Piedra libre para Mel Brooks

 


De entre todas las estrategias de un Estado, la política exterior es la que tarda más tiempo en instalarse y, una vez visible y establecida, es la que más demora en poder cambiarse.
“En este país no se puede vivir más,
me voy de la Argentina…”

Pontaquarto.
(La Nación, 14.07.04, pág. 6)

Uno puede intentar giros copernicanos en economía, bienestar social, defensa o cualquier otro tema que, como afecta mayoritariamente al público interno, tales cambios se asimilan rápido y todos aprendemos en seguida para dónde apunta el nuevo rumbo.

En política exterior, no.

Son millones de extranjeros, casi dos centenares de países, miles de periodistas y más de cincuenta cancillerías involucradas que tienen que anoticiarse, observarnos, tomar nota, comprender y, recién entonces, tener a la Argentina como caminando por un rumbo determinado.

Es por ello que, en general, las políticas exteriores, en todo el mundo, tienden a medirse por décadas. Es el plazo mínimo en que una política internacional se afianza o, en su defecto, pasa a cambiarse por otra. Son como un barco de gran porte, de mucho calado, cuyos giros recién resultan perceptibles bastante después de que el timón ha rotado en uno u otro sentido.

Es en razón de ello que los gobernantes tienden a planificar, a pensar con mucho cuidado su política exterior: en cuatro o a lo sumo ocho años de mandato no podrán tener sino una sola, por ella serán recordados y no deben fallar pues no tendrán tiempo real para cambiarla. Por razones del oficio, con frecuencia nos preguntan: ¿Cuál es la política exterior de este gobierno? La nuestra es una Administración que ha preferido no explicitar mucho sus planes, sus proyectos en ningún área, y cuando lo hace, terminan siendo no cumplidos, como el inefable Plan de Seguridad del ministro Béliz. Los ciudadanos vamos enterándonos, día a día, del contenido, de la orientación del pensamiento oficial más bien por las acciones, por los hechos que en cada coyuntura produce. No es la reflexión, es el espasmo.

Esto es particularmente notorio en materia de relacionamiento con el mundo, precisamente por contraste con aquel carácter tan ponderado que antes vimos como propio de la diplomacia.

De manera que estamos forzados a descifrar, a desentrañar los planes –si es que existen- a partir de las conductas, de los hechos concretos que van desgranando nuestros actuales gobernantes.

El empeño no resulta sencillo si se toma en cuenta que, por ejemplo, en esta misma semana, en menos de siete días, se produjeron, a saber: el asalto a la legislatura porteña, la orden de no reprimir, el despido del jefe de Policía por haberse preparado para hacerlo, la acusación pública del doctor Béliz de que una mafia enquistada en la SIDE con ramificaciones en otras áreas del gobierno intentan echarlo de su puesto y, como remate, el papelón (calificativo usado por el propio ministro de Justicia) del presidente en torno a los casetes de la AMIA, con sorprendentes explicaciones posteriores donde más de un cinéfilo pudo legítimamente sospechar la intervención inconfundible de Mel Brooks.

Uno llega a preguntarse si quienes dirigen de tal manera el día a día de nuestros destinos se encuentran realmente preparados para reflexionar metódicamente una política exterior y dirigir sus acciones conforme a un plan medido en el largo plazo.

Fresco está el recuerdo de los retos a empresarios franceses y españoles, plantones a mandatarios extranjeros, el vaticinio boxístico con Bush o que el subsecretario de Estado norteamericano ya lo tiene harto a nuestro canciller, las peleas con Batlle, Lagos, Aznar y Lula o viajar a Bolivia y rehusarse al encuentro con su presidente pero sí hacerlo con Evo Morales, su principal opositor, que exigía la renuncia de aquél.

De manera que desentrañar el pensamiento profundo, la matriz conceptual de nuestros actuales rumbos en materia exterior, no resultará tarea fácil.

Un indicio siempre útil son los viajes, los contactos internacionales que privilegian quienes nos gobiernan. Ahora, por ejemplo, el Presidente se encuentra viajando a Bolivia, a la Venezuela de Chávez y fijando fecha para recalar antes de fin de año en La Habana. Ahí tenemos un dato.

En estas mismas columnas ya señalamos que, en un mundo caracterizado, nos guste o no nos guste, por la enorme preeminencia de los Estados Unidos, un hegemón nada piadoso, ningún país sobre la tierra puede seriamente definir su política exterior sin calibrar muy meditadamente su relacionamiento con Washington. Ahí tenemos otro dato. Lula, por ejemplo, un hombre de izquierda claramente jugado en contra de importantes intereses norteamericanos, mantiene y mantendrá con Bush y con el que venga, una aceitada y frecuente relación, tanto más necesaria cuanto más poblada esté de diferencias. Lagos hace lo mismo. Todos hacen lo mismo.

En ese mundo, en ese panorama del escenario internacional, nuestro Canciller –que prepara su segunda visita a Cuba- no ha hecho ni un solo viaje para entrevistarse y discutir la agenda con su par norteamericano y, al respecto, opina que no tiene ningún apuro, que del Departamento de Estado no lo invitaron y que, de todas maneras, “a los Estados Unidos le importamos muy poco, gracias a Dios.” (*) Y la imagen más generalizada que el Presidente ha elegido para caracterizar su relación con Bush es que “le vamos a ganar por nocaut”. ¿Quiere otro dato?: Pontaquarto la tiene clara.

(*) en revista Debate del 14.07.04
Andrés Cisneros , 27/07/2004

 

 

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