AMÉRICA LATINA: EL RETO DE CAMBIAR .

 


Conferencia de Jorge Castro en la asamblea de la FENALCO, principal organización empresaria de Colombia, que tuvo lugar en la ciudad de Cartagena de Indias el pasado jueves 30 de octubre.
América Latina es una parte inseparable del mundo que nos toca vivir. Analizar sus desafíos supone, ante todo, comprender las características de nuestra época, signada por el fenómeno de la globalización.

Desde esa perspectiva, hay que empezar por subrayar que, como señala Felipe González, "estar a favor o en contra de la globalización es como estar a favor o en contra del descubrimiento de América".

Cabe entonces, en primer lugar, formular un vaticinio estratégico: las primeras décadas del siglo XXI estarán signadas por la difícil transición histórica desde un mundo caracterizado centralmente por el hecho de la globalización financiera y productiva hacia un escenario global predominantemente político, signado por las fuertes pujas que acompañarán el surgimiento de un nuevo sistema de poder y de instituciones propias de una sociedad mundial. La aceleración del ritmo de las globalización económica, provocado por el incesante avance de la revolución tecnológica de nuestra época, ha creado las condiciones materiales para el surgimiento, por primera vez en la historia del hombre, de una verdadera sociedad mundial. Estamos, nada más y nada menos, que ante el advenimiento de aquello que un extraordinario estadista y líder político argentino, como fuera Juan Domingo Perón, caracterizara ya hace más de treinta años como la fase histórica del universalismo.

La primera revolución industrial, iniciada en Inglaterra en el siglo XVIII, que en el siglo XIX se propagó hacia Europa Occidental y los Estados Unidos y paulatinamente hacia el resto del mundo, tuvo en su origen un signo centralmente británico. La formidable revolución tecnológica de nuestra época, que constituye el auténtico sustento del actual proceso de globalización económica, tiene hasta ahora un sello inequívocamente estadounidense.

Saber qué ocurre en los Estados Unidos, y por qué ocurre, deviene entonces indispensable para identificar las principales tendencias estructurales de nuestra época.

En ningún campo, la actual superioridad norteamericana es tan manifiesta como en el terreno militar. El presupuesto de defensa estadounidense supera a la suma de los gastos de defensa de los quince países que le siguen en orden de importancia. Esa enorme diferencia cuantitativa es aún más sideral si se toman en cuenta los aspectos cualitativos.

Sin embargo, este liderazgo norteamericano no reside solamente en esa abrumadora superioridad militar, sino en su incuestionable adelanto en las innovaciones tecnológicas. Alrededor del 50 % de la inversión total en los Estados Unidos está concentrada en nuevas tecnologías. El gasto total norteamericano en materia investigación y desarrollo supera al del conjunto de los restantes países del Grupo de los Siete.

Igual o más importante aún es la velocidad exhibida por la economía norteamericana para trasladar esos incesantes cambios tecnológicos a su sistema productivo. De allí que se haya acuñado la expresión de "nueva economía" para caracterizar al sistema productivo que emerge de la sociedad del conocimiento. Con una precisión: lo que se llama internacionalmente la "nueva economía", para diferenciarla de la economía tradicional, en los Estados Unidos constituye ya, lisa y llanamente, "la" economía.

Este salto cualitativo realizado por Estados Unidos hace que en la actualidad el poderío global de la economía norteamericana sobrepase a la de cualquier otra potencia en los últimos siglos, con la sola excepción de su propia posición después de 1945, cuando la segunda guerra mundial había devastado temporariamente a todas las otras economías importantes de la Tierra.

En efecto: Estados Unidos tiene hoy el 32% del producto bruto mundial. Su economía es actualmente más de dos veces mayor a la del país más cercano, Japón. Equivale a la de Japón, Alemania, Francia y Gran Bretaña sumados, que son los cuatro países que lo siguen en poderío económico. La economía de California, por sí sola, se ha transformado en la quinta más grande del mundo, por delante de Francia y no demasiado detrás del Reino Unido.

Hay un constante aumento de la productividad promedio de la economía estadounidense, que redunda en una permanente reducción de sus costos de producción y, consecuentemente, en una continua mejora de su competitividad internacional. Esos incrementos en los índices de productividad hacen que la expansión económica no sea sólo cuantitativa sino, fundamentalmente, cualitativa.

