Jorge Raventos examina la evolución de la situación política argentina. |
Los operadores de prensa de la Casa Rosada apelaron esta semana a algunos típicos recursos de los primeros meses de la gestión K. Así, filtraron al periodismo la versión de un Kirchner intransigente ante el Director General del Fondo Monetario Internacional –de fugaz paso por Argentina- a cuyos reclamos habría replicado con arrogante dureza.
Dejaron trascender asimismo que, en su reunión previa con miembros del Episcopado, Kirchner habría definido al funcionario del FMI, Rodrigo De Rato, como “El Diablo”. En el entorno presidencial, donde la satanización de terceros es habitual, se calcula que esas picardías mediáticas son útiles para recuperar el espacio perdido en la opinión pública a partir del 24 de marzo (acto frente a la ESMA).
Algunos periodistas no consumieron, sin embargo, la papilla preparada en Balcarce 50. Basándose en otras fuentes, Joaquín Morales Solá escribió, por ejemplo, que “el presidente Néstor Kirchner no repitió ante Rato la dura reprimenda que le dedicó en su momento al ex jefe del FMI Horst Köhler. Ambos conversaron con cordialidad sobre los grandes lineamientos económicos de la Argentina”. No sería esta la primera vez que las versiones oficiales van por un lado y los hechos por otro.
En cualquier caso, lo que el trascendido oficioso exhibió como disparador de la altivez presidencial es un asunto paradójico: De Rato habría planteado la necesidad de un superávit fiscal de 4 puntos del PBI. “Ni lo sueñe”, adjudican a Kirchner haber respondido.
En rigor, si discutieron lo hicieron sobre el sexo de los ángeles, ya que el superávit fiscal del año en curso (sumando nación y provincias) será marcadamente superior al 3 por ciento al que el gobierno se declama anclado: más del 6 por ciento del producto. En todo caso, si algo hay que discutir sobre el tema, antes que un número mágico, es qué parte del superávit se dedicará a salir del default y a reintegrar a la Argentina al mundo y si el superávit surgirá de un uso económico y racional de los recursos y de la reducción del gasto o de la pesada presión fiscal que transfiere riqueza de los particulares al sector público. Estos dos asuntos apuntan al interrogante mayor: si el país podrá recuperar crédito e inversiones que le permitan crecer rápida y sostenidamente, de modo de comenzar a combatir en serio el empobrecimiento general y el desempleo. El stock de inversión de los años 90 es el que permitió sostener el rebote económico del último año, pero ese stock y las menguadas inversiones de estos meses no son suficientes para alcanzar metas de crecimiento acordes con aquellas necesidades.
Los aumentos nominales de salarios –como el que el gobierno ha inducido a través del Consejo del Salario Mínimo- más allá de que pueden catapultar la ya elevadísima tasa de trabajo en negro- apenas llegan a tres centenares de miles de trabajadores formales y no representan, como aspira el gobierno, ningún estímulo mayor a la actividad interna.
Las cifras de la pobreza y la indigencia muestran una inmovilidad frenética: las alquimias oficiales y las realidades de la economía las impulsan hacia arriba y hacia abajo, pero siempre permanecen en el mismo punto. ¿El nuevo salario mínimo las reducirá? En todo caso, el aumento de precios de la canasta alimentaria las vuelve a elevar. En agosto, una elevación del 1,7 por ciento en los precios de la canasta básica puso por debajo de la línea de pobreza a 260.000 argentinos, de los cuales el 70 por ciento se encuentra en situación de indigencia.
La elevación genuina del salario depende del incremento de la productividad, y ésta se basa a su vez en la inversión, que requiere confianza en la seguridad física y jurídica que impere en el país. Chisporrotear en los medios riñas reales o imaginarias con el FMI, mantener gravámenes distorsivos que castigan a la producción, canalizar aventuradamente el superávit fiscal a la creación de empresas de dudoso presente y opaco porvenir o a subsidiar actividades de baja productividad no parecen los mejores caminos para estimular la inversión que el país requiere. La economía y la política convergen, sea para ascender, sea para declinar.
La última semana, la ex embajadora estadounidense ante la ONU, Jeanne Kirkpatrick, una intelectual influyente en los centros de decisión, expresaba en un matutino porteño su inquietud por la imagen que proyecta la Argentina: “Carlos Menem sabia cómo lidiar con el FMI. Y a Argentina le fue muy bien con los organismos financieros (.... ahora) hay una extendida inestabilidad económica y eso siempre es peligroso en un país sin larga tradición democrática. Argentina a mi me preocupa. También sé que los argentinos deberán resolver esto ellos mismos. He oído que hay muchos problemas de inseguridad, delincuencia y secuestros en los barrios. Eso es peligroso. Cada vez que se rompe el orden legal, las instituciones democráticas también están amenazadas”.
Tal vez ese diagnóstico de Kirkpatrick, publicado en la atmósfera creada por la última demostración que convocó Juan Carlos Blumberg, sea el que indujo al ex presidente Raúl Alfonsín a imaginar un complot “de la derecha” que habría decidido desplazar a Néstor Kirchner “a más tardar en marzo”. La "derecha", como es sabido, es otro nombre del Maligno.
Como un eco perezoso, Alfonsín repite frases que el oficialismo pronunció tres o cuatro meses atrás y que luego, prudentemente, decidió declinar. Pobreza, inseguridad, ideologismo y discrecionalidad estatal amalgamados en una misma aleación constituyen una conjura de las circunstancias, algo mucho más peligroso que las conspiraciones conjeturales.
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Jorge Raventos , 06/09/2004 |
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