Dos puntas tiene el camino .

 


Jorge Raventos analiza la evolución de la situación política argentina.
En la segunda mitad de la década del ’70, sólo la mediación de El Vaticano consiguió evitar, in extremis, una guerra entre Chile y Argentina. Sendos regímenes despóticos gobernaban entonces ambos países. Recuperada en Chile y Argentina la democracia, tanto desde Buenos Aires como desde Santiago se trabajó para desarrollar lo que los diplomáticos llaman “medidas de confianza” y, durante los años ’90, esa edificación se manifestó, por ejemplo, en la vinculación de Chile al Mercosur, en la realización de ejercicios militares conjuntos y, muy destacadamente, en la resolución acordada de los diferendos limítrofes que se arrastraban desde el siglo XIX y en la integración energética sellada en 1995 a través de un protocolo firmado por los entonces cancilleres Guido Di Tella y José Miguel Insulza. Como recordó esta semana el Embajador Jorge Hugo Herrera Vegas, “en pocos años la cordillera fue perforada por siete gasoductos, dos oleoductos, dos propanoductos y una línea eléctrica que une una central generadora argentina con el sistema interconectado del norte de Chile.” De hecho, la nación trasandina adquiría una fuerte dependencia de la provisión energética argentina, lo que implicaba, como indica el diplomático, “una muy fuerte apuesta de confianza en que los suministros no sufrirían interrupciones” y subrayaba la decisión política de ambas naciones de consolidar su alianza estratégica. Esa sociedad era (y es) muy relevante para la Argentina y su inserción en el mundo. Está en el interés argentino vigorizar un bloque regional abierto y competitivo en el que se potencie el viejo proyecto del ABC (Argentina, Brasil, Chile) así como alcanzar a través de los puertos chilenos un acceso más directo a los mercados del Asia Pacífico, eje principal del comercio mundial.

La crisis energética que soporta Argentina –los tiempos y el modo en que el gobierno ha venido abordándola- está operando en estas semanas como un dispositivo disgregador de esa sociedad.

El déficit energético que ya se siente en segmentos de la industria local era previsible, fue anunciado y, sin embargo, el gobierno lo encaró tardíamente, después de demorar medidas que, en su cálculo, podían poner en riesgo su idilio con la opinión pública. Con la intención de amortiguar las consecuencias internas del desabastecimiento, la administración Kirchner decidió importar combustibles líquidos y gas (a precios notablemente superiores a los que se reconoce a los productores locales) y decretó el recorte de las exportaciones de energía a terceros países. Uruguay, Brasil y Chile fueron afectados por esta decisión; pero el caso chileno es el más serio porque afecta un proceso de integración energética y mina las bases de confianza de la sociedad estratégica con ese país.

A principios de marzo, Argentina estableció una reducción de sus exportaciones de gas natural a Chile del orden de los 3.3 millones de metros cúbicos. Lo hizo, además, sin anticipar oportunamente esa decisión al gobierno chileno. Repitió la experiencia un fin de semana, esta vez resolviendo un nuevo recorte, ahora de 950.000 metros cúbicos. Y lo hizo en vísperas de la visita a la Argentina de la canciller chilena, Soledad Alvear. En rigor, la ministro tuvo que trasladarse a Buenos Aires después de que su colega argentino suspendiera en tres oportunidades su propio anunciado viaje a Santiago para calmar la natural inquietud chilena. Esta preocupación se había visto adicionalmente exacerbada ante el hecho de que, en la firma de un acuerdo por el cual La Paz se compromete a proveer gas a Argentina durante seis meses, Buenos Aires suscribió una cláusula discriminatoria en perjuicio de Chile, dictada por la reavivada reivindicación marítima de Bolivia ante los chilenos.

En medio de este verdadero berenjenal político-diplomático, el presidente Kirchner avivó las brasas cuando aconsejó a los chilenos que “reclamen a las empresas que se comprometieron a proveerlos”, como si el problema creado perteneciera a la esfera de la relación entre un consumidor y un comercio. En Chile no lo ven así: las restricciones –apuntó el ministro de Economía trasandino, Nicolás Eyzaguirre, representan “un problema político y diplomático”. Por su parte, el secretario general de la Comisión Nacional de Energía chileno, Luis Sánchez Castellón, puntualizó que ”la contradicción de Argentina pasa por deslindar la responsabilidad de la crisis en las empresas privadas, pero a la vez emitir decretos estatales que los liberen de cumplir contratos con Chile”.

El protocolo de integración energética de 1996 prevé la posibilidad de que situaciones de emergencia induzcan la necesidad de restringir exportaciones para no afectar el abastecimiento interno, pero también establece un principio de no discriminación que garantiza que todos los compradores (internos y externos) serán afectados en análoga proporción. Los chilenos estiman que este punto no ha sido respetado.

El presidente Ricardo Lagos marcó el punto al que ha llegado la situación al decir que con Argentina "se ha roto una confianza, ya que de acuerdo al protocolo del '95 no se podría hacer lo que está ocurriendo". El presidente Néstor Kirchner admira a Lagos; según sus voceros, el líder socialista chileno es el estadista latinoamericano con quien el huésped de la Casa Rosada se siente más identificado. No debe leerse, pues, en la actual situación un designio intencional de perjudicar al presidente de Chile ni un signo de enemistad pasional. Más bien hay que pensar en que, una vez más, por sobre una visión de orden estratégico –la conveniencia y necesidad de consolidar la confianza y la alianza con el socio trasandino- primó, como en otros órdenes, la intención de no malquistarse con la opinión pública interna, probablemente agravada en este caso por cierta chapucería diplomática.

La posibilidad de restaurar la confianza quebrada depende de decisiones políticas del máximo nivel
Jorge Raventos , 02/05/2004

 

 

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