La madre de todas las batallas.

 


Jorge Raventos analiza el estado de las relaciones entre el gobierno de Kirchner y el peronismo bonaerense.
- Cuando vuestra cólera, veloz como el tigre,
vea los estragos de la impetuosidad
y quiera atarse plomo a los talones
ya no podrá -

William Shakespeare, Coriolano (III.1)

Pese a los esfuerzos de una y otra parte, los dos componentes de la "alianza estratégica" que llegó al gobierno en mayo de 2003 parecen condenados al divorcio. Empeñado en generar, bajo la bandera de la transversalidad, una coalición propia de gobierno, Néstor Kirchner ha tensado al máximo la cuerda en su relación con el peronismo bonaerense, artífice de las dos terceras partes del caudal electoral (22 por ciento) que terminó elevando al santacruceño a la presidencia de la Nación.

La última excusa de esa trifulca decisiva se centró en el tema de la coparticipación federal de impuestos, pero el conflicto tiene causas que trascienden inclusive ese importante asunto: el PJ bonaerense -sus diputados, senadores, legisladores, intendentes, cuadros políticos y militantes- se considera hostigado, como ocurre con el conjunto del peronismo, por una estrategia política centralista de la Casa Rosada que parece destinada a profundizar el desmembramiento partidario y reemplazar al justicialismo por una fuerza ajena y hostil, basada en los sectores del sedicente "progresismo".

El capítulo más reciente de la pelea, como se ha dicho, se centró en el proyecto presidencial de ley de coparticipación federal. El gobernador bonaerense, Felipe Solá, fue el vocero emergente de la resistencia provincial a ese proyecto, en la que convergieron el peronismo (el propio Eduardo Duhalde hizo oir su influyente voz) y el conjunto de las fuerzas políticas del distrito, empezando por la Unión Cívica Radical. La provincia de Buenos Aires -la más extensa, la más poblada, la que más ingresos genera por su participación en la producción, el comercio y los servicios- reclama una cuota más equitativa en la distribución de recursos fiscales que la muy meguada que le determinó la Ley de Coparticipación vigente, aprobada en 1988. Durante la década del '90, Buenos Aires fue compensada por ese bajo porcentaje con recursos adicionales (el llamado Fondo del Conurbano, con más de 600 millones por año, la disposición de aportes del tesoro nacional y la realización en territorio bonaerense de obras financiadas por el poder central). Al cambiar, en diciembre de 1999, el signo del gobierno nacional Buenos Aires perdió la mayoría de esos recursos adicionales. En 2003 y en el año en curso la provincia sólo recibe alrededor del 23 por ciento de los tributos coparticipables.

El régimen de coparticipación debe ser modificado por mandato de la Constitución Nacional reformada en 1994, una disposición que debió haber sido cumplida ocho años atrás. Ahora, además del mandato constitucional existe otro motivo para cambiarlo: el compromiso asumido con el Fondo Monetario Internacional, según el cual en el curso de este año debería ponerse en funcionamiento un nuevo sistema. Legalmente, tal cosa debe traducirse en una Ley Convenio apoyada por todas las provincias.

El proyecto del Poder Ejecutivo cambia poco en relación con los criterios de la Ley vigente, pero lo poco que modifica es sustancial, ya que en lugar de una distribución que dispone sólo 43 puntos para el Estado Nacional y el resto para las provincias, incorpora ahora un llamado Fondo de Equidad constituido con el 24 por ciento de los ingresos excedentes que será controlado por el poder central. Esa caja ha sido bautizada como "Fondo K" o "Fondo de la transversalidad", ya que se estima que de allí, principalmente, surgirán los recursos para motorizar el proyecto político de Kirchner, para ganar adhesiones, acelerar la centrifugación del PJ, crear fuerza propia entre gobernadores e intendentes, subsidiar a los focos transversales, y sostener -a través de los subsidios a piqueteros y desempleados- una clientela electoral adicta. El gobierno nacional consiguió en primera instancia desplegar un cerco sobre la provincia de Buenos Aires apelando a arumentos falaces y al viejo reflejo condicionado -con raíces en las luchas intestinas del siglo XIX- del enfrentamiento Buenos Aires versus provincias interiores. El argumento esgrimido se basa en sugerir que cualquier mejoramiento de la participación fiscal bonaerense implica un perjuicio para la cuota de algunas o todas las provincias restantes. En rigor, lo que está en discusión aquí no es un conflicto entre Buenos Aires y las provincias, sino uno entre centralismo y federalismo, entre concentración en el Estado Nacional de las capacidades impositivas y los recursos generados en y por el conjunto de las provincias y su descentralización. La discusión entre centralización y descentralización supone la instalación de un debate en profundidad acerca del federalismo fiscal. Los dos términos de la opción son aquí el poder central, por un lado, y el conjunto de las provincias, grandes y pequeñas, por el otro.