La explosión de Internet revoluciona a toda la economía norteamericana, en un significativo adelanto de lo que también empieza a manifestarse en toda la economía mundial. El auge del comercio electrónico, que aumenta en proporción geométrica, es apenas una muestra de este cambio fenomenal, que habrá de acelerarse en los próximos años.

Pero hay que tener muy en claro una cuestión central desde el punto de vista político. Esta abrumadora supremacía no implica de ninguna manera que Estados Unidos sea un país que todo lo puede. Para actuar exitosamente en el plano internacional, siempre necesita generar consenso y conseguir aliados. Pero sí quiere decir que ninguna crisis política o económica de magnitud, que demande la acción de la comunidad internacional, puede resolverse sin la participación de los Estados Unidos.

Cabría afirmar que en el mundo de hoy existen dos tipos de conflictos internacionales de envergadura: aquéllos en los que Estados Unidos participa, y que pueden o no resolverse, y aquéllos en los que, por diversos motivos, Estados Unidos no participa y que, con seguridad, y por ello, no se resuelven.

EL MUNDO EMERGENTE

Los números hablan por sí solos: las diferencias entre los países más desarrollados y los emergentes tiende a achicarse y, entre estos últimos, los que más crecen son los que más activamente se vinculan al sistema económico global.

Los indicadores económicos corroboran la existencia de una tendencia estructural de largo plazo. A lo largo de toda la década del 90, el producto bruto mundial creció a un ritmo del 3,5 % anual. En ese mismo período, los países altamente desarrollados lo hicieron a un promedio anual del 2,4 %. Los países emergentes, en cambio, crecieron a un ritmo del 5,4% anual, una cifra que más que duplica al ritmo de crecimiento de las naciones económicamente más adelantadas.

Dentro de ese comportamiento general, hubo empero una marcada heterogeneidad. En ese lapso, los países emergentes del continente asiático crecieron a un ritmo extremadamente acelerado de aproximadamente 7,5 % anual.

Dentro del mundo emergente, la principal locomotora de ese crecimiento vigoroso fueron los países del Asia Pacífico, encabezados por China. La contracara del éxito del Asia Pacífico fue África, un continente sumido en el estancamiento. El punto intermedio entre ambas performances fue América Latina.

El principal ejemplo a estudiar es China. Con sus 1300 millones de habitantes (más de un quinto de la población mundial), China constituye el caso de mayor éxito en materia de crecimiento económico en toda la historia universal. Luego de la primera Revolución Industrial, Gran Bretaña tardó sesenta años en duplicar su ingreso por habitante. A mediados del siglo XIX, Estados Unidos logró esa meta en cincuenta años. A fines de siglo XIX, Japón necesitó treinta y cinco años para alcanzar ese objetivo. A partir de 1979, fecha de inicio de las reformas económicas implementadas por Deng Xiao Ping, China duplicó su ingreso por habitante en sólo nueve años. En la era de la globalización, el ingreso por habitante chino creció más de tres veces.

Este fenómeno absolutamente inédito, que en los últimos años se reproduce incipientemente en la India, explica por qué la región del Asia Pacífico concentra ya cerca de un tercio de la producción mundial, cuando hace medio siglo acumulaba sólo el 10 %. De mantenerse esta tendencia, las proyecciones para los próximos veinte años indican que durante ese período el producto bruto de China alcanzaría al de Estados Unidos, que India e Indonesia superarían a Alemania y que Corea del Sur se ubicaría antes que Francia.

El resultado es que el Asia-Pacífico es hoy un mercado comprador más importante que el de Estados Unidos y el de la Unión Europea. En los últimos años, China venía expandiendo sus compras internacionales a un ritmo del 15 % anual. Esa cifra se incrementó sensiblemente a partir de su reciente incorporación a la Organización Mundial de Comercio, materializada en diciembre del 2001. Con su gigantesca población, China tiende a convertirse en el principal importador mundial de alimentos.

Existe un consenso generalizado en que el gran ganador mundial en el juego de la globalización de la economía son los Estados Unidos. En cambio, no existe todavía suficiente registro de otro hecho igualmente indiscutible: el segundo gran ganador en esta era de la globalización es hasta ahora China, un país que lleva más de veinte años consecutivos con un ritmo de crecimiento superior al 7 % anual acumulativo.

La incorporación de China a la OMC tiene en el plano internacional una importancia económica equivalente a la significación política que tuvo en 1989 la caída del Muro de Berlín. Desde entonces, China ha empezado a incrementar muy fuertemente sus vínculos económicos con todos los países emergentes del Asia Pacífico, una región que en su conjunto constituye, de lejos, la zona de mayor crecimiento económico mundial de la era de la globalización.

