Jorge Raventos analiza la evolución de la coyuntura política desde el prisma de la situación social. |
Pese a los esfuerzos del aparato de comunicación oficial por instalar nuevos temas que aparten la atención de los que preocupan prioritariamente a la opinión pública, la realidad atraviesa las cortinas de humo. El debate sobre la cumbia villera que trenzó esta semana al Presidente con su jefe de gabinete resultó, por otra parte, un bumerán: no sólo porque exhibió al Presidente identificado con un género musical precario y ligado simbólicamente a la marginalidad delictiva, sino porque puso de manifiesto el errático manejo del tiempo por parte del gobierno. Mientras dos ministros y el propio titular del Ejecutivo se mostraban dedicando espacio en sus agendas para atender al cumbiero La Tota Santillán, la sociedad recordaba que diez días atrás había sido desairada en la Casa de Gobierno la presidente de Hewlett Packard, una de las mayores transnacionales del campo informático interesada en invertir en América del Sur. Néstor Kirchner no tuvo tiempo para ella; en Chile y Brasil los respectivos Presidentes, acompañados por miembros de sus gabinetes, cenaron con la señora Carly Fiorina, considerada la segunda mujer más influyente en Estados Unidos, detrás de Hillary Clinton.
La cumbia villera tampoco consiguió tapar la inquietud social por la inseguridad ciudadana, dramáticamente alimentada por secuestros como el que afecta al joven Nicolás Garnil, raptado dos semanas atrás en San Isidro. El gobierno tiene en la cuestión de la seguridad uno de sus flancos más vulnerables.
Otro flanco frágil reside en su política económica, más allá de la atípica reactivación experimentada después de la brutal caída provocada por la devaluación de enero de 2002. Esa política se muestra inconsistente a varias puntas: es contradictoria con el regreso al justicialismo que el gobierno ensaya ahora tras el fracaso de la transversalidad; es incompatible con la resolución de la grave crisis social que padece la Argentina y, último pero no menos importante, va a contramano de la reinserción internacional de la Argentina.
La política que sostiene este gobierno, continuidad del anterior en este aspecto, está en las antípodas del peronismo: lo ùnico que se incrementa o conserva es la pobreza, la indigencia, el empleo precario y el desempleo. Los ingresos de los argentinos no se recuperan del dramático encogimiento provocado por la devaluación; entre ellos –y muy particularmente- los salarios de los trabajadores.
Los datos del propio gobierno permiten comparar el comportamiento de los salarios del sector formal de la economía durante las presidencias de Carlos Menem (1989-1999) y durante los gobiernos que lo sucedieron. Esos datos muestran el proceso de recuperación del salario ocurrido durante la década en que presidió Carlos Menem (317 por ciento, medido en dólares; 33 por ciento, en poder adquisitivo) y la brutal caída ocasionada a partir de la devaluación-pesificación dictada por el gobierno duhaldista a principios del año 2002. Según el consultor empresarial de temas laborales Julián De Diego, “los salarios sufrieron una de las caídas más vertiginosas que haya registrado la historia argentina cuando se abandonó la convertibilidad. Con los niveles altísimos de desempleo existentes, las remuneraciones se mantuvieron deprimidas y ni siquiera crecieron al ritmo de la inflación. La caída representa una pérdida real de entre un tercio y la mitad del valor”.
Para ilustrar el inaudito achicamiento de los salarios, deben considerarse los datos que proporciona el INDEC, según los cuales el índice de indigencia se encuentra por encima del índice de desempleo, lo que debe traducirse como que un segmento de personas empleadas reciben remuneraciones menores a las que marcan el límite de la indigencia (170 pesos por mes). Es obvio decir que los trabajadores del sector informal han padecido los efectos de estas políticas con una intensidad mucho mayor.
Ahora bien, las cifras oficiales indican además que la informalidad crece abrumadoramente. Los nuevos empleos que en número insuficiente ha creado la economía durante el último año y medio son de pésima calidad, dos de cada tres en negro y con retribuciones muy inferiores al costo de la canasta mínima de consumo. El registro de la seguridad social muestra que sobre una población económicamente activa de 14 millones de personas, no llegan a 5 millones los trabajadores en blanco o registrados. Según UNICEF, en la Argentina están trabajando 2 millones de niños entre los 5 y los 14 años, lógicamente todos en la informalidad.
