Una urgencia moral .

 


Jorge Raventos analiza la evolución de la situación política argentina.
El oportuno, providencial “arrepentimiento” del ex secretario legislativo del Senado, Mario Pontaquarto, contribuyó el viernes último a modificar radicalmente el paisaje mediático: los ominosos vaticinios sobre situaciones violentas el próximo 20 de diciembre, los duros cruces entre voceros oficiales y líderes piqueteros, la pulseada entre el gobierno nacional y los intendentes duhaldistas, la advertencia del jefe municipal de La Matanza, Alberto Balestrini, sobre “el trueno del escarmiento” para los funcionarios nacionales que le recortaron casi 6.000 subsidios a desocupados de su distrito y hasta las flamantes denuncias sobre corrupción actual en el PAMI quedaron eclipsadas por la repentina evacuación moral de Pontaquarto acerca de hechos ocurridos casi cuatro años atrás.

Quizás basándose en estas y otras coincidencias, el ex presidente Fernando De la Rúa, interpretó que la confesión del arrepentido no sólo es “absolutamente falsa”, sino la pieza clave de “un amplio operativo que habrá que ver a quién beneficia”; una manera cautelosa de referirse a la estrategia presidencial –principal beneficiaria del aria cantada por Pontaquarto, ya veremos por qué-, que los allegados de De la Rúa, según La Nación, tradujeron con menos misterio: “ es una operación del gobierno”.

En rigor, los entretelones y motivos de la confesión del ex secretario legislativo de la Cámara Alta despiertan más de una sospecha. No hay por qué descartar a priori sus propias explicaciones, pero Pontaquarto hacía meses que estaba suspendido en sus funciones y venía de quedar cesante en el Senado (es decir: había perdido sus ingresos). Al decir del diario Clarín “también es cierto que Pontaquarto se sintió acosado por la SIDE”. ¿Fue sometido para estimular su confesión al viejo truco del palo y la zanahoria? ¿Se le prometió o facilitó algún premio, además de la garantía y ayuda para que su familia saliera del país y los honorarios de sus abogados defensores (el habitualmente caro estudio fundado por el fiscal de la Corte Penal Internacional, Luis Moreno Ocampo? En tal caso, ¿habría que encuadrar esos procedimientos en la búsqueda de una mayor transparencia de las instituci ones, en una extensión de facto de las disposiciones legales existentes para beneficiar a los “arrepentidos” en casos vinculados al narcotráfico? Si el fin justifica los medios, ¿cuál sería el fin, en este caso?

Alberto Fernández, el jefe de Gabinete, no se privó de demostrar la alegría oficial (“Fue un día de gloria”, dijo). Fernández admitió que él y el Presidente conocían anticipadamente lo que Pontaquarto diría primero a la revista TXT (editado por una empresa cercana al sector transversal del gobierno) y luego a la Justicia. También lo sabían antes de que se publicitara dos hombres del Frepaso, Aníbal Ibarra y Carlos Chacho Alvarez. Uno y otro salieron a reivindicar el gesto de Pontaquarto con argumentos similares y señalando sin disimulos sus propias esperanzas: “Con menos que eso en Italia surgió el mani pulite, que se llevó puesto al sistema político”, sugirió Alvarez. “Es la oportunidad para el mani pulite que muchas veces se anunció en la Argentina”, coreó el Jefe de Gobierno porteño. ¿Sería ése –“llevarse puesto al sistema político”- el objetivo de las eventuales operaciones detrás del arrepentido?

Objetivamente, más allá de las intenciones, el escándalo revitalizado por el show de Pontaquarto aporta a Kirchner réditos en distintas ventanillas. Devuelve al primer plano un relato gubernamental que le ha dado satisfacciones en la opinión pública (moralización institucional) y desplaza temas en los que obtiene resultados negativos (seguridad, “mano de seda” ante el desorden urbano). Además, golpéa a los partidos mayores (la confesión de Pontaquarto daña fundamentalmente a senadores radicales y peronistas; a Chacho Alvarez sólo le imputa pecados veniales y el otro frepasista involucrado, el ex ministro de Trabajo Alberto Flamarique, hace rato que fue excomulgado por el progresismo), con lo que activa la estrategia de la transversalidad.

Pero, además, el escándalo baja las acciones del fragmento de poder del Estado en el que el gobierno encuentra más dificultades, el legislativo. En efecto, el Ejecutivo ha conseguido ya hacer sentir su influencia en la cúspide del Poder Judicial, se mantiene a la ofensiva en ese terreno y no cesa su presión sobre los jueces federales, pero es en el Congreso donde se asientan sus mayores preocupaciones. En Diputados, el duhaldismo goza de la amplia representación que corresponde a la provincia de Buenos Aires y se ha reservado las máximas autoridades de la Cámara, del bloque PJ y de las principales comisiones (aunque le cedió al kirchnerismo la estratégica comisión de Juicio Político); en el Senado, el Presidente ya sufrió un módico revés cuando logró destituir pero no inhabilitar al ex miembro de la Corte Moliné O’Connor. Si bien l as revelaciones de Pontaquarto conocidas hasta el momento no se refieren a senadores en ejercicio, indudablemente erosionan al Senado (y aun al Congreso) como tal, del mismo modo que las sonoras denuncias sobre acciones desviadas de algunos policías terminan devaluando a la policía como tal (tanto, que el nuevo ministro de Seguridad bonaerense acaba de afirmar que la policía de esa provincia “actualmente no forma parte de la sociedad”). Así, por obra de un arrepentimiento espontáneo o inducido, Kirchner termina el año 2003 con un estilo similar al del inicio de su gestión: en una ofensiva sobre instituciones y poderes que no controla, potenciando al máximo las posibilidades que le brinda el crédito de la opinión pública, el manejo de palancas fundamentales del Estado y la ausencia de una oposición articulada. Las urgencias morales o materiales de Pontaquarto se integran con naturalidad en ese estilo.

Jorge Raventos , 17/12/2003

 

 

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