La política exterior de Bush

 


America Unbound. The Bush revolution in Foreign Policy de Ivo H. Daalder y James M. Lindsay. Washington, Brookings institution press, 2003.El libro es un buen intento de “reconstruir” la doctrina Bush para intentar derribarla. Publicado en la Revista Cuadernos de pensamiento político nº 2, de FAES
¿Puede un presidente republicano, conservador y profundamente creyente, siendo, además tejano, ser un revolucionario? ¿Y aún pudiendo, debería serlo? Esas son las dos cuestiones que motivan y centran el ensayo de Daalder y Lindsay, dos analistas bien conocidos de la Brookings Institution, un think-tank washingtoniano de corte liberal, muy prestigioso entre politólogos e internacionalistas de todo el mundo. Habiendo servido en la administración demócrata del presidente Clinton en el National Security Council, el principal órgano asesor presidencial en materia de seguridad exterior –y siendo ambos demócratas declarados- no cabía esperar grandes concesiones ni una gran piedad hacia la agenda política de George W. Bush .

Ambos autores, en cualquier caso, son dos buenos profesionales y reconocen lo que para muchos de nosotros es una obviedad: que los planteamientos del presidente Bush hijo son revolucionarios, en diversos sentidos. Desde el punto de vista teórico de las relaciones internacionales, los países se dividen en dos tipos, aquellos partidarios de gestionar los problemas y mantener el status quo existente –las potencias conservadoras- y los que prefieren intentar resolver los problemas y promover una agenda de cambio global –las naciones revolucionarias-. En ese sentido, los Estados Unidos de George W. Bush son, indiscutiblemente, una potencia de cambio, anti statuquoista y, por tanto, revolucionaria. Pero también lo son desde el punto de vista de corte aparentemente radical con las orientaciones y acciones de anteriores administraciones. Bush hijo, de hecho, entronca directamente con Ronald Reagan, en un salto atrás en la historia que pasa por alto no ya solo a Bill Clinton, sino a su propio padre.

Daalder y Lindsay tienen el mérito de identificar con claridad y precisión, cualidades que se agradecen enormemente en todo el texto, las ideas clave de la visión y de la estrategia de Bush hijo, desde su carrera presidencial hasta la guerra con Irak. Y reconocen sus elementos revolucionarios, aunque no les gusten. Los autores sostienen dos tesis complementarias en la primera mitad de su obra. A saber, que, en realidad, las propuestas de Bush, en sus objetivos, no son tan distintas de las del último Clinton, y que la diferencia esencial estriba en la concepción de cómo ejercer el poder de los Estados Unidos, menos afirmativo y más multilateral en Clinton, más hegemonista y unilateral en Bush; la segunda, que el 11-S no supone un antes y un después en el pensamiento de Bush, en su concepción del mundo, sino que sólo sirve de acelerador y catalizador de sus convicciones e ideas de siempre, esencialmente porque desde ese trágico día, George W. Bush no tendrá oposición alguna en el seno de su país. Liberado de los delicados equilibrios políticos, podría dar rienda suelta a sus ambiciones.

Para argumentar sus tesis, Daalder y Lindsay tienen que hacer frente al hecho incontestable de que antes de llegar a la Casa Blanca e incluso en los primeros ocho meses de su carrera presidencial, justo hasta el 11 de septiembre de 2001, George W. Bush hablase y se comportara como un realista pragmático, a imagen y semejanza de su propio padre, un kissingeriano más. De hecho, si hiciéramos memoria en este lado del Atlántico, el primer miedo a Bush vino por su aparente tentación de reducir su presencia en el mundo, empezando por los Balcanes. El temor europeo era contar con menos América, no con más como ahora. Los autores reconocen esta orientación inicial, pero no la explican, se limitan a describirla con riqueza de detalles. Lo que sí se atreven a sugerir de manera oblicua es que el Bush que hoy conocemos, aunque no se expresase en sus primeros meses como presidente, podía intuirse o esperarse a tenor de las personas de las que se había rodeado y que ellos adscriben mayoritariamente a la corriente de pensamiento de los hegemonistas, imperialistas democráticos, hard wilsonian o, simplemente neoconservadores. De hecho, el segundo capítulo del libro está dedicado por completo a repasar la biografía de quienes acompañaron a Bush en su marcha hacia la Casa Blanca, Cheney, Rice, Perle, Wolfowitz, Armitage, Blacwill, Hadley, Zaheim y Zoellick, los llamados Vulcans por el pueblecito de nacimiento de Condoleezza Rice, y a quienes los autores atribuyen gran parte de la agenda imperial norteamericana.

No obstante, ambos autores admiten que Bush hijo es un hombre de grandes y firmes convicciones y creencias, pero en su secreto deseo, posiblemente motivado por la distancia política, de restarle importancia a la persona del actual presidente americano, no queda claro cuales son esas ideas propias de Bush y cuáles serían impuestas por sus asesores más cercanos. Y, sin embargo, a lo largo del libro queda manifiesto que Bush no es un agente inocuo en la definición del rumbo de su país, sólo que Daalder y Lindsay se sienten demasiado tentados de otorgarle el mérito de todo lo malo y nada de lo bueno. De ahí que buceen en el pasado de Perle y Wolfowitz, dos veteranos del Pentágono y conspicuos defensores del papel de líder hegemónico de los Estados Unidos.

