos militares al índice más bajo de todo el mundo como porcentaje del PBI.
E hicimos punta en la participación de Cascos Azules con las Naciones Unidas, espacio de liderazgo entonces bien ganado que hoy, por supuesto, ha pasado a manos de Brasil.
No hicimos todo eso sin errores, sin excesos y, lamentablemente, sin el veneno de la corrupción, desgracia colectiva de la cual toda América latina está tratando de liberarse.
Pero hicimos la prueba, mostramos resultados y el camino quedó abierto para quienes quieran hacer la lectura correcta: ordenarnos en lo interno y buscar en el mundo a las alianzas -y no las confrontaciones- que más convengan a nuestro desarrollo.
A cuatro años de abandonar esa política exterior, el interrogante de cómo construir poder usando el relacionamiento internacional como punto de apoyo, sigue siendo un reclamo sin respuesta por parte de la clase política argentina.
No se escucha una propuesta integral de cómo insertarnos en el mundo y, a partir de esa inserción, apalancar nuestra economía para crecer y desarrollarnos como estado independiente.
Todos hablamos de “inserción en el mundo” pero rara vez se la define. Insertarnos en el mundo consiste, pura y simplemente, encontrar sinergia, encontrar energía entre nuestros intereses nacionales y los intereses globales de los países desarrollados para poder crecer como ellos. No consiste en otra cosa.
No es una definición ideológica o un florecimiento de hermandades telúricas o el llamado a alguna cruzada planetaria. Se trata, simplemente, de ayudar para que nos ayuden, de aportar para obtener beneficios. Los países que hoy son grandes crecieron de esa manera. La política exterior es, ante todo, promoción de intereses.
Ya nadie discute que en el mundo globalizado las economías nacionales crecen a tasas mucho más altas que antes. Pero también es cierto que el crecimiento bruto de nuestras economías no disminuye sino que aumenta la concentración de la riqueza. Para 1983, cuando recuperamos la democracia, la distancia que separaba al 10% con mayores ingresos del 10% con menores ingresos, era de doce veces. Hoy, es de más de cuarenta veces.
Hasta que la gente no perciba que una mayor vinculación con EE.UU. y el mundo globalizado conduce a cambios estructurales que incluyan una manera más equitativa de adjudicar los beneficios, con razón o sin ella, continuarán profesando un sólido sentimiento antinorteamericano.
La gente exige a los gobernantes que, así como alguna vez desde Washington nos ayudaron a recuperar nuestra democracia, hoy establezcamos con ellos relaciones en que nos ayuden a concretar un verdadero desarrollo equitativo e independiente, a fondo, de carácter estructural, que es la única medida de las alianzas verdaderas.
Después de que el mundo nos ayudó a recuperar nuestra Democracia, la gente cree que con eso no basta. Que, como ya nos pasó a nosotros, desgraciadamente no es verdad que “Con la democracia se vota, se come y se cura…”. Es muy bueno tenerla, y gracias por la ayuda, pero ya que acabamos de pasar por una campaña proselitista norteamericana, para América Latina, y especialmente para Argentina, podemos decir que, hoy por hoy, “es la economía, estúpido.” Que, dicho sea de paso, es lo que desde el hospital, Clinton tuvo que recordarle a Kerry desde una cama del hospital.
Pero no es lo mismo requerir a EE.UU. que se comprometa hoy con nuestro desarrollo económico tal como lo hizo en su momento con nuestro desarrollo democrático.
La clave del problema político entre ambos consiste ahora en encontrar la manera de hacerles percibir que el desarrollo económico y el crecimiento de la autonomía de un país como la Argentina son funcionales y no disfuncionales a sus intereses económicos y comerciales. Y, sobre todo, a su seguridad nacional amenazada.
Hoy, la tarea principal de nuestros gobernantes en materia de política exterior consiste en convencer a los EE.UU. de que, ahora, el desarrollo económico -como antes la democracia- de un país como la Argentina constituyen factores estratégicos para la seguridad nacional norteamericana, hoy doblemente atacada por el terrorismo y el tráfico de drogas.
