Chávez y Kirchner.

 


Andrés Cisneros analiza la actualidad política Latinoamericana.
El fin de la Guerra Fría terminó con las aspiraciones soviéticas de penetrar políticamente en América latina, un subcontinente largamente aceptado por el resto del mundo como un área definitivamente enrolada en la democracia política y la economía de mercado.

En consecuencia, el régimen de Fidel Castro quedó recientemente aislado, primero respecto de sus vecinos latinoamericanos y más tarde, de todo el resto del mundo occidental. Las otras regiones del globo, con China a la cabeza, ingresaron abiertamente en la lógica de la globalización, donde ya no queda espacio para alineamientos internacionales basados en la ideología, mucho menos en una ideología contraria o alternativa de los sistemas políticos democráticos y de producción capitalista. Como un náufrago en el medio del mar, Castro pasó a una situación de absoluta soledad.

A partir de entonces, las actitudes latinoamericanas frente a Washington pasaron por una de dos grandes opciones. Un acuerdo directo con EE.UU., como el de Menem entonces, Méjico después y el Chile de Lagos hoy, adoptado también por una veintena de otros países de la región. O el alineamiento pro-occidental más distante que encabeza Brasil, menos por razones ideológicas que con miras de negociar mejor el ALCA. Durante dos décadas todo país latinoamericano transitó una u otra vía. A veces una después de la otra.

De pronto surgió Chávez. La crisis terminal del viejo régimen político venezolano, probadamente incapaz de generar un desarrollo nacional con justicia social permitió el acceso de un líder carismático con el perfil adecuado para la hora de las desesperanzas: repartir mucho y prometerlo todo, música para los oídos de poblaciones históricamente desengañadas de su sistema político tradicional.

Cuando Chávez asumió, el barril de petróleo costaba siete dólares. Hoy roza los cincuenta. La formidable acumulación de divisas consiguiente ha permitido poner en marcha un sistema de reparto de riqueza que alivia de momento a injusticias más que centenarias pero no contempla un volumen de inversiones suficientes para que la economía del futuro pueda satisfacer las expectativas así generadas.

En los últimos cinco años ingresaron nada menos que u$s 120.000 millones de dólares por el petróleo, pero la actividad productiva fuera de ese rubro sigue estancada y más de u$s 30.000 millones se fueron de Venezuela: en 2003 toda la inversión foránea apenas alcanzó a 1,3 billones, casi tres veces menos que en 1998. Todos los expertos señalan que el nivel de inversión en actividades productivas decrece de manera permanente y sin visos de cambio a la vista. La capacidad meramente distributiva también parece enfrentar limitaciones: a pesar del formidable ingreso petrolero, este año el déficit público trepará a 7% del PBI, porcentaje considerado muy alto para los estándares internacionales.

Prácticamente todos los estados que son grandes exportadores de petróleo presentan el mismo perfil: cuantiosos ingresos por hidrocarburos que sus gobiernos -casi nunca democráticos- no consiguen, o no procuran, reinvertir en un desarrollo estructural de su entera economía, con beneficio consecuente en el nivel de vida de sus pobladores.

Venezuela fue siempre una esperanza regional que quebrara esa aparente infalibilidad. Con sus más y con sus menos, el sistema institucional acompañó la evolución democrática de toda la región, y el reciente triunfo de Chávez en el referendo lo confirma en su legitimidad mayoritaria, elemento necesario (aunque no suficiente) para afirmar que allí funciona una democracia. El tiempo dirá si utiliza acertadamente esas dos herramientas estructurales: los ingresos petroleros para generar verdadero desarrollo productivo y la condición mayoritaria para concertar con los opositores políticas de estado que expresen a toda la sociedad, no solo a los seguidores del Presidente.

Por lo pronto, su política exterior ha sido audaz: no satisfecho con ninguna de las dos alternativas históricas antes descriptas, se negó tanto a un arreglo directo con EE.UU. como a una política distante pero cooperativa. Desempolvó el viejo discurso antiimperialista de los setenta y comenzó a cortejar -y financiar- a quienes eligieran el mismo camino, empezando por la Cuba de Castro, a quien volvió a proveer del petróleo y las divisas que antes le prodigaban desde Moscú y hoy le niegan hasta las virtuosas socialdemocracias europeas.

Esta línea de accionar internacional ya fracasó en los setenta, incluso cuando contaba con el contexto favorable de la Guerra Fría y los paradigmas de la época pasaban por la ideología, no por el comercio y los mercados. En el mundo globalizado de hoy, hasta Beijing y Moscú funcionan en otra sintonía y los enfrentamientos ideológicos son cosa del pasado.

Es condición de la vida política que las poblaciones no mudan sus odios y sus amores con la misma velocidad en que la realidad se cambia a sí misma. Es tarea de los estadistas facilitar ese tránsito imprescindible. En América Latina, el sentimiento antinorteamericano viene de tan lejos, se encuentra tan arraigado, que su manifestación externa, en lo que tenga de legítimo, tiende con facilidad al espasmo ideológico y reivindicativo antes que a la paciente construcción, año tras año, de una economía cada vez más fuerte y equitativa y, con ello, al aumento de nuestra capacidad de ser cada día más independientes.

A lo primero apuntan los demagogos. A lo segundo, los estadistas. Para Chávez, este retorno festivo a los días de la estudiantina ideológica no suponen un costo inminente: todo su discurso ruidosamente antiimperialista elude cuidadosamente afectar las monumentales inversiones norteamericanas en petróleo, energía y comunicaciones, llamativamente las mismas que históricamente corresponden a los principales sostenedores de la dinastía Bush y que se expresan en el credo pragmático de Wall Street, al que no le desvela tanto quién gobierne en un país proveedor de petróleo mientras mantenga constante el flujo y las condiciones de ese abastecimiento.

A la luz de la abierta preferencia de la administración del doctor Kirchner para con la "vía chavista," en desmedro de las alternativas de Menem/Lagos o Cardoso/Lula, cabe preguntarse qué elementos de juicio se han ponderado para regresar a un esquema ya superado treinta años atrás y a un estilo de confrontación sumamente peligroso para un país que no cuenta con ningún recurso que EE.UU. necesite imperiosamente ni puede amenazarlos con nada que haga o deje de hacer.

Hasta ahora, la explicación más plausible es que, como en tantos otros temas, también nuestro papel en el mundo se subordina a la empecinada construcción de poder que el Presidente procura internamente en vastos sectores de la centroizquierda nostálgica.

El peligro, hoy como entonces, magüer la elevada autoestima de los argentinos, no radica en la heroica alternativa de terminar enfrentando una eventual furia vengativa del gigante imperial, sino de la renovada acentuación de nuestra ya demasiado larga travesía en dirección el autismo y la inimportancia.
Andrés Cisneros , 30/08/2004

 

 

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