LA HIPÓTESIS DE LA CONVERGENCIA

En los últimos años, la economía internacional está caracterizada por un triple fenómeno. En primer lugar, hay una aceleración del crecimiento mundial. En segundo término, el comercio internacional aumenta a un ritmo mayor que el producto bruto mundial. Y, tercero, las inversiones extranjeras directas de las grandes corporaciones transnacionales se incrementan anualmente a una tasa mayor que el comercio internacional. La combinación de estos tres factores señala una de las tendencias centrales del proceso de globalización: mayor crecimiento económico mundial, mayor expansión aún del comercio internacional y todavía mayor incremento del flujo de inversiones extranjeras directas.

Durante muchos años, el primer emisor y también el primer receptor de las inversiones extranjeras directas fueron los Estados Unidos. Y el segundo gran receptor mundial es China. Pero el año pasado y este año, el orden se ha invertido: China supera a los Estados Unidos como primer receptor mundial de las inversiones extranjeras directas de las grandes corporaciones transnacionales.

A principios de la década del 90, se había registrado en este terreno un punto de inflexión. El fenómeno de internacionalización de los mercados financieros que caracterizó a la década del 80 comenzó a reproducirse a nivel de los emprendimientos productivos. Hasta entonces, la casi totalidad de las inversiones extranjeras directas se concentraba en los países que integran la tríada del mundo desarrollada: Estados Unidos, Europa Occidental y Japón. A partir de entonces, empieza a registrarse un paulatino desplazamiento. Crece el porcentaje de las inversiones extranjeras directas que se radican países del mundo emergente, en particular en el sudeste asiático y también, aunque en menor proporción, en América Latina.

Uno de los resultados de este desplazamiento de inversiones es que en la actualidad los países en desarrollo representan más del 60% de la producción industrial mundial. Esa participación viene creciendo sostenidamente en los últimos años y tiende a incrementarse en los próximos. Las previsiones de los organismos internacionales indican que en el año 2010 alcanzará a más del 80 % del producto bruto industrial mundial.

Uno de los datos centrales de nuestra época es la competencia entre los países emergentes, y también dentro de ellos, por atraer la mayor cantidad posible de ese enorme flujo de inversiones extranjeras directas, para beneficiarse en términos de mayor crecimiento económico, transferencia de tecnología de avanzada e incremento de las exportaciones. En esa brutal competencia internacional, participan hoy desde China hasta Brasil, desde Vietnam hasta México y Chile.

La primera conclusión que cabe extraer del análisis de este conjunto de hechos es la absoluta falacia de los planteos ideológicos acerca de que la globalización de la economía mundial acrecienta fatalmente la distancia entre el mundo emergente y los países más desarrollados. Los números demuestran exactamente lo contrario. Los indicadores revelan, en términos relativos, y medida no caso por caso sino en términos de promedio general, que esa distancia tiende a achicarse paulatinamente.

La segunda conclusión es que, dentro del propio mundo emergente, existe una regla que parece adquirir un carácter general: los países emergentes más asociados a la dinámica del sistema económico global crecen más rápidamente que aquellos países que permanecen en un mayor aislamiento relativo. Tal el caso del Asia-Pacífico, que concentra la mayor parte del flujo de la inversión extranjera directa en el mundo en desarrollo, y de América Latina con los ejemplos exitosos de México y Chile. En el otro extremo, la verificación por la negativa del mismo fenómeno está en África.

La prueba más contundente de la vigencia de esa regla económica es la propia experiencia actual y reciente de la Argentina. En la década del 90, en el marco de una política orientada hacia una mayor inserción en la economía mundial, el país tuvo un crecimiento superior al 50 %, que constituyó la cifra de expansión más elevada de sus últimos setenta años.

En el año 2002, tras el aislamiento externo provocado por el efecto acumulativo de la depresión estructural y de una brutal crisis de confianza, que llevaron al colapso del sistema financiero en noviembre del 2001, el default declarado en diciembre de ese año y la devaluación monetaria decidida en enero del año pasado, sufrió una inédita caída de aproximadamente el 11 %.

No hace falta ninguna teorización. Los números hablan por sí solos. Y en el diagnóstico está implícita la respuesta. Las posibilidades de crecimiento de los países de América Latina están íntimamente vinculadas con su nivel de inserción en la economía mundial. Lejos de sentarse a la retranca, América Latina tiene que asumir en plenitud un rumbo estratégico que le permita reinsertarse internacionalmente y colocarse a la vanguardia del proceso de globalización.

