Landrú y pases cortos.

 


El gobierno del doctor Kirchner no se caracteriza por enunciados programáticos de largo alcance. Parece más bien moverse en plazos cortos y casi siempre la acción precede a la explicación. De manera que la mayoría de las veces debemos enterarnos primero de lo que hacen y luego esperar al desarrollo teórico en el que se enmarca cada acción. Y algunas veces, bastantes veces, la justificación conceptual nunca llega y nos toca a los demás tratar de desentrañar la idea que se encuentre detrás del acto.
Por eso cada vez que un funcionario explicita una cosmovisión determinada, nos beneficiamos extraordinariamente en nuestra relativa capacidad de entendimiento porque pasamos a contar con un elemento de legitimidad incuestionable, dado que proviene directamente de la misma persona que gobierna, esto es, que obra en nombre y representación de todos nosotros. Los anglosajones tienen una expresión muy gráfica: pasamos a saberlo de la boca del caballo.

En ese orden de ideas, en el campo de nuestra actividad, el canciller argentino acaba de develar un interesante conjunto de íntimas convicciones que nos permitirán asomarnos a las ideas rectoras que guían su afanoso accionar.

En efecto, en dos reportajes recientes, el doctor Bielsa desgranó una serie de consideraciones de suma utilidad.

Destacada participación tienen en ello sus conceptos sobre la relación que todos los argentinos –a través de su representación- mantenemos con los Estados Unidos.

Huelga subrayar aquí la condición de poderosa superpotencia que ha adquirido el gran país del Norte y su decisiva influencia en la suerte -mala o buena- que pueda correr el destino individual de los demás estados del mundo que tenemos que lidiar con ellos.

La gravitación norteamericana es de tales dimensiones que no se ha registrado jamás en toda la historia humana–ni siquiera en Roma- una concentración tal de poder en uno solo de los actores de la escena internacional, en comparación con el resto de los protagonistas. Los imperios son así. Es como moverse dentro de una carpa donde uno de los animales es enorme, tan enorme que, aún cuando no se propone hacernos daño, puede lastimarnos sin querer, por la simple evolución de su propio desplazamiento. Por eso nunca conviene dormir al lado ni siquiera del más manso de los elefantes: en las relaciones desiguales, los más chicos pagan el precio de sus propios errores y también el de los errores del más grande.

Las casi doscientas cancillerías del mundo entero y un par de miles de organismos internacionales y grandes empresas y conglomerados públicos y privados han logrado percibirlo y, desde hace unos cincuenta años –desde que terminó la segunda Guerra Mundial- diseñan y ejecutan sus respectivos movimientos en el mundo otorgándole una enorme importancia a su relación con semejante hegemón, calibrando minuciosamente, rubro por rubro, las posibles coincidencias y discrepancias, para aprovechar las primeras y administrar las segundas.

Este laborioso ejercicio requiere mucho esfuerzo, mucha dedicación y, por sobre todo, un diálogo permanente, ininterrumpido, con esa superpotencia. Mucho más si uno tiende a no comulgar con ella: la mayoría de los conflictos humanos se produce por información errónea o directamente por falta de información. Y la mayoría de las oportunidades que en la vida se pierden ocurren a causa de no estar presentes en el lugar adecuado en el momento preciso. Y la Argentina debe tener el récord mundial de oportunidades perdidas de 1930 para acá.

El diálogo con la superpotencia resulta, por ello, imprescindible. Incluso si uno tiene que discrepar con ella. Diríamos más: especialmente si uno tiene que discrepar con ella. Las relaciones entre estados consisten en buscar permanentemente puntos de contactos positivos que beneficien nuestro interés nacional y, mientras hacemos eso, mantenernos atentos a los puntos negativos, de disidencia o abierto conflicto, para que perjudiquen lo menos posible a ese interés nacional. Para ello es necesario interactuar, dialogar lo más posible, no lo menos posible.

En uno de los reportajes de referencia, nuestro canciller enuncia un enfoque llamativo: interrogado sobre por qué a quince meses de asumir aún no ha mantenido una reunión de trabajo con su colega norteamericano, el doctor Bielsa contestó: “No voy a tomar ninguna iniciativa diplomática para generar una visita oficial del Canciller a los Estados Unidos; si me quieren invitar... (pero) no me invitaron ... Pero ¿por qué razón tenemos nosotros que estar haciéndonos los importantes? Nosotros a los Estados Unidos le importamos muy poco, gracias a Dios.” (*)

En otro momento: "No somos prioritarios y es una suerte no serlo. Es una cosa que la Argentina debería valorar, ser un lugar del mundo donde no hay la gravedad del conflicto como para que pongan los ojos en vos. Es una bendición dentro de todo no ser prioritarios."(**)

