Jorge Raventos analiza la crisis política desatada a partir del relevo del Ministro de Justicia y Seguridad, Gustavo Beliz. |
-Crisis: griego krisis: decisión,
juicio. Momento decisivo-
Diccionario Etimológico General de la Lengua Castellana
El sábado 24 de julio, en la víspera de cumplir su décimocuarto mes en el gobierno y mientras volaba anticipadamente a Buenos Aires desde la Venezuela de Hugo Chávez, Néstor Kirchner experimentaba en el aire la primera crisis de gobierno de su mandato, casi una crisis institucional por todos los elementos involucrados.
Para cualquier observador objetivo la situación no era sorpresiva como un rayo en cielo despejado. La crisis se ha venido incubando durante varios meses, motorizada por la obstinada política social y de seguridad impulsada desde la Casa de Gobierno así como por un estilo de amplia confrontación que ha ido debilitando las bases políticas en las que el Presidente podía, a priori, asentarse, tanto como los índices de respaldo de opinión pública que registran los encuestadores. Ya entre fines de marzo (acto ante la ESMA, congreso justicialista de Parque Norte) y principios de abril (primera manifestación convocada por el señor Blumberg) puede ubicarse un primer punto de inflexión en el que empieza a escribirse el prólogo de la crisis actual. A partir de allí el deslizamiento comenzó a ganar velocidad y adquirió mayor aceleración desde el momento en que el doctor Kirchner envió a dos ministros y al Secretario General de la Presidencia a la asamblea piquetera congregada por Luis D’Elía horas antes de que éste encabezara la toma de la comisaría 24 de la Policía Federal en el barrio de La Boca. Allí el gobierno exhibió su reflejo instintivo de amparar al jefe piquetero con argumentos y con gestos y puso en práctica su doctrina de dejar hacer a los revoltosos: eludió las instrucciones del juez natural, ordenó no actuar a la Policía (que Kirchner devaluó llamándola “del gatillo fácil”) y desautorizó en el terreno al Comisario Eduardo Prados, Jefe de la institución, al que pocos días después – el viernes último- vería alejarse del cargo por motivos análogos.
El ataque contra la Legislatura del viernes 17 constituyó otro punto de inflexión. Las escenas de destrucción, prolongadas durante seis horas ante la inacción de las fuerzas de seguridad, representaron una prueba in vitro de las consecuencias de la doctrina del dejar hacer. Ahora el gobierno intenta descargar las responsabilidades exclusivamente sobre la Secretaría de Seguridad y la Policía Federal pero –según el diario La Nación- “el círculo íntimo presidencial admite que fue Kirchner quien frenó todos los pedidos de Beliz y Quantín para enviar policía ese viernes a la Legislatura y hasta impidió que fueran los carros hidrantes”.
La decisión de hacer pagar la factura de los hechos del viernes 17 a la Secretaría de Seguridad y a la Policía (sólo culpables, en todo caso, de cumplir las instrucciones presidenciales) era ya evidente el sábado 18: bastaba leer el diario oficialista Página 12, donde un hombre de la mayor proximidad al doctor Kirchner escribía sobre “la escandalosa ineficacia de la Secretaría de Seguridad” y presagiaba que “Norberto Quantín y José María Campagnoli hicieron un buen trabajo como fiscales de la ciudad Buenos Aires. No les da para más y cada día se les nota más. La incapacidad de ese equipo es una bendición para quienes, como dice el presidente Kirchner, quieren inviabilizar su gobierno. Ayer se vio que pueden lograrlo. El tiempo no sobra”.
El Presidente se tomó poco tiempo para cumplir con el pronóstico de su periodista y asesor: el jueves 22 desautorizó al Jefe de Policía, impulsó su retiro y dejó que sus lenguaraces filtraran a los diarios que, al regresar de Caracas, la cabeza que rodaría sería la de Quantín. La facción más progresista de los equipos transversales del gobierno siempre aspiró a ocupar paulatinamente el ministerio de Justicia: puso su primera cuña en la Secretaría de Derechos Humanos (Eduardo Luis Duhalde) y apostó a crisis que le abrieran nuevas oportunidades. Hasta el sábado a la noche trabajaban para reemplazar a Quantín con otro hombre de sus propias filas, aunque finalm ente debieron contentarse con Alberto Iribarne, ex vice ministro de Carlos Corach y ex subsecretario de Juan José Alvarez durante la presidencia de Eduardo Duhalde.
El ministro de Justicia, Gustavo Béliz, que durante 13 meses acató como un soldado la dura disciplina que Kirchner impone a sus subordinados y procuró, como cierto personaje de Pär Lagerkvist, desplegar sus propios designios a la par de los de su señor, empezó a sentirse amenazado en los últimos diez días. La presión pública por la inseguridad ciudadana tocaba a sus puertas y sabía que, por ser un recién llegado al kirchnerismo (y por su propia historia de compromisos y separaciones escandalosas) no generaba confianza en los círculos más estrechos que rodean al Presidente. Cuando el jueves 22 tuvo que aceptar la retirada del Jefe de Policía que él había elegido después de sucesivas purgas y cuando estalló la bien sembrada versión de que su co-equiper Quantín sería despedido, preparó las armas para defender su cargo o para emprender la retirada.