HACIA UN NUEVO SISTEMA DE SEGURIDAD GLOBAL

Está en discusión una nueva agenda política mundial. En la década del 90, cuando la fuerza incontenible de la globalización alcanzó una dimensión verdaderamente planetaria, la única institución internacional que surgió para intentar regular ciertos aspectos del fenómeno de la transnacionalización económica fue la Organización Mundial de Comercio (OMC), creada en 1995. El resto de las instituciones internacionales, tanto políticas como económicas, permaneció básicamente sin cambios significativos.

La consecuencia obvia de esta dicotomía fue el atraso de la política frente al irrefrenable avance de una economía crecientemente transnacionalizada. En la década del 90, los actores económicos, en primer lugar las grandes corporaciones transnacionales, prevalecieron sobre los actores políticos, en primer lugar los propios estados nacionales.

Pero la mayoría de los cambios históricos de envergadura se producen a partir de crisis. Desde una perspectiva histórica, cabe entonces afirmar que los acontecimientos desatados a partir de los atentados terroristas perpetrados en Nueva York y en Washington el 11 de septiembre del 2001 no constituyen sino la aceleración de algo que ya estaba implícito en la lógica misma de los acontecimientos: la revancha de la política, exhibida a través de la necesidad ineludible de impulsar la construcción de un nuevo sistema de seguridad global, propio de esta nueva sociedad mundial que emerge a pasos agigantados desde el fin de la guerra fría.

Las características inéditas de este nuevo conflicto mundial surgen, en primer término, de la naturaleza misma de uno de los contendientes. A diferencia de todas las guerras internacionales conocidas en los últimos siglos, desde el Tratado de Westfalia de 1648, que puso fin a la Guerra de los Cien Años y estableció las bases de un sistema jurídico mundial fundado en el concepto básico de la soberanía del Estado-Nación, estamos frente a un conflicto en que uno de los contrincantes no es un estado nacional.

Más allá de la protección que, por complicidad ideológica en algunos casos o por simple debilidad en otros, le pueden brindar algunos estados que le sirven de apoyo logístico y de santuarios para sus actividades, como era el caso de Afganistán bajo el régimen de los talibanes o de Irak con Sadam Hussein, el denominado terrorismo transnacional, al igual que lo que sucede con el narcotráfico, no tiene una estructura piramidal ni una base territorial determinada.

Lejos de constituir anacrónicas expresiones del pasado, tanto el narcotráfico como el terrorismo transnacional tienen mecanismos de funcionamiento que están claramente inscriptos en la lógica de la globalización. Ambos están organizados en forma de redes altamente sofisticadas, diseminadas en decenas de países, con un mecanismo de acción descentralizado y de altísima movilidad y flexibilidad.

De allí nace la segunda característica inédita de esta guerra de nuevo tipo. No sólo que uno de los contendientes no es un estado nacional, sino que el teatro de operaciones de este conflicto internacional es, por definición, el mundo entero. Si bien resulta entonces discutible determinar si estamos frente a una guerra mundial en el sentido convencional del término, habrá que redefinir el concepto para adecuarlo a una nueva realidad histórica. Porque asistimos, sin ninguna duda, a la más mundial de todas las guerras mundiales.

Lo que emerge hoy, como respuesta a este desafío, es la búsqueda un sistema de seguridad que tenga la misma naturaleza global que las amenazas que enfrenta. Empieza a tomar forma un sistema de seguridad global que, por su importancia, está llamado a constituirse en la primera de las instituciones políticas de la nueva sociedad mundial.

El actual sistema de seguridad internacional es previo a la era de la globalización y el surgimiento de esta sociedad mundial. Surgió del fin de la segunda guerra mundial y estuvo centrado en la regulación de los conflictos interestatales. Su máxima expresión es la estructura de la Organización de las Naciones Unidas. Las propias alianzas y pactos militares suscriptos en esa época, desde la Organización del Tratado del Atlántico Norte (OTAN) hasta el fenecido Pacto de Varsovia, que vinculaba a la Unión Soviética con los demás países de Europa Oriental, incluyendo el Tratado Interamericano de Defensa Recíproca (TIAR), establecido en 1947, respondían a las exigencias de la lógica bipolar de la guerra fría.

