La cuestión social .

 


Jorge Raventos analiza la evolución de la situación política argentina.
Hizo falta que se escucharan voces de la Iglesia para que el gobierno nacional esbozara los primeros signos verbales de una autocrítica sobre el manejo de la situación social y de la política de subsidios a la pobreza. Esos subsidios “alientan la vagancia”, aseveró el obispo de San Isidro, monseñor Jorge Casaretto, un prelado de la línea eclesial más condescendiente con el oficialismo. “Estoy de acuerdo”, se apresuró a coincidir Néstor Kirchner, aunque impulsó a dos de sus espadas mediáticas -Alberto y Aníbal Fernández- a bajarle el precio a la declaración del pastor, caracterizándola como “una verdad de Perogrullo”.

Obvia o no la definición de Casaretto que el Presidente dice respaldar, lo cierto es que la estrategia oficial para atenuar las consecuencias de la caída económica y de la devaluación sigue asentándose sobre el reparto de subsidios, a menudo sin contraprestación laboral y sin programas de contención y educación para el reciclaje productivo de los beneficiarios.

El manejo de la ayuda social a los sectores más sumergidos se extendió como política de emergencia durante el interinato de Eduardo Duhalde, cuando la eliminación de la convertibilidad, la devaluación y la pesificación asimétrica llevaron a más del 50 por ciento de los argentinos por debajo de la línea de pobreza, a una cuarta parte al territorio de la indigencia y a un número muy grande a convivir cotidianamente con el hambre. Fue una política digna de la letrilla de Quevedo, que “primero hace el enfermo y después el hospital”. Y no se limitó a la emergencia por la sencilla razón de que el descenso brutal de los ingresos no fue, como predicaban sus apologistas, una breve circunstancia coyuntural, sino un rasgo permanente de las nuevas reglas de juego. Tan así, que los pequeños enviones hacia abajo de la tasa de desempleo afectan poco los números de la pobreza y la indigencia porque en la situación actual el empleo no es incompatible con la indigencia, dados los míseros niveles de retribución del trabajo.

La maquinaria de la ayuda, aceitada por la picaresca burocrática, dio lugar a un sistema clientelístico que pasó a ser disputado por organizaciones piqueteras y por aparatos políticos. La aplicación de mecanismos objetivos para la distribución de la ayuda (un padrón informatizado de beneficiarios, el uso de una tarjeta electrónica, etc.) como los que ya está poniendo en práctica la provincia de Neuquén, fue quedando postergada en función de las necesidades políticas del poder central, sus aliados y clientes.

La entrega de subsidios forma parte del toma y daca entre gobierno y organizaciones piqueteros, es herramienta básica del sistema de premios y castigos que permite acercar socios a la estrategia política del gobierno o arrinconar a los más remisos mientras desde el poder se sienta como políticamente incorrecto el ejercicio pleno de la autoridad frente a los desbordes de esas organizaciones. El gobierno prefiere usar la caja (abriéndola o cerrándola) para disciplinar a los piquetes.

El lunes serán recibidos en la Casa Rosada los líderes de la algarada que culminó en General Moscón, Salta, con el incendio de la sede de dos empresas y pérdidas calculadas en un millón y medio de dólares. Esta semana, la cartera de Trabajo licuó en Tribunales la denuncia contra los militantes que mantuvieron retenido -“secuestrado” prefieren algunos- al ministro Carlos Tomada. El grupo de legisladores más próximos a Kirchner propicia una amnistía para todos los delitos ocurridos en manifestaciones de protesta de la última década, con el único límite de los homicidios. Aunque en una aplicación de doble discurso que empieza a volverse rutinaria la Casa Rosada dijo oponerse a esa iniciativa, cuesta creer que un Congreso que ha dado en pocos meses tantas muestras de docilidad frente al Poder Ejecutivo (sin excluir la cesión de poderes especiales para modificar a placer las partidas presupuestarias aprobadas en la “ley de leyes”) haya florecido un brote de desobediencia nada menos que entre los diputados de comunión diaria en Balcarce 50.

Las concesiones del poder a los movimientos piqueteros no son sinónimo de que el gobierno aspire a tercerizar la ayuda social. Sólo lo hará parcialmente, disponiendo recursos para sus aliados, pero no renuncia a aplicar medios de manera directa, penetrando a través de su propio aparato en distritos que considera clave para ampliar su base de sustentación o en aquellos en los que pretende insertar cuñas para limitar a quienes percibe como adversarios o como eventuales riesgos políticos. No sería extraño observar en las próximas semanas el anuncio (o el despliegue discreto) de planes centrales que, con el argumento de afrontar dramas sociales, le permitan establecer picas en distritos como La Matanza, en el Gran Buenos Aires, o en San Luis, en el interior.

Más allá del debate sobre la creación de condiciones consistentes de lucha con la pobreza (¿puede tener éxito un proyecto que quiere basarse en el consumo interno y que, simultáneamente, aspira a través del valor -alto- del dólar a mantener sumergidos los salarios?¿Puede tenerlo un proyecto que no atrae la inversión ni se preocupa de reinsertar a la Argentina en una economía mundial cada vez más integrada?), en el corto plazo la discusión de las políticas sociales se volverá más caliente y necesaria que nunca, porque es imprescindible que los recursos escasos con que cuenta esta Argentina defaulteada lleguen con eficacia a quienes los necesitan. Y porque son muchos los que aparecen dispuestos a poner límite al uso faccioso de esos recursos, más interesado en financiar aparatos políticos que en ayudar a los pobres.
Jorge Raventos , 25/11/2003

 

 

Inicio Arriba