Lo que se discute es mucho más que un sillón .

 


La reforma del Consejo de Seguridad de la ONU ha generado el punto de disputa diplomática más profundo entre Brasil y Argentina. Andrés Cisneros sostiene que aquí lo importante no gira solo en torno a ese hipotético sillón sino a una definición global, más abarcativa, de cómo entendemos argentinos y brasileños la naturaleza de toda nuestra entera relación. Reproducimos aquí un artículo suyo publicado el 29 de junio pasado en La Nación, en una versión más amplia de su texto.
El pasado 24 de junio, en la propia sede de las Naciones Unidas en Nueva York, el presidente Lula reclamo “una urgente reforma del Consejo de Seguridad” que incluyera a un representante por cada continente, y mencionó a su país como candidato por América Latina. Ninguna reacción se ha escuchado desde nuestro Palacio San Martín.

En términos diplomáticos, el asunto del sillón permanente en el Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas debe ser el tema más difícil de nuestra relación con Brasil. No parece que esto vaya a decidirse mañana. De hecho, muchos expertos creen que el Consejo actual no se reformará nunca. Otros, que si ya resulta difícil manejar a la ONU con cinco miembros en el Consejo, duplicar o triplicar ese número conduciría rápidamente al fin del organismo.

Los brasileños parecen verlo de otra manera, puesto que llevan al menos ocho años de campaña abierta por ocuparlo y, por ende, pagando los costos políticos con otros aspirantes de la región y con la región misma, que bien puede aspirar como tal, sin resultar mediatizada por ningún estado en particular. Hasta el 10 de diciembre de 1999 Argentina salió al cruce de la aspiración individual brasileña reivindicando algún sistema rotativo u otros que así lo permitan. Desde entonces hasta hoy, cuatro años ya, Itamaraty (cuando no el propio presidente, Cardozo antes y Lula ahora) ha venido reclamando abiertamente por su propia candidatura sin que las sucesivas administraciones de de la Rua, Duhalde y Kirchner hayan dicho esta boca es mía. Grave situación, desde que, en materia diplomática, más que en ninguna otra, el silencio reiterado obra como consentimiento.

De todas maneras, esta discusión –con lo importante que es- excede el mero dato del sillón en el Consejo: involucra a toda nuestra relación con Brasil, país hermano, líder en la región, y que bien podría constituirse en nuestro mejor aliado en el mundo. A condición, claro, de que nos tratemos como socios, no como hegemones.

¿Qué sentido tendría, en efecto, el avance de la integración en el Mercosur mientras, por el otro, uno de los miembros descarta las posibilidades de los demás socios para aspirar a una posición de carácter puramente individual? O se es una cosa o se es la otra.

Hay un Brasil profundo, que viene de lejos con una legítima vocación protagónica en el mundo sobre la base de su territorio, su población, su PBI o su comercio. Ese Brasil aspira, legítimamente, a hegemonizar su zona de influencia y hablar por ella en el mundo.

Hay otro Brasil, más moderno, que no reniega de su vocación protagónica pero, no pretende obtenerla a través de la primacía sobre sus vecinos, sino de un liderazgo que la región le reconozca a partir de mutuos compromisos de representación, no de patronazgo.

Así entendido, la condición cuasi utópica de la eventual reforma del Consejo nos brinda un espacio de discusión abierta y leal con los brasileños que podrá servir o no para decidir acerca de esa banca pero que, además, nos permitiría definir claramente todos los términos –no solo el Consejo- de nuestra relación estratégica.

Veamos en detalle el tema de la reforma del Consejo:

Los ganadores de la Segunda Guerra organizaron a la ONU en base a dos componentes: uno democrático y otro de realpolitik, oligárquico. El Consejo de Seguridad nació así con diez miembros rotativos democráticamente elegidos y cinco permanentes y con derecho al veto. Esta combinación improbable permitió administrar toda la guerra fría, aunque se abusó bastante del veto.

Hoy, la pentarquía surgida en Yalta ya no sirve al mundo tan bien como antes. Por eso se discute desde hace años la modificación del Consejo. Y lo que la mayoría reclama es que lo que se fortalezca sea su componente democrático: si durante cincuenta años el compromiso de la ONU fue con la expansión de la democracia en todo el mundo ¿Por qué aumentar la oligarquía de los permanentes en lugar de incrementar el factor democrático del Organismo? ¿Por qué adicionar más miembros perpetuos cuando la corriente histórica señala lo contrario? El ejemplo de frialdad que brinda futura Constitución Europea es muy elocuente.

