Jorge Raventos analiza la evolución de la situación política argentina. |
Pese a la insistencia con que afirma su deseo de mantenerse apartado de los ajetreos de la política doméstica para dedicarse en exclusividad a su tarea de coordinador político del MERCOSUR, Eduardo Duhalde parece condenado a reincidir en sus responsabilidades locales. En las dos últimas semanas tuvo que incursionar reiteradamente en los medios de comunicación para hablar del gobierno nacional y de las relaciones entre la Casa Rosada y el peronismo bonaerense, debió poner el cuerpo para amortiguar los embates del duhaldismo contra Néstor Kirchner y su gabinete (particularmente centradas en Gustavo Béliz) y se reunió sucesivamente con el Presidente, con Felipe Solá y con sus propios coroneles. Su consigna básica puede resumirse en aquella vieja frase: “No hagan olas”.
Hombre experimentado, a Duhalde difícilmente se le escape que el conflicto entre el aparato político bonaerense y el gobierno de Kirchner es inevitable; él se esfuerza por acotarlo y postergarlo en el tiempo porque “en lo que a mí respecta –confesó con franqueza a La Nación el sábado 29- si a este gobierno le fuera mal yo no me podría sobreponer”.
Es en virtud de esa constatación que el hombre fuerte bonaerense exageró la semana pasada su exhortación de disciplina a la tropa propia imputando “traición a la patria” a quienes cuestionaran al Presidente que él –antes que nadie- puso en la Casa Rosada e insistió ahora advirtiendo que “ningún amigo mío seguirá siéndolo si no apoya a este gobierno”.
Que Duhalde necesite exhibir con tanta frecuencia ese tono amenazante hacia su propia feligresía es el indicador más claro de que el duhaldismo está encabritado hasta el punto de dudar de la firmeza y consecuencia de su conductor y de su capacidad para defender eficazmente el capital político del aparato bonaerense.
Los coroneles del duhaldismo desconfían sin disimulo de los hombres que su jefe empinó como tributo a las encuestas de opinión (Kirchner en la Nación, Felipe Solá en la provincia) porque consideran, con realismo, que esos hombres están dispuestos a usar su mayor o menor respaldo de opinión pública para fumigar el aparato político que los puso donde están. Y temen, aunque no lo expresen articuladamente, que Duhalde (artífice y expresión mayor del aparato, pero extremadamente temeroso de los fenómenos de opinión pública) los deje avanzar en exceso o, inclusive, “compre” el argumento de que es preciso lavarle prolijamente la cara a ese aparato.
En rigor, el caudillo de Lomas de Zamora, se ve obligado a presionar a dos (o tres) puntas para poder contener a su gente, evitar un conflicto temprano y tutelar al gobierno nacional de un fracaso rápido del que –Duhalde dixit- él mismo no se podría sobreponer.
Así, el sábado tuvo que salir a exponer sus reparos en relación con la política de la Casa Rosada hacia el movimiento piquetero: “A veces el Estado tiene que reprimir”, reflexionó, en queja contra lo que llamó la “mano de seda” del gobierno nacional. Duhalde expuso su inquietud frente a “los que piensan en tomar la Casa Rosada” y los que “del otro lado dicen que van a defender al Presidente a los tiros”. Así, el ex presidente transitorio filtra en público uno de los temores del peronismo bonaerense: que la Casa Rosada esté alentando una fuerza de choque propia a través del piqueterismo oficialista. Duhalde agrega la conveniencia de “crear una fuerza policial especial de choque”, pero –dice, como si estuviera hablando en secreto con el cronista de La Nación- “sin hacer mucha publicidad, porque si no pasa lo que pasó hace unos meses. Se anunció que se iba a formar una fuerza antipiquetera y eso generó un debate”. Los mensajes de Duhalde al gobierno, como puede verse, son discretos. Su esposa, Chiche, le hace eco: “Hay que volver a poner orden, hacer cumplir la ley”.
Diferencia de acentos, manifestaciones de conflicto: Duhalde y su mujer centran el discurso en la ausencia de orden y la mano de seda frente a la manifestación permanente de los grupos piqueteros; el gobierno nacional lanza sus misiles contra la policía y el aparato político bonaerenses. Marcelo Saín, el frepasista ex subsecretario de seguridad de Felipe Solá, transformado en vocero del poder nacional (que quizás lo coopte en breve), embiste contra el duhaldismo y “la connivencia” entre policía y política en los municipios de la provincia de Buenos Aires.
¿Puede Duhalde acotar o postergar el estallido de una tensión cada día más ostensible? Uno de sus problemas es que los tiempos del conflicto son acelerados desde el el gobierno nacional. Kirchner parece haberse perdido cualquier clase sobre virtudes del paso atrás o el paso al costado, y no se muestra propenso a cancelar su ofensiva sobre el poder bonaerense. No lo hizo ni siquiera después de que Duhalde le favoreció la ajustada aprobación senatorial de los pliegos de Eugenio Zaffaroni como juez de la Corte presionando a su propia tropa y a algunos aliados.
En esa cinchada, Felipe Solá se mueve incómodo. Apela a Kirchner y a Duhalde al mismo tiempo para estabilizar su gestión, pero el primero le reclama acción contra el aparato duhaldista (una batalla para la que Solá no tiene fuerza y que, en el mejor de los casos lo convertiría en un mero artillero del poder nacional) y el segundo, que ya gastó demasiados pertrechos en sofocar la desconfianza de su aparato ante Kirchner, se proclama neutral. Así, Solá está en vísperas de gobernar sin manejo alguno de las dos cámaras de la Legislatura provincial, que quedarían en manos de duhaldistas, amplia mayoría en las cámaras, por otra parte. Teresa Solá, primera dama bonaerense, considera que esa es una “maniobra de acorralamiento” de la que su marido es víctima. Con algo de ironía, Chiche Duhalde suele recordarle al gobernador que el poder no se compra en un almacén, sino que se construye. Una invitación a que Solá trabaje con el duhaldismo, que puede garantizarle gobernabilidad, en lugar de sumarse a ofensivas ajenas al distrito.
La provincia, en rigor, ya se ha convertido en campo de batalla privilegiado del enfrentamiento que Duhalde quiere impedir o postergar. Los llamados a la paz pocas veces han evitado una guerra.
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Jorge Raventos , 01/12/2003 |
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