En la actualidad, las condiciones históricas han cambiado radicalmente. Sin embargo, ni el derecho internacional ni las instituciones internacionales se han adaptado todavía a la magnitud de estas modificaciones. Casi no hay guerras entre estados. Esto no quiere decir que no existan conflictos militares de envergadura, incluso más que antes. La cuestión es que, mientras las guerras entre estados tienden a disminuir, y en el horizonte a desaparecer, se multiplican e intensifican los conflictos intraestatales. Este es el caso de la guerra civil que sufrió la antigua Yugoeslavia y desembocó en la intervención de la OTAN en Kosovo. También del conflicto que desgarra actualmente a Colombia. Porque las principales amenazas a la paz mundial son de otra índole, como sucede con el narcotráfico y el terrorismo transnacional.

Como en toda situación de transición, los viejos instrumentos creados para preservar la seguridad internacional son utilizados, en la medida de lo posible, para enfrentar estos nuevos desafío. Y, cuando dichos instrumentos resultan notoriamente insuficientes, se van generando en los hechos nuevas herramientas. Esto pasa hoy con las Naciones Unidas, la OTAN, el TIAR y todos los demás mecanismos internacionales vinculados con la seguridad.

Hay que reconocer que, en algunos casos, la interpretación deliberadamente extensiva de ciertas disposiciones creadas para afrontar situaciones anteriores notoriamente diferentes mereció fundadas objeciones jurídicas. Pero este esfuerzo interpretativo fue el único camino que permitió enfrentar una situación radicalmente nueva, mientras la comunidad internacional empezaba a avanzar hacia el establecimiento de los amplios consensos necesarios para forjar una reformulación integral del actual sistema de seguridad mundial.

Desde Tomás Hobbes en adelante, todos los grandes tratadistas políticos coinciden en señalar que la función de la seguridad constituye la dimensión primera y esencial de los estados. Por lo tanto, cabe señalar que este rediseño en marcha de los mecanismos de la seguridad global representa el primer esbozo político-institucional de la sociedad mundial.

Cuando la distinción clásica entre el "adentro" y el "afuera" de los países se evapora hasta casi desaparecer, América Latina tiene que construir poder dentro de la nueva sociedad mundial. Porque no hay ninguna causa, por justa que sea, que tenga relevancia en términos políticos sin una estructura de poder capaz de sustentarla.

Y como es imposible construir poder al margen de las tendencias fundamentales de una época determinada, esta estructura de poder tiene que generarse a través de la activa participación de todos nuestros países en el proceso de globalización económica, revolución tecnológica e integración política que caracteriza al mundo de hoy. Ese es el único camino históricamente viable para realizar lo que el Papa Juan Pablo II define como la "globalización de la solidaridad".

En las condiciones que plantea el advenimiento de esta nueva era histórica del universalismo, el protagonismo internacional es condición para la existencia misma de las naciones. Este protagonismo necesario no puede ser un protagonismo aislado y solitario. Es, y no puede ser de otra manera, un protagonismo asociativo y solidario.

El aislamiento externo torna inviable cualquier posibilidad de superar la crisis. América Latina está forzada ineludiblemente a recuperar relevancia a nivel mundial. Para ello, es necesario encarar una tarea sistemática de integración y de construcción de poder, tanto en el plano interno como en el terreno internacional.

En esta nueva época económica y tecnológica, el poder tiene un carácter eminentemente asociativo. Se construye a través de redes. La reinserción del país en la sociedad mundial requiere entonces forjar un amplísimo tejido de alianzas que impulsen la integración y el protagonismo latinoamericano en el escenario internacional.

En términos políticos, es indispensable forjar dentro del bloque regional, concebido como un nuevo polo de poder , una concepción estratégica común, que permita establecer entendimientos que aceleran los tiempos para la conformación del ALCA. Esto implica también, y fundamentalmente, la asunción de responsabilidades compartidas en las cuestiones vinculadas con la seguridad regional, hemisférica y global, en particular en la lucha contra el narcotráfico y el terrorismo transnacional.

Es altamente probable que la prueba de fuego para este replanteo estratégico regional se presente muy próximamente en Colombia. El llamado a la colaboración latinoamericana formulado por el presidente Alvaro Uribe para colaborar activamente en la lucha que libran el pueblo y el gobierno de Colombia contra el flagelo del narcotráfico configura un cambio político que habrá de tener gigantescas implicancias estratégicas en toda la región.