Si la crisis que atraviesa la Argentina reclama una profunda reforma política e institucional, ese cambio debe implicar una transferencia de poder desde el Estado Nacional hacia las provincias, hacia los municipios y hacia la sociedad.

Pero no existe transferencia de poder verdaderamente efectiva sin una transferencia de responsabilidades y de recursos de similar envergadura. Por eso, no puede haber descentralización política sin descentralización fiscal. Entre 1853 y 1890, el presupuesto nacional era financiado con los recursos derivados de los impuestos a la importación, mientras que los presupuestos provinciales se financiaban con los tributos sobre la producción y el consumo de bienes específicos.

La crisis de 1890 originó la creación de impuestos nacionales al consumo que se superponían con los provinciales. A pesar de ese esbozo de centralización fiscal, a principios del siglo pasado, la casi totalidad del gasto público de las provincias argentinas se sufragaba todavía con recursos propios. Sólo una proporción menor de los presupuestos provinciales tenía como fuente de financiamiento los fondos del Tesoro Nacional. Con sus más y sus menos, esa situación se mantuvo hasta mediados de la década del 30. La centralización de la estructura de la recaudación fiscal alcanzó su pico culminante en 1935, con la implantación del impuesto a las ganancias y la unificación de los impuestos internos. Desde entonces hasta hoy, esa proporción se invirtió, con los problemas que están a la vista.

Un sistema institucional descentralizado, que articule una mayor vinculación entre el gasto público y la obtención de los recursos financieros necesarios para solventarlo, en todas las jurisdicciones estatales, constituye la base de confianza, legitimidad y transparencia indispensable para el establecimiento de un Nuevo Pacto Tributario entre el Estado y la sociedad, capaz de incentivar el control social sobre el imprescindible redimensionamiento del gasto y de promover la drástica reducción de la evasión fiscal. Hasta el momento, y en virtud de la temperatura política que emana del conflicto político entre la Casa Rosada y el peronismo bonaerense, la discusión a fondo del tema coparticipación ha sido sustituida -principalmente a través de la simplificación mediática- en una suerte de encuesta por-o-contra Solá/Duhalde, por-o-contra Kirchner. Sólo el gobernador de Salta, Juan Carlos Romero consiguió evadirse de ese formato para plantear un diseño diferente y reformador de la cuestión. También lo hizo, desde su provincia, el gobernador Jorge Sobisch, de Neuquén, pero su opinión no fue recabada por el Presidente.

Es que las convocatorias de la Casa Rosada estaban menos interesadas en el tema de la coparticipación que en demostrar que estaba en condiciones de concretar una ofensiva para aislar al peronismo bonaerense. Para aportar a esa ofensiva, Kirchner contó con la contribución de dos de sus ministros, apelados "los Fernández" por Felipe Solá: Alberto, el jefe de gabinete, y Aníbal, el ministro de Interior. El primero calificó a Duhalde de "político en retiro"; el segundo dijo que era "como un jarrón chino en una casa chica: molesta en cualquier lado que se ponga". El Presidente, de su lado, se reservó munición propia: bombardeó al justicialismo de la provincia definiéndolo como "una burocracia política" y devaluó el respaldo que Duhalde le ofreció para conseguir su 22 por ciento de votos en 2003.

Los bonaerenses no se quedaron atrás: Duhalde hizo conocer sus diferencias con la política de derechos humanos de Kirchner y con "el hazmerreír" de la persecución judicial a Carlos Menem, mientras una de las espadas parlamentarias del duhaldismo, Chicho Basile, insistía en conocer el destino y situación actual de los 800 millones de dólares del tesoro santacruceño que Kirchner sacó del país mientras era gobernador y que aún -bajo su propia presidencia- no han sido repatriados.

La ofensiva de la Casa Rosada contra el justicialismo de la provincia de Buenos Aires es una muestra aventurada dela impetuosidad presidencial y una manifestación de un conflicto que excede la capacidad de contención de sus protagonistas. Un conflicto que anuncia a la madre de todas las batallas.
Jorge Raventos , 14/06/2004

 

 

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