La entera política argentina tiende claramente a un regreso a la agenda de la década de los setenta y esta concepción enunciada por el doctor Bielsa navega en la misma dirección. Fue aquella una época de apogeo de la visión de la soberanía como equivalente a autonomía y ésta, como ausencia de compromisos que ataran la libertad de acción de los estados. Un cuarto de siglo después, esa concepción ha evolucionado a criterios de interdependencia, a hacer residir la soberanía no ya en la ausencia de ataduras –como Robinson Crusoe en su isla- sino a todo lo contrario: un plexo de mutuos compromisos que aumenten nuestra capacidad de acción precisamente a causa de su existencia, no de su supresión. En un mundo globalizado, el camino para fortalecer nuestros intereses pasa por la interdependencia. Y el aislamiento y la ausencia de diálogo e interacciones, constituyen la mejor garantía de asegurarnos un destino gris e intrascendente.

La idea de que es Estados Unidos (o Europa, o el mundo) el que debiera interesarse por nosotros, configura un resabio narcisista de una época muy lejana en que la Argentina se encontraba en condiciones de tallar en el escenario internacional, pero hace ochenta años que nos bajamos de ese tren. A partir de 1930 perdimos los mejores mercados, no supimos ni recuperarlos ni generar exportaciones alternativas y, lenta pero inexorablemente, nos fuimos retirando del mundo, cada día más enfrascados en un destino de pequeñez y resentimiento.

La realidad es otra cosa: un conjunto de peligros pero también de oportunidades que están allí esperando que sepamos salir y aprovecharlas. Y eso no puede hacerse sin interactuar muy activamente con todos los protagonistas de la realidad mundial. Nos gusten o no nos gusten.

Para no buscar ejemplos muy lejanos, Chile y Brasil lo hacen todo el tiempo. Ambos tienen presidentes de izquierda que representan a partidos y coaliciones para nada complacientes con Estados Unidos. Pero sus cancilleres y funcionarios visitan a Washington y son visitados por sus pares norteamericanos con una frecuencia que, por cierto, no se detecta en Argentina, declaradamente feliz en su bucólico aislamiento.

Hace veinte días el Secretario de Estado norteamericano viajó a Brasilia, apenas una semana después que el primer ministro de Japón. Huelga consignar que ninguno de los dos pasó por Buenos Aires, probablemente para alivio de nuestro canciller y su conformidad con nuestra suerte de no llamarles la atención. En esa visita, el Secretario de Estado declaró a nuestros vecinos como el país líder de la región y los exaltó por cooperar en la lucha contra el terrorismo y el narcotráfico y la activa participación en los conflictos de Colombia y Haití. De paso, alentó la aspiración brasileña a ocupar una banca en el Consejo de Seguridad.

Este Powell es el mismo que en el mes de febrero declaró ante el senado norteamericano que América Latina no constituía una prioridad importante para su gobierno. Aparentemente los cancilleres de Chile y Brasil no leyeron los diarios ese día, porque redoblaron todavía más su diálogo con Washington para meterse todo lo posible en la agenda norteamericana, ocupar más espacio y enriquecer el interés nacional de sus países. Ante la evidencia de que el mundo es lo que es, aceptar la realidad y tratar de aprovecharla, sin perder tiempo en lamentaciones. Si Estados Unidos pesa en el mundo y eso no nos gusta, no permanezcamos aparte, pasivos, tendamos puentes igual, interactuemos lo más que se pueda y saquemos beneficios. La realidad ejerce con prepotencia su condición de inevitable. Reaccionar negando su existencia o eligiendo simplemente ignorarla, pavimenta el camino hacia un destino de marginación e inimportancia. Negarse a aceptar al mundo tal cual es supone comenzar equivocadamente el largo camino para reformarlo.

El poder y la influencia norteamericana aparecen hoy como un dato inevitable. Y peligroso de soslayar para quienes procuran conectar a sus países con las corrientes mundiales de tecnología, inversión y crecimiento. Están allí y pesan en todas partes.

Argentina, en cambio, parece conforme con un destino de remanso. En palabras de nuestro ministro: “Nosotros a los Estados Unidos le importamos muy poco, gracias a Dios.”(*)

De todos los grandes pensadores de la década de los setenta, ninguno parece haber fundamentado mejor una posición concordante que Juan Carlos Colombres, cuando enunció el corolario de su conocida cosmovisión política: “si viene el comunismo, yo me voy a la estancia.”

(*) Revista Debate – 18/06/04

(**) Agencia DyN, 03/10/04
Andrés Cisneros , 18/10/2004

 

 

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