Orden y progreso .

 


Jorge Raventos analiza las vicisitudes de la situación política argentina.
El gobierno de Néstor Kirchner parece en los últimos días sumido en un vértigo frenético, crispado, que lo lleva -de un polo a otro- a abrir focos de confrontación y a intentar cerrarlos de inmediato, por temor a las consecuencias. Así, se difunden como logros el haber "calmado la tensión con Brasil" (después de haberla provocado con medidas unilaterales), abrir una instancia de conciliación con la Iglesia (tras iniciar un conflicto con alusiones agresivas a varios obispos) o calmar la ira del radicalismo (después de lastimar a Raúl Alfonsín acusándolo, en palabras del subsecretario general de la Presidencia, de "querer bañar de sangre las calles de Argentina").

En rigor, si puede afirmarse que el Presidente no es un hombre que derroche tolerancia, ese rasgo se acentúa marcadamente cuando recibe críticas referidas a la seguridad ciudadana y a la situación social.

Raúl Alfonsín, en una entrevista concedida en España a un diario de Buenos Aires, apuntó que el Estado no podía permanecer pasivo "frente a la violencia del palo". Ese moderado comentario -compartido, según las encuestas, por al menos 3 de cada 4 argentinos- fue respondido con enorme agresividad por el señor Carlos Kunkel, uno de los hombres de confianza del Presidente. Al día siguiente, el gobierno se vió forzado a desautorizar a Kunkel, menos por una decisión espontánea que por la necesidad de obtener el voto de los senadores de la UCR que convertiría en miembro de la Corte Suprema a la jueza Carmen Argibay. La aprobación radical era indispensable dada la rebeldía de un amplio sector del bloque peronista en la Cámara Alta.

Si aquella reflexión de Alfonsín desató la irascibilidad kirchnerista, es de imaginar cuál habrá sido la reacción ante el diagnóstico dibujado el sábado 10 en La Nación por el escritor Abel Parentini Posse, todavía embajador argentino en España. "Por este camino vamos muy mal -dijo Posse- ...En la Argentina ya no se puede hablar, es un país que perdió la libertad (...) Imposible imaginar gente encapuchada con palos durante varios días para la noción de orden de Estado que hay en los países normales (...) La situación argentina está al borde la anarquía".

Considerando la tendencia del oficialismo a sospechar conspiraciones detrás de cada crítica, parece inevitable que en Balcarce 50 se vincule esas palabras de Posse a la estrecha relación que lo une a Eduardo Duhalde, quien no ha conseguido aún saldar sus divergencias con el Presidente. El compromiso del bonaerense de poner punto en boca por dos semanas seguramente no incluye el silencio de sus amigos.

En cualquier caso, las palabras de Posse -vertidas en Madrid el 8 de julio - parecieron encontrar un eco ratificador en los acontecimientos ocurridos en San Miguel de Tucumán en ocasión de las celebraciones del Día de la Independencia. Por primera vez desde que el escenario central de esa fiesta se trasladó a Tucumán, el homenaje, que contaba con la presencia del Presidente, tuvo que postergarse y mudarse de la calle a recintos interiores, porque el espacio público estaba convertido en campo de batalla entre sectores piqueteros más o menos cercanos al gobierno. El doctor Kirchner insistió, de todos modos, en su postura de "permitir la expresión" de los grupos piqueteros "sin represión alguna" y, si en el fuero interno estaba contrariado por los incidentes, lo disimuló con un comentario que quizás escondía una ironía conyugal: "Agradezco a los tucumanos -dijo-, porque me hicieron sentir como en mi casa".

Ese mismo día el Presidente había soportado a pie firme la homilía del arzobispo de la provincia, monseñor Luis Villalba, que convocó a los gobernantes a trabajar por "un orden social que erradique las marginaciones irritantes y la exclusión de gran parte de los argentinos". Por menos de eso, a principios de la semana Kirchner había descargado su metralla verbal sobre el arzobispo de La Plata, monseñor Héctor Aguer, y sobre "algunos obispos" que, según el Presidente, "no ven pobres ni por televisión". Pero el viernes, en Tucumán, ya había aceptado el consejo de algunos de sus colaboradores cercanos: no convenía pelearse abiertamente con la Iglesia. Así, en Tucumán dijo coincidir con las palabras de monseñor Villalba, aunque sus voceros deslizaron anónimamente a la prensa que "los obispos no hacen propuestas ni se comprometen a participar activamente en este camino de transformación" (refiriéndose a la acción oficial).

La alteración oficialista ante las menciones a la inseguridad (tema piquetero incluido) y la pobreza tiene sus motivos. Las encuestas de imagen que el gobierno recibe (y que últimamente no difunde) registran una caída fuerte de las opiniones positivas, particularmente a partir de la semana que se inició con la visita de varios ministros al congreso piquetero encabezado por Luis D'Elía y que culminó con la toma de la seccional 24 de la Policía Federal por el mismo D'Elía y con la controvertida cobertura oficial de esa irrupción.

En cuanto al tema de la pobreza, el oficialismo se encuentra atormentado por las cifras que difunde el Instituto Nacional de Estadísticas y Censos, que exhiben resultados negativos para esta gestión en casi todos los campos de la situación social (distribución del ingreso, niveles de pobreza e indigencia, precariedad laboral) por comparación con con la demonizada década del 90. Esa constatación estadística, por otra parte, ha desatado una polémica interna en las filas transversales, donde cada vez más opiniones influyentes cuestionan la política económica y social del gobierno y reclaman con creciente insistencia cambios de contenidos y de hombres.

Inseguridad y pobreza resultan, pues, las dos asignaturas en que el gobierno se siente en mayor déficit ante una sociedad que las tiene como sus preocupaciones prioritarias, una ciudadanía que basó sus expectativas favorables durante estos meses en la esperanza de orden y progreso social. Por eso la crispación aguda cuando se mentan esas sogas en casa del ahorcado.
Jorge Raventos , 10/07/2004

 

 

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