No existe ningún argumento sólido para que los países de América Latina puedan sustraerse a esta convocatoria. No se trata de nada ni remotamente parecido a una intervención unilateral violatoria de la soberanía colombiana. Muy por el contrario, estamos ante una solicitud de respaldo internacional, realizada por el mandatario constitucional de un país amigo, que promueve una acción coordinada contra un enemigo común, de naturaleza transnacional, como es el narcotráfico.

Tampoco es posible sostener que lo que ocurre en Colombia es una cuestión ajena a la problemática de los demás países de América Latina. El preocupante crecimiento que se registra en los índices de delincuencia, un fenómeno alarmante que afecta por igual, entre otros, a los grandes centros urbanos de Brasil y la Argentina, está íntimamente vinculado al auge descontrolado de la droga.

Esa relación entre el auge de la droga y el incremento de la delincuencia está detrás de la drástica decisión ya adoptada por el gobierno del presidente Luis Ignacio Da Silva ( Lula) de emplear a las Fuerzas Armadas brasileñas para contribuir al restablecimiento del orden público y de la autoridad del Estado en Río de Janeiro, seriamente amenazados por la acción de poderosas bandas de narcotraficantes.

En términos de mediano y largo plazo, cabe afirmar que el éxito o el fracaso en la lucha por el restablecimiento de la seguridad pública en lugares como San Pablo, Río de Janeiro y el conurbano bonaerense se juega también en el conflicto de Colombia.

En política internacional, las responsabilidades que se abdican son poder que se pierde. No hay riesgo mayor para los intereses nacionales de todos los países latinoamericanos que el hecho de que un conflicto de envergadura internacional, que por su naturaleza afecta la seguridad nacional de los Estados Unidos, se transforme en una cuestión bilateral colombiano-norteamericana. En ese caso, nuestros países perderían la posibilidad de reclamar en forma efectiva, y no simplemente retórica, su derecho a participar activamente en la edificación del nuevo sistema de seguridad latinoamericano y mundial.

Por lo tanto, esta reformulación política del sistema latinoamericano, centrada en primer lugar en la cuestión de la seguridad regional, hemisférica y global, es un requisito estratégico fundamental para transformar a nuestros países en protagonistas activos en la búsqueda de la democratización del actual sistema de poder de la sociedad mundial, fundado en el predominio de los países más poderosos.

La construcción de la nueva sociedad mundial supone un rediseño generalizado del sistema de instituciones internacionales y una profunda discusión acerca de los valores fundamentales que habrán de regir su desenvolvimiento. Todos los países del mundo, y muy particularmente de América Latina, tienen la obligación de participar en esta tarea fundacional.

En esta amplísima reformulación institucional que está en marcha a escala planetaria, adquiere una importancia primordial la edificación del nuevo sistema de seguridad global, para afrontar eficazmente las nuevas amenazas a la paz mundial representadas por el delito transnacional en todas sus múltiples manifestaciones, encarnadas en primer lugar por el terrorismo y el narcotráfico.

En el escenario continental, la Argentina fue el país que en 1998, en una reunión especial de la Organización de Estados Americanos, impulsó y consiguió la creación del Comité Interamericano de Lucha contra el Terrorismo (CICTE), que fue la primera - y hasta ahora es la única - institución internacional diseñada específicamente para coordinar la acción contra el terrorismo transnacional.

INTEGRACIÓN

Estamos inmersos en un gran torrente mundial de integración económica y política. En el terreno económico, a pesar de las enormes dificultades que presentan las negociaciones multilaterales en curso dentro de la OMC, avanzan por doquier los acuerdos de libre comercio de orden bilateral o regional.

Entramos en la fase decisiva de las negociaciones orientadas hacia la conformación del ALCA, cuya puesta en funcionamiento está fijada para dentro de catorce meses, un lapso que, medido en términos históricos, equivale a decir pasado mañana.

Pero la experiencia indica que los avances en estos procesos de integración sólo resultan irreversibles si están basados en un sólido sustento político. Es necesario contar con una clara visión estratégica y un fuerte liderazgo político. En caso contrario, los países latinoamericanos se exponen a recaer en profundas crisis de gobernabilidad, como la que sufrió recientemente Bolivia o la que padeció la Argentina a partir de diciembre de 1999.

Estamos firmemente persuadidos de que Colombia, con la visión estratégica y el liderazgo político del presidente Uribe, está hoy en condiciones de afrontar exitosamente el tremendo desafío que nos plantea la historia.

Muchas gracias.
Jorge Castro , 11/11/2003

 

 

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