La política exterior norteamericana y el entero carácter nacional norteamericano han funcionado siempre en la lógica del amigo/enemigo.
Y Septiembre 11 ha dejado en claro por empezar dos cosas: que el nuevo enemigo es el terrorismo y que se trata de un enemigo que circula, literalmente, por el mundo entero. Un poder sin centro y sin territorio.
En resumen: que no existe mejor ataque preventivo que el de privar al terrorismo mundial de sociedades insatisfechas que sirvan de santuarios en base al caldo de cultivo del creciente sentimiento antinorteamericano.
El mundo no puede hacer casi nada sin EE.UU, pero EE.UU. tampoco puede hacerlo todo en soledad, allí estará, esperando, el espacio en la agenda internacional en el que pueda anotarse un protagonista del tamaño y las características de la Argentina. Esa es nuestra ventana de oportunidad.
Y en las cosas que EE.UU. puede arreglárselas solo, también podemos elegir acompañarlo. O no acompañarlo. Si no lo hacemos, podemos perder ventajas pero no necesariamente sufrir consecuencias.
Y en las cosas que EE.UU. no puede hacer solo, cuando necesite asociados, en esos casos, podemos construir alianzas puntuales, con aportes seguramente menores pero que serán valoradas. Allí también podemos decir que sí, o que no, pero los costos y beneficios van a ser distintos.
El acompañamiento de Argentina en Irak no habría sido significativo. En Haití o en Cuba, sí. Así se construye una política exterior.
Para variar , todo indica que Brasil continúa haciendo las cosas bastante mejor. Para quienes todavía no lo sepan, la sección que en el Departamento de Estado se ocupa del Cono Sur, no se llama “Cono Sur”…se llama “Brasil..y Cono Sur.”
Bien, ya vimos la política del “caso por caso”.
¿Cuál sería la posible política estructural, la alianza permanente que nos permitiera vincularnos más al mundo globalizado, sin pérdida de la dignidad y, al mismo tiempo, facilitando nuestro desarrollo?
Por ejemplo, comprometerse a luchar de verdad, efectivamente, contra el terrorismo trasnacional ¿Supondría una sumisión al imperio y un daño a la soberanía argentina?
Y luchar a fondo contra el narcotráfico, ¿Resultaría también un alineamiento vergonzoso? ¿Perderíamos dignidad nacional por eso?
Ordenar nuestras cuentas, gastar menos de lo que producimos y distribuir mejor la riqueza entre los propios argentinos, ¿Constituirían también concesiones inaceptables de sojuzgamiento imperial?
Porque sucede que ése es el trípode de nuestra mejor posibilidad de pesar en el mundo global: ayudarlo a combatir a sus enemigos hoy más importantes –el terrorismo y las drogas- y, por ese camino, facilitar nuestro propio desarrollo nacional.
Para variar, Brasil nos ha sacado ventaja también en este punto. Si ya estaba claro que la mitad del mundo más pobre está dispuesto a ayudar a la mitad más rica en construir un mundo más seguro a cambio de un mundo más justo, basta con repasar los dos discursos pronunciados en la Asamblea General de las Naciones Unidas apenas en septiembre pasado por los presidentes Lula y Bush.
El de los Estados Unidos reclamó una red mundial se seguridad colectiva. Y el brasileño contestó, textualmente, que “solo la promoción de la Justicia Social va a garantizar la seguridad colectiva..” porque el desarrollo es “el mejor instrumento para reducir la amenaza del terrorismo.”
Bush proponía medidas estratégicas, represivas y Lula reformas estructurales. En ese mismo día el presidente brasileño inauguró formalmente su programa mundial de “Hambre Cero,” identificándose de entrada con un tema central de la época.
No hay en todo el texto mención alguna a la Cancillería argentina o al gobierno nacional como coautor, partícipe o asociado de esa pieza clave de la política exterior de la región.
En el acto formal de presentación en Naciones Unidas, Lula invitó como países “padrinos” a españa, Francia y…Chile. No al argentino. Y nuestra cancillería, inmutable.