La situación creada por los atentados del 11-S y la lucha contra el terrorismo de alcance global habría facilitado una mayor influencia si cabe de estas personas en la agenda norteamericana. El por qué y el cómo no queda claro en la presente obre, tal vez porque las teorías conspiratoriales que culpan a una “cábala” de unos pocos neoconservadores que fueron capaces de “secuestrar” el ideario de Bush son difícilmente sostenibles, al menos si se cuenta con el rigor que muestran en este caso los dos autores. A pesar de todo, Daalder y Lindsay creen que el 11-S sirvió para condensar y poner en práctica el cuerpo teórico del grupo de los Vulcan. A saber: que vivimos en un mundo peligroso donde el poder, esencialmente en su dimensión militar, cuenta y cuenta mucho; que el poder, en cualquier caso, no está sólo ligado a las capacidades, sino a la voluntad de ejercerlo, como carácter demostrativo y también preventivamente, porque frente al terrorismo y la armas de destrucción masiva la inacción es la peor opción; que para defender la seguridad de Norteamérica y sus aliados, la acción unilateral, si falla la multilateral, está plenamente justificada. Es más, en su extremo, lo importante en el entorno estratégico actual no son las alianzas permanentes, sino la unión flexible y temporal de los países afines; por último, el carácter especial, único, de los Estados Unidos en el mundo, de su potencia moral y de su capacidad y obligación para hacer el bien, incluso cuando eso exige el cambio de régimen en terceros países no democráticos, despóticos y que representan una grave amenaza para sus poblaciones y la seguridad internacional.

Daalder y Lindsay invierten buena parte de sus energías, lo que queda patente en las páginas del libro, a describir eso que se ha llamado “doctrina Bush” y que suele resumirse en la caricatura de las frases del “eje del mal” y “ataques preventivos”. Y también ha explicar la crisis de Irak en el contexto de ese conjunto de ideas. Casi la mitad del libro se va en ello. En tanto que buen recordatorio de las polémicas de los últimos 15 meses, se agradece la codificación y el detalle cronológico.

Donde fallan –y paradójicamente también aciertan- es en explicar el rumbo que ha seguido Bush tras la guerra en Irak. Por un lado, se muestran contrarios a la tesis de que Bush iba a volverse más moderado y “realista” tras las dificultades experimentadas en la ocupación del Irak post-Saddam. Ellos creen que la política internacional de Bush se asienta en una revolución profunda, construida sobre sus principios radicales y estos principios no se han visto tambalear todavía. De echo, los autores no podían saberlo al concluir su libro antes de que ocurriera, pero Bush pronunciaría un discurso programático en el National Endowment for Democracy el pasado noviembre, donde explicitaría lo que podríamos llamar “la segunda doctrina Bush”, esto es, la constatación de que sólo las democracias pueden traernos un mundo estable y en paz y que hay que comprometerse decididamente con la exportación de la misma a lo largo y ancho del globo, incluso, llegado el caso, por la fuerza, como en Irak. En que Bush no va a cambiar, acertaron, por tanto. Donde fallan es en explicar por qué una persona como George W. Bush, al que le conceden principios y valores, pero le roban toda iniciativa y liderazgo, no sólo sigue adelante y plenamente convencido de la necesidad de unos Estados Unidos lideres del mundo, sino que se llega a plantear una cruzada imperial contra el mal, la corrupción y el despotismo de alcance global.

Daalder y Lindsay concluyen con un capítulo titulado “los peligros del poder” que, posiblemente, sea lo más flojo de su obra. Ya no hacen una descripción crítica, sino que se adentran en la exposición de sus propias ideas como crítica a las de la actual administración. Pero su anterior empeño de ligar muchas de las decisiones de Bush a las tomadas por Clinton durante sus últimos años, resta buena parte de credibilidad a sus juicios. Si Bill Clinton ya fue el primero en recurrir a la acción preventiva, en actuar unilateralmente y en comenzar la guerra con Bin Laden, como aseguran los autores, el problema de Bush es una cuestión de grado o de escala, no de concepto. De hecho, el problema de Bush, para ambos autores, es una cuestión de estilo, de cómo ejercer el poder sin resultar arrogante. Así y todo, la única crítica con fundamento que logran hacerle a Bush es no haber mejorado la imagen de América en el mundo. Y si bien es verdad que las percepciones y la mala imagen pueden hacer mucho daño, la realidad del terrorismo resulta letal y en ese sentido, lo que ha hecho Bush es tomar una elección, primando la acción a la imagen.

El libro, por tanto, no es un recorrido inocente sobre la política exterior y de seguridad norteamericana actual. Conociendo a los autores era poco probable que lo fuera. Pero es un buen intento de “reconstruir” la doctrina Bush para intentar derribarla. Los analistas de la Brookings, en esta ocasión, han sabido hacer mejor lo primero que lo segundo, aunque eso choque con sus propósitos críticos. Pero nada es perfecto, como sabemos.
Rafael L. Bardají , 10/10/2004

 

 

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