Este gobierno (como el anterior) pretende basar el crecimiento argentino en un retorno al modelo de “sustitución de importaciones”, estimulando a sectores de escasa o nula competitividad. Esos sectores, pese al formidable subsidio de hecho que significó la devaluación, no están en condiciones de asumir los costos del empleo legal, en blanco, y sólo pueden subsistir apelando al trabajo informal y a los sueldos en negro, que son, en promedio 32 por ciento más bajos aún que los deprimidos salarios de los trabajadores formales (el salario promedio en la Argentina se ubica alrededor de los 700 pesos y la mayoría de los puestos de trabajo nuevos formales están por debajo de dicha cifra, ya que el salario de ingreso está en 400 pesos Con un salario de 700 pesos una persona no saca a su familia de la pobreza y con un subsidio de 150 pesos para un desempleado que es jefe de hogar, no sale de la indigencia o pobreza extrema, que implica tener menos de 330 pesos por mes para cuatro personas).
Según los datos de la cartera laboral, varios de los nichos de trabajo en negro coinciden con los rubros que más crecieron de la industria a raíz de la estrategia de sustitución de importaciones: textiles, calzado, productos químicos y accesorios de informática son algunos de esos sectores. Los incrementos que experimentaron desde el fin de la convertibilidad fueron elevados: la industria textil presentó en mayo una suba del 119,6 por ciento respecto del mismo mes del año anterior, con un desagregado que dio subas del 145 por ciento en tejidos y del 74,3 por ciento en hilados de algodón. Esas cifras contrastan con la suba interanual del empleo registrada en marzo: en textiles del 12,4 por ciento en prendas de vestir y pieles del 5 por ciento, y en calzado del 17 por ciento. La enorme discordancia entre el incremento de la producción y el del empleo registrado tiene una explicación: el empleo informal. El fenómeno es alentado, además, por la presión impositiva sobre los salarios. Para una empresa que trabaja en blanco, el costo de las cargas sociales representa más del 50% de la masa salarial y se suma al peso de los nuevos impuestos que afectan la producción (cheques y retenciones). El incentivo para "negrear" es enorme y el margen de las empresas para aumentar sueldos sin traslado a precios muy bajo.
Este modelo parece incompatible con el pensamiento peronista, que rechaza la idea de salarios africanizados y trabajadores precarizados y sin protección.
En este contexto, no puede realmente sorprender que las diferencias sociales hayan alcanzado niveles abismales: entre el 10% más rico y el 10% más pobre de la población las diferencias de ingreso son de 1 a 35 (1 a 50 en la región metropolitana), contra 1 a 15 durante los 90.
Para revertir esta situación se requiere una política que aliente la confianza y la inversión e impulse un fuerte crecimiento que se apoye en los sectores genuinamente competitivos. Sin embargo, los especialistas coinciden que la actividad industrial no está asentándose en inversión nueva, sino en el uso (todavía no pleno) de la capacidad instalada con la inversión realizada en los ’90.
El consumo interno –signado por aquellos rasgos de distribución- se ameseta: los supermercados “registraron en junio una baja del 2,5% en sus ventas medidas en volumen en relación con mayo” (La Nación). El Indice de Confianza de los Consumidores que difunde mensualmente el Instituto Torcuato Di Tella registró en julio una importante caída. “En el caso de la Capital Federal, todas las preguntas tuvieron evolución negativa y la mayor preocupación la reflejó la respuesta sobre la confianza en la evolución de la situación macroeconómica, que cayó un 8,68 por ciento.
En el Gran Buenos Aires también se registraron exclusivamente respuestas negativas. El ICC cayó 9,07%, en parte por la respuesta a la pregunta referida a la disposición a la compra de bienes durables o inmuebles, que retrocedió 3 por ciento”.
El gobierno no ha sido capaz o no ha querido crear un clima estimulante para las inversiones. Las empresas de servicios públicos e infraestructura llevan más de dos años y medio sin renegociar sus contratos rotos, el retraso en la reestructuración de la deuda y los entredichos con el FMI complican la previsión financiera, dificultan el crédito a mediano y largo plazo y generan una fuerte incertidumbre sobre la viabilidad de nuevas inversiones productivas; el orden público y la seguridad personal se han deteriorado hasta niveles que recuerdan la década del 70.
El ministro de Economía, por otra parte, temiendo a provocar desequilibrios macroeconómicos, considera que el país “no debe crecer demasiado rápido”.
Como acaba de señalar Miguel Angel Broda, “con tasas de crecimiento de 3 a 3,3 % promedio por año (alrededor del 2% anual per capita) a partir de 2005 como pretende el gobierno, la Argentina sólo podría retornar a los niveles de pobreza de mediados de la década del 90 (del orden del 17 a 18%) recién entre 2025 y 2040, es decir que se tardaría nada menos que entre ¡20 y 36 años!”.
El “modelo económico” impulsado por el gobierno no parece el mejor salvoconducto para el intento oficialista de reconciliación con el peronismo y, probablemente, tampoco para garantizar gobernabilidad a la Argentina.
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Jorge Raventos , 09/08/2004 |
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