Contraataque y malentendido
Beliz empezó por llamar “papelón” a los dimes y diretes entre Kirchner y un gran número de representantes de la colectividad judía que el Presidente recibió el martes 22. Los visitantes habían asegurado públicamente que el Presidente declaró haber encontrado 46 casetes de escuchas telefónicas que los investigadores del atentado contra la sede de la AMIA estiman muy importantes pero que se consideraban misteriosamente extraviados o destruidos. El Presidente se tomó un día para desmentir los dichos de sus huéspedes: “Me entendieron mal –argumentó-. Yo no hablé de casetes, hablé de un recibo firmado”. Los visitantes ratificaron lo que todos habían oído: 46 casetes. El Presidente de la AMIA, Abraham Kaul, lo hizo inclusive ante el juez Claudio Bonadio. Ante tanta insistencia, el ministro d e Interior, Aníbal Fernández, ofreció una nueva versión: “El Presidente se expresó mal. Cualquiera tiene un error”. Sucede, sin embargo, que el presunto error del Presidente fue ensanchado por el Secretario General de la Presidencia, quien le aclaró a un periodista de La Nación que no se trataba de casetes de video sino de audio, que eran 46 y que serían entregados a los investigadores. Curiosamente, el diario oficialista Página 12 había aseverado unos días antes que los casetes estaban localizados y aparecerían.
Cuando Béliz llamó “papelón” a esa suma de episodios lo hizo suponiendo que de ese modo dañaba a la Secretaría de Inteligencia del Estado (SIDE), donde él considera que anidan muchos de sus enemigos. Sugería que el Presidente cayó en el papelón porque estuvo mal informado y, así, fue empujado a decir algo incorrecto que ocasionó problemas. Aníbal Fernández excluye esa hipótesis: el error (de expresión) fue del Presidente. En cualquier caso, no queda claro en qué consistió exactamente el error: si –hipótesis 1- el presidente se equivocó porque dijo tener lo que no tenía o –hipótesis 2- porque fue indiscreto y habló de algo que no convenía. Hay quienes piensan que, en rigor, el gobierno tuvo que desmentir tener lo que tiene porque prefiere conservar los famosos casetes como amenaza atómica para cuando eventualmente se desate la madre de todas las batallas: una guerra abierta con el duhaldismo. Esos casetes –postulan esos analistas- contienen escuchas a policías bonaerenses de tiempos en que Eduardo Duhalde era gobernador de la provincia.
Cualquiera sea la hipótesis verificable, la palabra “papelón” en boca del ministro de Justicia y referida a un desliz presidencial, fue el primer signo del contraataque preventivo de Gustavo Béliz. Lo seguirían otros. El ministro le comunicó a la prensa que el sucesor de Héctor Prados – Néstor Valleca, cuarto Jefe de Policía en 14 meses- recibía “cuestionamientos de organismos de derechos humanos” pero que “el Presidente estaba al tanto de esta situación” e inclusive pidió a “algunos medios de comunicación más afines a este tema” que enfatizaran que “no hay comprobación fehaciente” de su actuación en los hechos que se le imputan”
Apuntó asimismo contra la SIDE, a la que imputó no haber alertado oportunamente sobre los ataques a la Legislatura porteña. “Los organismos de inteligencia –pontificó- tienen que funcionar de manera correcta, porque manejan una cantidad millonaria de recursos y tienen que dar una respuesta adecuada”. Las dos figuras más prominentes de la SIDE son hombres de confianza íntima del Presidente: Héctor Icazuriaga y Francisco Larcher.
Por cierto, en un estilo que tiene su marca, Beliz aseguró que hay “sectores mafiosos” (que no identificó, aunque ubicó en la Policía, la SIDE, el Poder Judicial y el periodismo) “que buscan desplazarme”. ¿Estaba insinuando que cuando el Presidente lo despidiera le daría el gusto a los mafiosos?
Seguramente hay que incluir en el rubro advertencias otra frase levantada: “No puedo permitir dejar de decir la verdad, porque si empezamos a mentir perdemos toda credibilidad”. Después del llamado telefónico de Alberto Fernández solicitándole la renuncia por encomienda presidencial, habrá que esperar y ver cuáles son las verdades que tiene para proclamar y a qué mentiras se estaba refiriendo.
La crisis va más allá
El Presidente llegaba el sábado 24 por la tarde a Buenos Aires con la crisis abierta. Esa crisis, sin embargo, va más allá del cambio de figuras en el área de Justicia y Seguridad: implica establecer nuevas orientaciones y nuevos estilos que fortalezcan la gobernabilidad. En el centro de la cuestión se encuentra el relacionamiento equilibrado con el sistema política en su conjunto y, en primer lugar, la definición del vínculo entre Kirchner y el peronismo. El divorcio entre el gobierno y el justicialismo (en primer lugar el PJ bonaerense, que lo impulsó a la Casa Rosada) y la búsqueda de alianzas transversales por izquierda como reemplazo es la que ha empujado tanto los choques entre el Presidente y la fuerza política mayoritaria como una actitud ante el tema piquetero y el más amplio de la seguridad ciudadana que han erosionado la ilusión de la opinión pública con el gobierno. Esa política, por otra parte, no logra evitar la paulatina disgregación del núcleo político gobernante. Si Beliz sospechaba con fundamento que le perforaban el piso líneas internas del oficialismo, Roberto Lavagna no ignora que también a él lo miran torcido y con suspicacia esos mismos sectores.
La crisis es un momento decisivo.
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Jorge Raventos , 28/07/2004 |
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