Jorge Raventos analiza la evolución de la situación política argentina. |
Por la mañana del primer sábado de noviembre, apenas unas horas después de que cacerolas y bocinas expresaran en la Capital y en el acceso a la quinta presidencial de Olivos su masivo repudio al prolongado, macabro secuestro del joven Pablo Belluscio y a la inseguridad ciudadana, el jefe de gabinete, Alberto Fernández, expuso el diagnóstico oficial: “la gente no hace responsable de esto al Gobierno nacional".
En rigor, si Néstor Kirchner y sus colaboradores estuvieran verdaderamente convencidos de lo que Fernández afirma, no se habrían dedicado desde el miércoles 29 de octubre a intentar diluir el impacto público de aquel secuestro y de la dramática carta abierta de la familia Belluscio, ni hubieran reaccionado el viernes y el sábado, ante la inminencia y la posterior resonancia del cacerolazo, con el ya clásico reflejo oficial de endosar las responsabilidades a terceros.
A mitad de la semana última, cuando la familia Belluscio reclamó la solidaridad general frente a la extorsión de los secuestradores y mutiladores de su hijo, el aparato de comunicación gubernamental puso en funcionamiento la cadena de la felicidad mediática para desplazar de los titulares de primera plana y los noticieros esa noticia y sustituirla por otra, cuyos datos ya estaban en poder de la Secretaría General de la Presidencia desde varios días antes: la falsificación de facturas y comprobantes de gastos del avión presidencial. El escandalete apuntaba principalmente contra un área sobre el que ejercen influencia efectivos de la Fuerza Aérea.
El caso Belluscio fue mudado así por la “prensa amiga” al fondo y a la izquierda de sus ediciones, pese a lo cual –típico ejemplo de la distancia entre “opinión publicada” y “opinión pública”- mantuvo su vigencia en los comentarios boca a boca de la gente y se extendió a través de las redes de internet, por la vía de cadenas de correos electrónicos, hasta madurar en la propuesta espontánea de un breve cacerolazo de protesta con fecha viernes 31.
Hacia ese día, el gobierno sólo se limitaba a comentar el caso: “La situación de la seguridad jurídica es trágica”, opinó por ejemplo el titular de la cartera de Seguridad y Justicia, Gustavo Béliz, mientras otros colegas de gabinete se irritaban ante las preguntas de algunos periodistas que querían saber si el Presidente se había ocupado personalmente del tema.
En verdad, Néstor Kirchner había dedicado parte de la semana a recuperar la buena relación con los dirigentes piqueteros, a reconfortar al líder de los camioneros, Hugo Moyano (beneficiado por un laudo del ministerio de Trabajo urgido desde la Casa Rosada) y a recibir a la señora Hebe de Bonafini y a su habitual escolta, Sergio Schocklender, para transformarlos en inspectores de establecimientos penales. Recién el viernes, cuando ya se intuía que el reclamo de seguridad sería extenso, el Presidente se refirió al tema desde Chubut: lo hizo para culpar a la policía bonaerense de complicidad con la ola de secuestros extorsivos y para apuntar contra las autoridades de esa provincia: "no basta con implementar discursos, hay que implementar acción".
Son palabras que la opinión pública quiere oir, pero no sólo dirigidas a la ciudad de La Plata. De hecho: la protesta fue mucho extensa en la sede del gobierno central que en territorio bonaerense.
El gobierno nacional ha venido practicando sistemáticamente la táctica de desviar todo posible cuestionamiento a su eficacia en la gestión: la culpa la tiene el otro. La década del 90, las leyes aprobadas por el Congreso en los años ’80, la Corte Suprema, los militares, Mauricio Macri, Ramón Puerta, los acreedores, el FMI, las empresas privatizadas han cumplido ese papel de chivos expiatorios en diferentes escenas del guión oficial. Ahora le toca al gobierno de Felipe Solá y, particularmente, a su secretario de Seguridad, Juan José Alvarez.
Por cierto, el distrito bonaerense –particularmente el conurbano- es una de las zonas más afectadas por la acción del delito, pero en modo alguno la única. La ciudad de Buenos Aires, asiento del gobierno central, no le va en zaga. El jueves último, si bien se mira, las circunstancias no eran las más propicias para esa verónica presidencial. En la Capital Federal había sido fusilado en Saavedra (un barrio donde proliferan las violaciones) un joven que paseaba con su novia, y en el centro de Belgrano habían sido baleados un policía retirado, una señora y un bebé. Ese mismo día, la policía bonaerense había capturado a los secuestradores del padre de un ex jugador de Boca Juniors y había rescatado (a cuatro cuadras de la Casa Rosada) a un joven que una semana antes había sido secuestrado en el Sur del Gran Buenos Aires. Exitos y fracasos circunstanciales ocurren tanto bajo responsabilidad bonaerense como en la órbita del gobierno federal. Lo que la ciudadanía no ve –y ha empezado a reclamar, cacerolas en ristre- es una estrategia global contra el delito. Lo que no se observa es que la seguridad ciudadana constituya para el gobierno –es decir, para el Presidente, que es quien monopoliza y motoriza los temas de la agenda oficial- un interés parangonable con su relacionamiento con piqueteros, camioneros o nostálgicos de los años setenta.
