Jorge Raventos analiza la evolución de la situación política argentina. |
Durante su último viaje a España –una España que aún no había sufrido el atentado terrorista más brutal de su historia- y en momentos en que se proponía apaciguar su tensa relación con el empresariado peninsular, Néstor Kirchner les sugirió a los banqueros, jefes de grandes firmas y líderes corporativos que lo escuchaban en Madrid: “No se fijen en mis discursos, presten atención a lo que hago”. La frase encierra una clave, a menudo desdeñada, para interpretar el comportamiento del gobierno.
Si se atiende a las palabras que surgían de la Casa Rosada en vísperas del martes 9 de marzo, al tono bravo y desafiante del Presidente, Argentina estaba encaminándose rumbo a un default con los organismos internacionales de crédito, ya que Kirchner insistía en que no pagaría con reservas sin garantías previas del FMI y que no aceptaría las condiciones que reclamaban desde los directivos del Fondo hasta los principales accionistas de la entidad, es decir, los países del G-7: el reconocimiento del llamado Grupo Global de tenedores de bonos argentinos, la rápida apertura de negociaciones “de buena fe” con los acreedores privados, la modificación de la propuesta de Dubai y la fijación de un nivel alto de aceptabilidad de los eventuales acuerdos.
Si, en cambio, se mira lo que sucedió en la realidad, el cuadro se suaviza notablemente: el gobierno pagó y evitó el default antes de que la Directora interina del Fondo, Anne Krueger, anunciara que “propondrá al Directorio” la aprobación de la reciente revisión de los acuerdos (la que recién podrá ocurrir a partir del día 22) y después de aceptar la representatividad del Grupo Global de bonistas, así como que la negociación sólo será sostenible con la aceptación de un alto y significativo número de acreedores (cuyo piso estará por encima del 66 por ciento, cifra admitida por el ministro de Economía). Un día después del pago, el gobierno anunció que las negociaciones con los acreedores se iniciarán de inmediato (a fines de marzo), el jefe de gabinete, Alberto Fernández, anticipó que “se perfeccionará” la oferta de Dubai y el Palacio de Hacienda comenzó a trabajar una nueva propuesta para empezar a conversar con los acreedores, en línea con lo que Lavagna ya le había adelantado al Financial Times, es decir, la recuperación de 25 centavos por cada dólar adeudado, en lugar de los 9 centavos que, en los hechos, suponía el ofrecimiento de Dubai.
El gobierno evitó con esas decisiones que la Argentina ingresara al dudoso podio de los países defaulteadores de su deuda con las instituciones internacionales de crédito y eludió asimismo las consecuencias de un choque frontal con las grandes naciones reunidas en el G-7. Hizo lo que había que hacer.
Si bien se mira, sin embargo, las palabras que parecían vaticinar lo contrario también cumplieron una función. O, si se quiere, dos. En la relación con los países más poderosos, agudizaron en estos las exigencias: ¿podrían aceptar los miembros del G-7 que el país con la mayor deuda en cesación de pagos pidiera ayuda y simultáneamente intentara imponer sus propias condiciones a quienes debían facilitársela?
En cambio, en la relación con la opinión pública interna, Kirchner puede acreditarse un éxito con el empleo de su tono fuerte y con el manejo mediático del pago al Fondo. Es cierto que pisaba sobre terreno firme: casi 8 de cada 10 argentinos, según las encuestas, apreciaban positivamente su estilo de negociación y 5 de cada 10 consideraban que el resultado de ese negociación no debía ser la ruptura con el FMI, sino el pago y el mejoramiento de los vínculos con el organismo. El problema principal para el gobierno residía, no obstante, en un segmento menor ( 2 de cada 10) que tenía la expectativa de que Kirchner cumpliera con su amenaza de no pagar. Aunque menos numeroso, ese sector es políticamente significativo para el gobierno, porque allí se encuentra el núcleo del llamado progresismo, sobre el que Kirchner quiere apoyar al menos uno de los pilares de su proyecto de transversalidad. Así, la aspereza verbal de Kirchner en vísperas del pago al FMI, la estrategia mediática posterior que presentó al Presidente en su mano a mano telefónico con Anne Krueger, la vidriosa aserción de que no se habían aceptado condiciones y la no menos vidriosa insistencia en que “la propuesta de Dubai es inamovible” resultaron funcionales para tranquilizar a esos sectores sedicentemente progresistas que –sin seguir el consejo presidencial a los empresarios españoles- prefirieron prestar más cuidado a las palabras que a los acontecimientos. Hay que señalar que la autocrítica de la Armada que leyó el Almirante Godoy y la retractación impuesta al jefe de la Aeronáutica, brigadier Rhode, sumadas a la confirmación del anuncio de que en terrenos de la ESMA se erigirá el museo de una memoria agregaron elementos para mantener atado al gobierno al contingente más numeroso del denominado progresismo. Las palabras, entonces, son un instrumento vital del Presidente para mantener encolumnado a un centroizquierda que, por reflejo pavloviano, estaría previsiblemente en contra de un gobierno que acuerda con el FMI, se dispone a negociar con los acreedores privados y ha contado en todos estos trámites con un respaldo, no por declinante menos concreto, del gobierno republicano de los Estados Unidos.
Hasta aquí, el gobierno ha venido ganando espacio con los hechos y con los dichos.
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Jorge Raventos , 14/03/2004 |
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