Esperando a Blumberg.

 


En vísperas de lo que muy probablemente sea el acontecimiento político más importante de los últimos tiempos, Jorge Raventos analiza la evolución de la situación argentina.
El próximo jueves 26 una nueva demostración pública convocada por Juan Carlos Blumberg para reclamar medidas contra la inseguridad ciudadana pondrá en apuros al gobierno de Néstor Kirchner.

Desde la primera de esas manifestaciones –a principios de abril, pocos días después del acto oficial por el llamado Museo de la Memoria, ante el edificio de la ESMA- el oficialismo ha observado con inquietud que la problemática de la seguridad erosionaba fuertemente su vínculo con la opinión pública. Las más de 200.000 personas que acudieron al llamado de Blumberg en su primera convocatoria sembraron el escepticismo sobre las cifras de imagen positiva de Kirchner que hasta entonces difundía el gobierno. Ahora, en vísperas de una nueva manifestación, son varios los estudios demoscópicos que revelan una caída de esa imagen por debajo del 50 por ciento. La última encuesta de Confianza en el Gobierno del Instituto Torcuato Di Tella registra un derrumbe de 16 puntos en el último mes.

Conciente de su “mal de origen” (haber accedido a la presidencia con un caudal electoral que no llegó al 23 por ciento) Néstor Kirchner empleó durante una larga temporada las encuestas como sucedáneos virtuales de un plebiscito y buscó en el apoyo de la opinión pública –fundamentalmente las clases medias de las grandes ciudades- lo que el voto no le había concedido. Con ese respaldo intentó primero constituir una fuerza política al margen del justicialismo mayoritario y procuró disciplinar a los gobernadores y líderes partidarios peronistas. El plano inclinado por el que empezó a deslizarse desde fines de marzo lo condujo últimamente a rever aquella táctica para ensayar un reingreso al planeta justicialista y postergar, al menos por un tiempo, los enfrentamientos con sus dirigentes, en primer lugar con Eduardo Duhalde.

Así, los retrocesos en su relación con la opinión pública debilitan al gobierno y lo empujan a un retroceso hacia el redil del PJ del que quería fugarse. No sólo eso: sin el maquillaje que le supo proporcionar ese apoyo virtual de la opinión pública, la radiografía del oficialismo corre el riesgo de ser interpretada por la dirigencia del PJ como la escueta osamenta que le concedieran los últimos comicios, una fuerza insuficiente para sostener pretensiones de liderazgo exclusivo y “fundacional”.

El problema principal del Presidente es que no logra convencer a esa opinión pública de su voluntad o su eficacia para resolver lo que las encuestas detectan como una inquietud prioritaria de la sociedad: el resguardo de la seguridad ciudadana, la legalidad y el orden público. En cambio de eso, parece actuar con escasa convicción y presionado por estímulos externos. En abril, dos semanas después de la primera manifestación de Blumberg, el gobierno dio a conocer un extenso “plan de seguridad” por boca del entonces ministro de Justicia y Seguridad, Gustavo Béliz. Más allá de que Béliz fue despedido del gobierno sin demasiada ceremonia, las cláusulas del plan se fueron desgranando y sólo algunas fueron enviadas como proyectos del Ejecutivo al Congreso. El viernes último, en un giro evidentemente provocado por la proximidad de otra demostración ciudadana, el gobierno generó un gesto nuevo (y, según algunos críticos, espasmódico): desplazó la Secretaría de Seguridad del ministerio de Justicia y la ubicó bajo la jurisdicción del ministerio de Interior. Que no respondía al ministro de Justicia ya era un hecho evidente desde la designación de su titular, Alberto Iribarne, que no fue una iniciativa del ministro sino del Presidente. El nuevo emplazamiento acerca más las formas a la realidad: la sede de la cartera de Interior es la Casa Rosada, en la vecindad de la Presidencia, donde, más allá de las intermediaciones, reside la verdadera responsabilidad sobre las políticas de seguridad en curso desde el 25 de mayo de 2003.

Es precisamente constatando ese hecho que la doctora Susana Granil, madre de un joven que permaneció secuestrado por más de dos semanas (y que afortunadamente fue liberado con vida por sus raptores), se dirigió esta semana al Presidente cuestionando fuertemente su compromiso con el tema: "Señor Presidente, tuve que ponerme de rodillas frente a los secuestradores de mi hijo. ¿Tendremos todas las madres que ponernos de rodillas ante usted para que haga algo?", lo apremió a través de una carta. Y agregó:

"Por otro lado, quisiera respetuosamente hacerle una observación: durante su presidencia ha demostrado en múltiples oportunidades que cuando algo le interesa o le preocupa, lo toma usted mismo en sus manos y lo lleva al resultado que usted desea. ¿Qué pasa en este caso? ¿No le interesa? ¿No puede? ¿No quiere ocuparse personalmente de esto?”

La intervención de la señora Granil incorporó al espíritu de las convocatorias de Blumberg un nuevo elemento que alarmó al oficialismo. Un vocero informal del gobierno, el polígrafo José Pablo Feinmann, lo sintetizó así en un medio afín a la Casa Rosada: “Se ha producido un desplazamiento en la interpelación. No se interpela a las autoridades, sino al Presidente. Este deslizamiento se encuentra facilitado por la modalidad personalista que tiene el Presidente de hacer política. Eso lo destina a pagar todos los costos y destina a su gobierno a ser vulnerable en su más estricta centralidad”.

En efecto, el déficit en materia de seguridad pública y la demanda ciudadana por obtenerla son una piedra de esmeril que trabaja, no sobre funcionarios de segundo orden, sino sobre la imagen del mismísimo Presidente. Y si éste aspìra a parar ese proceso deberá encontrar soluciones, inclusive apelando a las propuestas que formularon en su momento sus adversarios más connotados. De su capacidad para hacerlo, para superar esquemas ideológicos y comprender que no importa el color del gato sino que cace ratones, dependera que las encuestas del mes próximo no lo sigan exhibiendo en descenso.
Jorge Raventos , 23/08/2004

 

 

Inicio Arriba