El viernes 31 testimonió la rajadura que se va extendiendo entre ideologismo y necesidades reales o, si se quiere, entre la política del gobierno y las preocupaciones de las clases medias urbanas en las que busca respaldo. Ese día, mientras los barrios emblemáticos de ese sector social reclamaban seguridad y castigo a los delincuentes, se integraba finalmente a la Corte Suprema –jurando, esta vez, la Constitución Nacional- el doctor Eugenio Zaffaroni. El flamante cortesano, impulsado desde la Casa Rosada, es un convencido de la inutilidad de las penas, más aún, las describe como “un hecho extrajurídico que carece de legitimidad”. Defensor acérrimo de la reducción de condenas bajo el sistema del “dos por uno”, Zaffaroni es un ídolo de los delincuentes: la madrugada en que su pliego recibió la aprobación del Senado la cárcel de Villa Devoto se estremeció con una ovación que resonó con más fuerza que un gol de Boca en la Bombonera.
La brecha entre la opinión pública y el gobierno puede ser letal para éste, que ha venido reemplazando su magro caudal electoral de abril con los buenos resultados de las encuestas. Puede ser letal pero no es, por cierto, inevitable. Todo depende de la capacidad del oficialismo para volver a sintonizar con las preocupaciones de esas clases medias.
A fines de la semana anterior, por caso, desde algunos despachos de Balcarce 50 alimentados con recientes estudios de opinión pública, pareció iniciarse una reacción frente a la dirigencia piquetera, cuyo activismo ya ha hartado a las clases medias urbanas. La privación ilegítima de la libertad del ministro de Trabajo ofrecía al gobierno una oportunidad para justificar la reacción. El propio ministro Carlos Tomada – por indicación del Jefe de Gabinete- ofreció el domingo 26 entrevistas a tres matutinos de la Capital en las que (siempre advirtiendo que no se “criminalizaría” la protesta piquetera) prometió acciones judiciales contra los responsables de su nocturno encierro de tres noches antes. Simultáneamente, desde la jefatura de gabinete se alentaba a la prensa amiga a adelantar la creación de una “brigada antipiquetes”, desarmada, eso sí, y especializada en pacificar manifestaciones.
El presidente Kirchner, sin embargo, no compartió esa línea de acción, retó a Tomada y a Alberto Fernández y abrió su despacho a sucesivas delegaciones de la constelación piquetera con las que conversó sobre la eventual instauración de una duplicación de los subsidios en diciembre (“aguinaldo”) y les dio suficientes señales como para que los voceros de esas organizaciones declararan en la Sala de Prensa de la Casa Rosada que las acciones judiciales iniciadas por el ministro de Trabajo serían desactivadas por el gobierno. Por supuesto, la idea de crear una brigada antipiquetes fue también desmentida.
Es probable que el gobierno, que ha tratado de gambetear y endosar la protesta del viernes 31 por la seguridad, no haya detectado aún que el cacerolazo, además de reclamar explícitamente contra los secuestros, también estaba expresando, por debajo, con sordina, su queja por la tolerancia oficial frente al desorden cotidiano que generan los piquetes y, más aún, por la falta de alternativas laborales y la prolongación indefinida de las políticas asistencialistas.
El gobierno no está hoy amenazado por un peronismo que se encuentra ensimismado en su dispersión territorial y todavía resignado a un acompañamiento desconfiado; pero está experimentando los primeros desengaños en su vínculo con la opinión pública urbana, en la que se ha empeñado en hacer pie.
Si la renovada Corte Suprema respalda el borrador del supremo Antonio Boggiano que trascendió esta semana, contrario a la redolarización de los depósitos bancarios (su consecuencia necesaria: la obligada devolución de los depósitos rescatados por medios de amparos judiciales), a las inquietudes actuales de las clases medias puede sumarse un revitalizado activismo de los ahorristas: Nito Artaza volvería al escenario. La brecha se ensancharía.
A la hora de enfrentar los problemas –de gobernar- los endosos no evitan la responsabilidad, las verónicas son artificios fútiles. Más vale ir al toro. |
Jorge Raventos , 03/11/2003 |
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