En fin, que el análisis más crudo de nuestra relación con los EE.UU. indica más allá de toda duda que tienen un compromiso grande con el mantenimieno de nuestra democracia y un compromiso menor, menos profundo, con nuestro desarrollo económico.
La causa principal del escepticismo norteamericano por volcar fondos considerables en nuestro desarrollo radica en la desconfianza en el destino que finalmente le demos a esos fondos.
Toda América Latina ha oscilado siempre entre gobiernos con disciplina y crecimiento económico pero frecuentemente antidemocráticos o gobiernos constitucionales que perdían el control de sus variables económicas y financieras. El drama de América Latina es que lleva más de cien años pendulando, de una punta a la otra, entre gobiernos que solo producen riqueza, por un lado, y gobiernos que solo la reparten, por el otro. Pero nunca es un mismo gobierno el que produce y también distribuye. Las dos cosas.
De allí que Washington quedara frecuentemente pegado a la imagen de apoyar a gobiernos serios en lo económico pero antipopulares en lo político y que las oposiciones latinoamericanas, prácticamente todas de izquierda, los acusaran de imperialismo proponiendo políticas exteriores equivalentes a la lucha de clases. Todo el Movimiento de No Alineados congregó a esas políticas revolucionarias y anticapitalistas.
La excepción fue Argentina en los períodos en que pudo gobernar el peronismo. Porque así como, en lo interno, el peronismo siempre propuso la concertación de clases, no la lucha de clases, en lo externo siempre propuso la cooperación productiva, no el enfrentamiento ideológico
Y aquí aparece la dimensión internacional del peronismo: …Porque entre nosotros, solo el peronismo ha elaborado una doctrina completa, consistente, acerca de cómo podemos progresar y mejorar nuestro papel dentro y no fuera del sistema capitalista, mejorarlo, enriquecerlo y, en cada día, en cada paso, obtener mayor justicia para nuestros pueblos. Crecimiento con justicia social en lo interno y en relación con el mundo. Lo mismo adentro que afuera. Esa ha sido siempre la doctrina internacional del peronismo.
Sumar a la Argentina a una suerte de lucha de clases internacional equivale a la misma desviación que cometeríamos haciéndolo en la política interna: estaríamos haciendo cualquier cosa menos peronismo.
Hay una relación necesaria, un aire de familia, entre convocar a la concertación de clases dentro de la Argentina y una política exterior que nos permita insertarnos en el mundo y prosperar como ya lo hicieron países tan vinculados a nosotros como Italia o España, tan parecidos a nosotros como alguna vez fueron Canadá, Australia o Irlanda y lo están haciendo hoy otros tan cercanos a nosotros como el Chile de la Concertación.
La situación internacional y puntualmente la relación con los Estados Unidos atraviesa un momento excepcional para el destino de la Argentina y el aporte de la concepción justicialista de nuestra inserción en el mundo.
Porque las necesidades de la agenda nacional norteamericana coinciden estructuralmente con las necesidades de la agenda nacional argentina: la seguridad planetaria consolidada, en esta región del mundo, mediante gobiernos capaces de obtener, al mismo tiempo, legitimación popular y voluntad de disciplinar las variables económicas y financieras.
Este ensamble, esta complementariedad entre ambos intereses nacionales está a la vista. Falta, todavía, la visión norteamericana de entenderla y articularla en una alianza estructural, de largo plazo.
De nuestro lado, tenemos ya elaborada cincuenta años de una doctrina que continúa obteniendo el respaldo de la mayoría de los argentinos. Resta saber si vamos a hacer nuestra parte de la tarea, si conseguiremos conformar gobiernos capaces de entenderla, hacerla suya e insertar a la argentina con el mundo del progreso.
Cuando consigamos eso, ya no estaremos, como el purrete lumpen de Discépolo, la ñata contra el vidrio, tratando de adivinar lo que pasa adentro, en un mundo del cual dependemos para casi todo y en el que hoy no podemos influir en casi nada.
Muchas gracias
(*) Revista Debate – 18/06/04 y Agencia DyN, 03/10/04
|
Andrés Cisneros , 08/11/2004 |
|
|