La amistad y la guerra

 


Jorge Raventos examina el actual punto de inflexión en la situación política argentina.
- La costumbre de declararse recíprocamente
la guerra es muy singular y contiene una íntima
contradicción ya que declarar a alguien la guerra
equivale a comunicarle que se tiene el
propósito de aniquilarlo; por ese medio se pone
sobre aviso al enemigo y se lo ayuda a defenderse.
Si es posible concebir la guerra
como un acto de enemistad, la declaración de guerra
no sólo representa una manifestación de cortesía,
sino hasta de amistad…”
Leszek Kolakowski, Las claves del cielo

Por si hicieran falta más señales, Néstor Kirchner, regresando de China, aprovechó las escalas del Tango 01 en Papeete y Guam para repicar sus tambores de guerra, camino al Aeroparque Jorge Newbery. Utilizó como amplificador a los cronistas que lo acompañan en el avión presidencial. Ellos se encargaron de adelantar, de la boca del caballo, que Kirchner “considera concluida la relación con Eduardo Duhalde”, que ese vínculo “quedó sellado en la última semana” y que el Presidente aterrizaría en la Argentina "decidido a jugar profundamente este partido", desplegando un bloque netamente oficialista en el Congreso y lanzando su propio partido, el Frente por la Victoria.

Como el mismo Kirchner aconsejó que no lo juzguen por sus palabras sino por sus hechos, algunos observadores interpretan que tales amenazas caben en el dicho “perro que ladra no muerde”, y que la estrategia del santacruceño consiste en exhibir aprestos de combate para asegurar una paz que debería sellarse esta semana, tal vez con el impresionante marco de Puerto Iguazú, donde coincidirá con Duhalde en una nueva cumbre del Mercosur.

Sin embargo, no podría afirmarse que el Presidente se haya limitado a las palabras en la última semana. La protección ofrecida por su gobierno al jefe piquetero Luis D’Elía, tanto antes como después de que éste tomara tumultuosa y expeditivamente la comisaría 24 de la Policía Federal, es un hecho y responde a una decisión tomada en el vértice del poder. Aún después de que D’Elía ocupara la seccional, el Presidente se refirió despectivamente a la Policía Federal como “policía de gatillo fácil” y defendió la acción de su aliado piquetero, definiéndola como “un esfuerzo para contener reacciones violentas”. D’Elía, entretanto, culpaba a Duhalde y al peronismo bonaerense del asesinato de su compañero Cisneros y los calificaba de mafiosos. Es cierto que, más tarde, moderó su vocabulario a instancias de alguno de los numerosos funcionarios que, pese a la imputación judicial de una decena de delitos, lo recibieron en la Casa Rosada; pero la misión estaba ya cumplida: las palabras son proyectiles que no se lleva el viento.

A esa altura, Duhalde había movido sus propias fichas y el Senado en pleno le había ofrecido su respaldo y había cuestionado las declaraciones del jefe piquetero. “Esa resolución no debe ser interpretada como un menoscabo para el Presidente”, se defendió el jefe del bloque peronista de la Cámara Alta, resguardándose anticipadamente de una lavada de cabeza en Balcarce 50. Esta reacción cabe en el dicho: “No aclare, que oscurece”.

El ministro de Seguridad bonaerense, León Arslanián, se empeñó en una tarea de amable compenedor: “El Presidente y Duhalde deben encontrarse y tener una buena conversación. El enfrentamiento entre ellos daña la gobernabilidad”, arriesgó, con un argumento peligrosamente parecido al que el canciller Bielsa le atribuyó al subsecretario de Asuntos Latinoamericanos de George W. Bush, Roger Noriega, antes de acribillarlo a declaraciones por orden presidencial (a Kirchner no le agrada que se mente la gobernabilidad).

En rigor, la discusión sobre la gobernabilidad fue puesta sobre el tapete desde varios costados del espectro político y ello ocurrió menos por los gestos de divorcio entre Kirchner y su principal soporte electoral, que por el decepcionante ejercicio de autoridad del Estado ante hechos violentos (o, lisa y llanamente, por su ausencia).

Si bien se mira, esa actitud oficial no responde a una omisión, sino a una decisión: el gobierno parece más preocupado por preservar su alianza política con D’Elía y sus vínculos con el llamado progresismo (que abomina de todo ejercicio de autoridad pública sospechoso de ser “represivo”) que por actuar con las atribuciones que la Constitución confiere al Estado nacional. Esa decisión probablemente responde no sólo a preferencias ideológicas, sino a una opción estratégica que diagnostica como ineludible la confrontación de la facción “transversal” con el duhaldismo y el peronismo, y privilegia, entonces, la consolidación de su propia fuerza.

Preparándose para la manifestación más aguda de ese choque (y empujándolo) el ala, digamos, izquierda del oficialismo apunta sus armas contra los ministros sospechosos de duhaldismo, particularmente Roberto Lavagna. El ministro de Economía ha procurado diferenciarse discretamente de los gestos de más claro acercamiento entre Kirchner y el progresismo: no participó en los actos del 24 de marzo en la ESMA y reclamó, en declaraciones al Financial Times, que “se empleen los instrumentos que prevé la ley, sin cámara lenta” frente a los desbordes del piqueterismo.

Por lo demás, la izquierda se encuentra perpleja y anodada ante los datos distribuidos esta semana por el Instituto de Estadística y Censos (INDEC) referidos a la distribución del ingreso. Es que esos datos destruyen sin misericordia uno de los caballitos de batalla empleados en los últimos años para demonizar el “modelo” de los años ’90. Según el INDEC, mientras en la década menemista la relación entre los ingresos del 10 por ciento más pobre de la población y los del 10 por ciento más rico era de 1 a 15, a partir del año 2000 (cuando llegó al gobierno la Alianza que repudiaba aquel modelo) esa brecha empezó a ensancharse: se duplicó con la gestión De la Rúa-Alvarez, se agrandó más tras la devaluación de enero de 2002 y ha llegado ahora, bajo la administración transversal, al punto más regresivo: la relación entre los ingresos de los más pobres y los más ricos en el área metropolitana es de 1 a 50. El índice de inequidad se ha más que triplicado en comparación con los años 90.

Aunque parece obvio que esta situación se corresponde con el “cambio de modelo” que ellos propiciaron, los grupos más aguerridos del oficialismo prefieren cargar toda la culpa a Lavagna, un fusible cuyo cambio sería funcional al enfrentamiento con Duhalde pero cuya remoción le agregaría problemas a Kirchner en momentos en que la negociación de la deuda ingresa en sus capítulos finales.

La relación entre Kirchner y Duhalde, los socios electorales de un año atrás, está rota. Las declaraciones de guerra son, más que lo que con ironía describe Leszek Kolakowsky como manifestaciones de cortesía y “hasta de amistad”, no el aviso de algo que va a ocurrir, sino la constatación de algo que ya está en marcha. La cautela, los silencios, las retiradas parciales y hasta las treguas temporarias sólo son movimientos tácticos de una operación que se despliega en el presente y que tendrá el final que suelen tener todas las guerras.
Jorge Raventos , 07/05/2004

 

 

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