Lo más razonable sería no extender más el derecho al veto, incorporar nuevos miembros no permanentes y que cada región utilice ese lugar en base a alguna formula de consenso.

Allí comienzan los problemas. Japón y Alemania esperan ingresar por su peso propio en el mundo. Pero otros, como Italia, reclaman que su aporte a la ONU no es menor a la de esos dos aspirantes. España, por su parte, ha sugerido una banca directamente europea con derecho a veto: lógica culminación de su proceso de integración.

Como se prevé una banca nueva para cada continente, varios países reclaman ese asiento para sí: India, Sudáfrica, Corea e Indonesia. En América, el que aspira es Brasil. Si bien no existe una diferencia significativa entre Brasil, México, Chile, Argentina y otros, sería un error entablar con Itamaraty una competencia de musculaturas: lo decisivo no es el PBI, la superficie o la población .

. La cuestión pasa por otra parte. El principio del Poder ya se encuentra suficientemente servido por cinco miembros con veto. El otro criterio, el de los continentes, procura identificar no a los más grandes sino a los más representativos de cada región. Mal servicio haríamos a la ONU si a través de una medida pensada a favor de la democratización termináramos usando el criterio oligárquico de la fuerza. ¿En el siglo XXI, otra vez un reparto impuesto como el de Yalta?.

Argentina (y muchos otros países) siempre consideraron que lo mejor sería un sistema de rotación abierto a toda América Latina para aumentar en algo la democracia sin perjudicar en nada la eficiencia. Porque Brasil pretende ir, no como socio rotativo, mandatario de la región, sino pura y simplemente en razón de sí mismo, de su importancia individual en el mundo. Cuando un país pretende ingresar de esa manera está invocando el criterio oligárquico de la fuerza en una posición pensada democráticamente para representar a la región, no a un Estado individual. Poco aceptable para un continente que derramó mucha sangre por la igualdad soberana de los Estados y la democratización de sus instituciones.

Debiéramos discutirlo, para que quien concurra en cada turno lo haga para representarnos, no para reemplazarnos. Un Estado enviado por la región, no uno cuya aspiración sea ingresar por su cuenta en la oligarquía de los poderosos del planeta. Para eso está el G-8. Ningún país declina perpetuamente en otro- por más amigo que resulte- su propia seguridad nacional. Mucho menos la regional.

Nuestro ultimo embajador ante la ONU, Arnoldo Listre, afirma que esta reforma es, al mismo tiempo, imprescindible e imposible. Ello no convierte a estas disquisiciones en algo abstracto. Exceden a esta cuestión, tiñen la entera relación de Brasil con sus vecinos y agrava la crisis del mismo Mercosur: en los últimos cuatro años, Brasilia desplegó una campaña sumamente activa mientras Buenos Aires mantiene un alarmante perfil bajo.

Brasil es amigo y puede convertirse en el mejor aliado de la Argentina, pero como sociedad, no como hegemonía. En tal perspectiva, cabe preguntarse si la actual tendencia de acompañar acríticamente a Itamaraty en su política exterior -que trasciende a su aspiración individual en la ONU, pero que la incluye y fortalece- atiende debidamente al interés nacional argentino. Si una política exterior común es el objetivo, la mímesis no es el medio.

La consagración de cualquier país latinoamericano como miembro permanente dislocaría el equilibrio regional y complicaría a un proceso de integración ya demasiado comprometido.

Hasta hace un año, las alternativas de un sistema rotativo o de aumento del número de miembros no permanentes constituían una fuerte política de estado entre todas las corrientes políticas argentinas. América Latina puede ser ejemplo y salida de un problema insoluble e irritativo en las demás regiones. Argentina y Brasil hace décadas que ya vienen rotándose en la banca de miembros no permanentes sin restar esa oportunidad a otros países hermanos. Una solución abarcativa de una América Latina que debe estar unida, nunca fragmentada. Liderada, no hegemonizada. Nuestro canciller reivindica “la condición latinoamericana de la Argentina.” ¿Cómo la entiende el Gobierno en este tema puntual? ¿Qué hace al respecto?

A un año ya de la presente Administración, tras las discusiones en Guadalajara y la preocupante tibieza del Palacio San Martín ante el respaldo que Alemania y posiblemente Ecuador acaban de otorgar a la candidatura de Brasil, urge que la opinión pública conozca la posición de los actuales gobernantes y qué están haciendo concretamente para preservar, en este asunto, el interés nacional argentino.

Andrés Cisneros , 18/07/2004

 

 

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